El presente ensayo forma parte del libro: L.E. Ríos Vega (coord.), El transfuguismo electoral: el caso de México, México, Universidad Autónoma de Coahuila, 2012
1. El
transfuguismo como objeto de estudio
La expresión “transfuguismo político” más que un
concepto especializado acuñado por las ciencias sociales para referirse al
fenómeno del paso o el tránsito inmoderado de actores políticos de un partido a
otro por razones pragmáticas o por convenir a sus intereses, es un adjetivo que
suele emplearse popularmente para señalar y descalificar a ese tipo de
políticos por carecer de principios y valores sólidos y moverse
oportunistamente de un partido a otro. En ese ámbito de referencia más popular
que científico, al transfuguismo político también se le conoce como
“malabarismo político” o “trapecismo político”, expresiones igualmente sarcásticas
para referirse a una práctica mal vista socialmente aunque cada vez más
frecuente entre los políticos profesionales.
Como fenómeno presente en muchas
democracias, el transfuguismo también ha sido objeto de análisis de las
ciencias sociales, aunque con poco éxito. En uno de los escasos ensayos dedicados
al tema, se define como “La
acción de un militante, adherente, simpatizante o miembro de un partido
político de abandonarlo para incorporarse a otro”.[1] Según
este mismo estudio, el transfuguismo es más frecuente en sociedades con poca
tradición democrática, aunque también puede ocurrir en democracias maduras.
Sin embargo, esta definición es imprecisa, porque si el transfuguismo
ha de responder a las características con las que suele asociarse popularmente,
debe incorporar al menos un elemento: que el político que abandona un partido
para integrarse a otro lo hace en la perspectiva de obtener un beneficio
personal, como ser postulado como candidato a un cargo de elección popular u
ocupar un puesto de dirección en su nuevo partido, cuestiones que en su antigua
organización quizá estaban fuera de su alcance. Es decir, el transfuguismo
tiene un elemento de oportunismo y pragmatismo nacido de un cálculo individual por
parte del tránsfuga según el cual podrá mejorar su estatus, sus privilegios,
sus intereses, sus posiciones, etcétera, en un ejercicio donde las convicciones
o la congruencia ideológica del implicado es lo que menos importa. Por ello, no
debe confundirse el transfuguismo con la noción más general de “movilidad
política”, un concepto mucho más empleado por la ciencia política para
referirse al paso de actores políticos y sus respectivos recursos (ya sea
económicos, coercitivos o de influencia) desde ciertas posiciones de poder,
coaliciones, grupos de influencia o partidos políticos hacia otros distintos.[2] De
hecho, el concepto de “movilidad política” suele emplearse para describir este
tipo de movimientos como jugadas estratégicas con el objetivo de minar un
régimen o impulsar cambios en o del mismo, o sea constituye una variable
interviniente en, por ejemplo, procesos de crisis de un régimen autoritario o de
transición democrática. Así que mientras los móviles del tránsfuga siempre son
personales, pragmáticos y oportunistas, los de la movilidad política pueden ser
también ideológicos y/o estratégicos, y muchas veces son la simiente de cambios
políticos de mayor envergadura. En suma, todo transfuguismo político supone
movilidad política, pero no toda movilidad política supone transfuguismo. Por
lo demás, el transfuguismo es una práctica exclusiva de regímenes democráticos
más o menos maduros, por cuanto sólo en situaciones de pluralismo y competencia
cobran sentido los cambios interesados de filiación partidista. Mientras que la
movilidad política suele ser consustancial a regímenes en crisis o en
transición, donde los saltos de posición de actores políticos o con capacidad
de influir en los ámbitos de poder modifican o alteran la correlación de
fuerzas, presionando por pactos o acuerdos inéditos.
Ahora bien, no obstante tratarse de decisiones individuales,
el transfuguismo involucra a partidos políticos (los exportadores y los
receptores de los tránsfugas) y, como ya dijimos, se da en el contexto de una
democracia, por lo que siempre tiene consecuencias institucionales o culturales.
Es lo que en las ciencias sociales se conoce como “consecuencias no
intencionadas de las acciones individuales”.[3]
Así, por ejemplo, un crecimiento
incontrolable del fenómeno del transfuguismo político tiene muchas veces el
efecto perverso de contribuir al descrédito de la clase política en general y
de desalentar la participación política de los electores en las urnas, tendencias
ya de por sí alarmantes desde hace tiempo en las democracias modernas, por
muchas otras razones. Es decir, el transfuguismo político no sólo ofende la
inteligencia de los ciudadanos por su carga de cinismo inherente, sino que
vulnera a las instituciones políticas por la inconsistencia ideológica de
quienes ejercen roles de autoridad en las mismas. En virtud de ello, ha surgido
recientemente en varios países una corriente de opinión favorable a que se
legisle en la materia para poner algún tipo de frenos o controles a esta
práctica.
Mi objetivo en este ensayo además
de analizar las razones que explican este fenómeno en las democracias modernas y
reflexionar sobre sus consecuencias, es discutir la pertinencia o no de
legislar en la materia. Mi tesis es que pretender legislar el transfuguismo
político es tan pernicioso para la democracia como el transfuguismo en sí
mismo. Más aún, sostengo que sólo se puede normar el asunto en detrimento de
otros principios y valores de la democracia, lo cual nos coloca en disyuntivas
simplemente improcedentes. Para desarrollar esta tesis me concentraré en el
caso de México, que se estrenó en democracia con la alternancia del 2000 y que desde
entonces ha visto crecer de manera indiscriminada y alarmante el transfuguismo
político.
Cabe señalar que un estudio empírico del transfuguismo en un
caso concreto debe preguntarse por varias cosas: ¿cuáles son sus causas?, ¿qué
incentivos culturales e institucionales lo fomentan?, ¿qué relaciones tiene con
la competitividad y el realineamiento electoral?, ¿qué actores lo protagonizan?,
¿cómo se benefician o perjudican?, ¿con qué discurso lo justifican?, ¿cómo
repercute en los sistemas de partidos, electoral y de representación política,
y en la democracia en general?, ¿puede contribuir indirectamente a la
disminución de otras prácticas perniciosas para la democracia, como el
caciquismo, el patrimonialismo y el clientelismo?, ¿cómo lo percibe la
sociedad?, ¿debe o no legislarse en la materia?
Como ya adelantamos, por transfuguismo político suele
entenderse popularmente el paso o tránsito inmoderado de personajes políticos
de un partido a otro por razones pragmáticas o por convenir a sus intereses
personales. Como tal, el transfuguismo es una práctica propia de regímenes
democráticos, o sea donde el pluralismo político es competitivo y está plenamente
garantizado, pues la movilidad de los políticos de un partido a otro nace de un
cálculo individual sobre cuál de ellos le puede redituar mayores beneficios en
sus aspiraciones personales en una eventual contienda electoral.
No debe confundirse el transfuguismo
político con la movilidad política. Si bien ambas expresiones aluden a una
mudanza o movimiento por parte de un actor o grupo político dentro del sistema
político, el primero ocurre exclusivamente en el subsistema partidista, y el
segundo, en un ámbito mayor (como puede ser el salto de un actor político desde
el respaldo a las élites gobernantes hacia la oposición activa o viceversa).
Más específicamente, mientras que la motivación del tránsfuga político es
posicionarse mejor en el espectro partidista para apuntalar su carrera
política, el que rompe con la élite gobernante para pasar a la oposición o a la
disidencia busca exhibir al régimen en sus contradicciones e impulsar cambios
que considera necesarios. Obviamente, ni el tránsfuga ni el disidente tienen
asegurado el éxito, pues éste depende de muchos otros factores e imponderables.
Como quiera que sea, ambos movimientos tienen un ingrediente de traición para
quien los encarna, ya sea al partido o a la coalición de origen, aunque sólo el
segundo puede apelar a razones superiores y no sólo egoístas para justificarse.
De hecho, el elemento
traición es destacado por algunos especialistas, quienes sostienen que el
tránsfuga es un traidor, un individuo que viola la fidelidad para con el poder,
para usarlo en beneficio propio.[4]
Pero si la traición ha de ser considerada en la definición del transfuguismo,
se impone una consideración adicional, de tipo filosófica.
Desde cierta perspectiva vitalista, el transfuguismo no
sería condenable, pues la existencia humana no puede estar encadenada a nada, o
sea es libre y mudable, no puede ser fiel eternamente a una causa o ideal. El
cambio, la rebeldía o la deserción son consustanciales a la existencia. De
hecho, la traición siempre ha jugado un papel decisivo en la historia de la
humanidad. Sin embargo, la traición sólo adopta las connotaciones negativas con
las que hoy es asociada por efecto de la divulgación de textos sagrados como la
Biblia. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, la traición es vista como un
fenómeno negativo, un pecado, la violación de la fidelidad debida, un
comportamiento ajeno a la dignidad, una de las acciones más destructivas en las
relaciones humanas, una falta, un agravio a la amistad, el amor y la
honestidad. Pero aún así, la traición es ambigua, a veces se perdona y a veces
no. El propio Creador perdona algunas traiciones y otras las castiga
cruelmente. Asimismo, hay muchas razones para traicionar: a veces se traiciona
por equivocación, a veces hay arrepentimiento, aunque las consecuencias de la
traición ahí queden, con sus daños y prejuicios.[5]
También en nombre del bien se puede hacer el mal, piénsese, por ejemplo, en el
fanatismo o fundamentalismo de ciertas religiones, o en la inquisición que
practicó la Iglesia Católica para imponer su fe a sangre y hierro. Pero la
herejía, tan castigada en los tiempos de oscuridad, también fue,
paradójicamente, la base de la ciencia y la reflexión libre en Occidente. De
hecho, el protestantismo de los siglos XVII y XVIII posibilitó la afirmación de
los ideales de la tolerancia, la libertad, la igualdad y el gobierno civil. Es
decir, las herejías o traiciones han motivado cambios para bien, lo cual habla
de la ambigüedad de la traición. De ahí que una conciencia herética no siempre
es condenable sino que puede ser la semilla de una nueva fuerza y vitalidad
renovadora.
Pero esta conciencia herética no aplica para el tránsfuga,
al menos en la acepción vista hasta ahora. Si para el tránsfuga no hay
principios ni valores que traicionar, pues para él ser fiel a sí mismo, a sus
propios intereses personales, desprovistos de convicciones superiores, es lo
que realmente cuenta, para los demás su acción siempre será percibida como una
traición, al menos para los directamente afectados. En otras palabras, si para
una concepción vitalista, el transfuguismo no es malo per se, pues el cambio es inherente a la condición humana, para una
concepción más terrenal, aunque basada en principios morales muy arraigados en
Occidente, cambiar de partido por intereses egoístas sí implica traición, por
cuanto la decisión carece de elementos morales o soportes éticos y nace sólo de
un cálculo egoísta. Es decir, el transfuguismo no tiene nada que ver con la
rebeldía, la resistencia o la fidelidad a causas superiores, como sí sería el
caso de otras formas de movilidad política.
Ahora bien, no debe confundirse el transfuguismo con la
acción de abandonar un partido. Muchas veces un político decide abandonar su
partido de origen por intrigas internas, violación de sus derechos políticos o
simplemente porque sus principios personales han dejado de ser compatibles con
los del partido al que pertenece, independientemente si afecta o no los
compromisos contraídos con sus simpatizantes. En estas circunstancias, el
político en cuestión valorará si otro partido le resulta ideológicamente
compatible para seguir desarrollándose, incluso hay ocasiones que otro partido
puede permitirle hacer valer mejor sus compromisos y convicciones. En cambio,
el tránsfuga siempre cambia de filiación partidista para obtener prebendas
personales, faltando a cualquier compromiso contraído. Como quiera que sea,
tanto el que abandona un partido como el tránsfuga se mueven dentro de los
límites de su voluntad individual, libre y soberana, sin mayor restricción que la
aceptación voluntaria de los principios doctrinarios, programa y estatutos de
su nueva organización.
Desde una perspectiva más politológica, lo primero a
destacar es que el transfuguismo tiene
lugar en el subsistema de
partidos, aunque desde ahí puede motivar cambios en el sistema político
más general, sobre todo si los tránsfugas ocupan roles de autoridad relevantes después
de saltar de un partido a otro, con lo que introduce cambios en el
realineamiento electoral de los partidos;[6] es
decir, el transformismo puede motivar cambios y adaptaciones en el conjunto de
las estructuras del sistema político. Por ello, sistémicamente hablando, puede
decirse que el transfuguismo es una fuerza social de actores políticos
incentivada por las recompensas positivas que ofrecen tanto el sistema
electoral como el sistema de gobierno.[7]
No sólo desde el punto de vista filosófico pueden
encontrarse argumentos para justificar el transfuguismo, como el vitalismo,
sino también las ciencias sociales han aportado algunos elementos, en
particular ciertas perspectivas racionalistas o individualistas metodológicas.
Así, apoyado en estos discursos, podría sostenerse que los tránsfugas estarían
guiados e identificados por un pragmatismo, aunado a una férrea defensa de sus
derechos individuales, valores fundamentales de una sociedad de libre
competencia y mercado político. Desde este punto de vista, el cambio de agrupación
política podría interpretarse como un acto racional por el cual se intentaría justificar
el alejamiento de la organización a la que se pertenece.[8]
Siguiendo con esta lógica, cuando aquello que una empresa,
organización, o partido provee se deteriora, la lealtad de sus miembros se
siente amenazada. Entonces ellos pueden expresarse a través de una de dos
opciones: elegir la salida o usar su voz. Así, el transfuguismo, más que una
estafa, sería el cambio de convicciones políticas. Más aún, la falta de
corrientes políticas organizadas en el interior de los partidos puede tener una
incidencia directa y notable en el desarrollo del transfuguismo, o sea que si
se cierran los canales a la voz, únicamente puede optarse por la salida o la lealtad.
Puede entonces considerarse al transfuguismo como mera acción crítica
resultante de la evolución ideológica del individuo y por tanto exenta de
valoración peyorativa. Así, más que un traidor, el tránsfuga sería un actor
racional, que evalúa costes y beneficios y selecciona la opción más racional
(maximiza sus beneficios y minimiza sus costes) en su comportamiento, que de
todas formas contribuye al establecimiento de una libre competencia política.
Es decir, aunque el tránsfuga se asemeje en primera instancia a un sujeto
egoísta, en realidad su pragmatismo contribuye a la defensa de los derechos
individuales y mantiene los cimientos de la sociedad. Pero además, desde la
lógica del individualismo metodológico, el tránsfuga puede aceptar sin
problemas su papel de traidor, por cuanto es una especie de free rider (viajero sin boleto) que se
beneficia de toda una infraestructura organizativa estatal y partidista que le
permite disminuir sus costos notablemente, y sería estúpido no aprovecharlo.
Obviamente, desde perspectivas racionalistas de este tipo
podemos explicar y hasta justificar las acciones del tránsfuga, pero de nueva
cuenta nos alejan de las percepciones sociales o populares dominantes, o sea
sólo pueden emplearse a costa de violentar el sentido común. Por eso, en este
punto como en la vida misma, las ciencias sociales deben ajustarse a las
creencias y percepciones socialmente aceptadas y no al revés, como quisieran
muchos científicos que habitan en sus torres de marfil sin contacto con la
realidad.[9]
En suma, que el transfuguismo sea una acción racional, nacida
de un cálculo interesado motivado por los incentivos que el propio sistema
electoral y de representación provee a los tránsfugas, o que la acción del
tránsfuga reafirme indirectamente los valores de libertad política
consustanciales a una democracia liberal, no supone que el tránsfuga esté
exento de valoraciones negativas que califiquen su acción como una traición
originada en su falta de compromisos y convicciones ideológicas y políticas,
independientemente de que el tránsfuga pueda mantener o no las lealtades de sus
seguidores en su nueva agrupación.
El actual gobernador del estado de Guerrero, Ángel
Rivero, militó toda su vida adulta en el PRI (Partido Revolucionario
Institucional), incluso, no hace mucho, ya había sido gobernador interino por
ese partido en la misma entidad, amén de haber ocupado varios cargos directivos
en el seno de su organización. Para las elecciones que lo llevaron a la
gubernatura actual, el PRI no lo designó como su candidato, por lo que Rivero
decidió acercarse al PRD (Partido de la Revolución Democrática), el cual
resolvió postularlo como su candidato. En las elecciones Rivero se llevó el
triunfo con lo que hoy representa al PRD pese a que todas sus relaciones y
afinidades políticas permanecen en el PRI. En los hechos, Rivero es un
tránsfuga que se vio beneficiado con su decisión, y al ser electo gobernador
motivó un realineamiento electoral en la entidad, es decir su acción individual
tuvo consecuencias estructurales. Historias como ésta se dan por decenas en
México desde que el pluralismo se volvió competitivo y la alternancia
presidencial del 2000 marcó el fin de la larga era autoritaria del viejo
régimen.
Siguiendo este ejemplo como
patrón, el transfuguismo en México ha adoptado las siguientes características
en poco más de una década de democracia:
1. El transfuguismo político se ha venido
intensificando desde que el pluralismo se volvió competitivo durante la larga
transición que condujo al país a la democracia. Dado que en el régimen
autoritario siempre existió una enorme inequidad entre el partido oficial, el
PRI, y el resto de los partidos, en términos no sólo competitivos sino de sus
bases y cuadros, la mayoría de los casos de transfuguismo han ocurrido desde el
PRI a los demás partidos, siendo excepcionales los casos contrarios, o sea que
buena parte de los candidatos de los partidos, a parte de los del PRI, a ocupar
cargos de representación popular en todos los niveles han sido expriistas,
quienes han visto en el transfuguismo una oportunidad para seguir con éxito sus
carreras políticas. Desde este punto de vista, la transición a la democracia
también puede ser interpretada como un proceso mediante el cual la fuerza
centrípeta del PRI pasó a ser centrífuga.[10]
2. En muchas partes donde se ha dado la alternancia, ya
sea a nivel municipal o gubernamental, el transfuguismo ha sido decisivo, o sea
que muchos candidatos expriistas pudieron capitalizar su reconocimiento público
bajo las siglas de un nuevo partido, con la consecuencia de que estos partidos pudieron
afirmarse en el espectro partidista. Por ello, el transfuguismo de priistas a
otros partidos es una característica inherente del proceso de transición
democrática en México, aunque suele ignorarse o subestimarse. En suma, los
partidos no priistas han sabido aprovechar el transfuguismo de expriistas que
se incorporan a sus filas para incrementar sus posiciones y hacerse de más y
mejores cuadros profesionales.
3. Como fenómeno propio de la democracia, el transfuguismo
debe ubicarse a partir del año 2000 o un poco antes a nivel local en
experiencias aisladas de alternancia. De ahí que las fracturas precedentes de
la coalición dominante ocurridas durante la transición así como la escisión de
la misma de grupos muy importantes como La Corriente Crítica, que decidió
abandonar al PRI en 1987, no son expresiones de transfuguismo político sino de
lo que aquí he llamado movilidad política. De hecho, dichas escisiones fueron
decisivas en la ulterior crisis del viejo régimen y su reemplazo por uno
democrático.
4. La
movilidad política durante la transición no sólo acompañó a la fragmentación y
ruptura de la coalición dominante sino que modificó la correlación de fuerzas
entre el partido oficial y la oposición, por la vía electoral. Como se sabe, el
régimen de partido hegemónico obstaculizaba la formación de partidos políticos
y cooptaba a los políticos profesionales de la sociedad, pero, una vez que la
cohesión de la clase política comienza a fragmentarse, se abre un camino inédito
de “concertacesiones” y reformas con los partidos emergentes y se establece un
puente entre la oposición y el régimen. En ese contexto, la movilidad de
actores políticos desde el PRI a la oposición puede considerarse como aceptable
e incluso hasta benéfica, pues acentuó la crisis terminal del régimen
autoritario, gracias a la afirmación del pluralismo y la competencia,
necesarios para una democracia. Pero una vez concretada la alternancia en el
2000, la movilidad de actores políticos perdió esta cualidad y pasó a ser perjudicial
para la incipiente democracia, pues en lugar de fortalecer a los partidos y la
representación, los deslegitima irremediablemente
5. El transfuguismo en México de expriistas se ha
venido incrementando desde que el PRI pasó a ser oposición en 2000 y se
cerraron opciones a su militancia, por lo que migraron a otras fuerzas que les
ofrecían mayores posibilidades de proyección personal. En la práctica, aunque
con variantes, los expriistas tránsfugas se han mantenido consecuentes con el viejo
lema del priismo que consideraba a la política como una rueda de la fortuna: “a
veces estás arriba, a veces estás abajo, pero siempre hay que estar adentro,
para seguir viviendo del presupuesto”. La diferencia es que ahora, para “seguir
adentro” de la política y seguir viviendo del presupuesto había que buscar
otros horizontes partidistas. De algún modo, los tránsfugas expriistas han sido
fieles a su ideario priista original.
6. El incontenible y creciente transfuguismo de
expriistas distinguidos ha minado al PRI y fortalecido a otros partidos
receptores de tránsfugas, pero ni el PRI ha sucumbido con ello ni los otros
partidos tienen asegurado su éxito, si acaso todos han debido renovar sus argumentos
para justificar este fenómeno y salir lo menos raspados en el intento. Para
unos, los tránsfugas son traidores de los ideales legítimos y las causas
populares que enarbola su partido, y para los otros los tránsfugas son
políticos que han optado por romper con el pasado autoritario para sumarse a
las filas de la auténtica democracia. Pero como quiera que sea, siempre
permanece un estigma para con los tránsfugas, percibidos como políticos de
convicciones relajadas que se acomodan a todo.
7. En la práctica el transfuguismo en México ha sido
tan oportunista que en lugar de fortalecer al sistema de partidos, en su
legitimidad y grado de competencia, lo vulnera, por cuanto se percibe como un
conjunto de acomodos convenientes para todos los partidos. Además, el transfuguismo
mina la credibilidad de la democracia, pues los partidos quedan exhibidos como
pragmáticos y sin convicciones, algo mal visto por la sociedad; lo mismo puede
decirse de las alianzas y las coaliciones entre partidos ideológicamente antagónicos.
El resultado es una democracia desacreditada, gobernada en los hechos por una
nueva partidocracia, igual de ambiciosa y cínica que el partido hegemónico de
la era autoritaria.
8. La pérdida de credibilidad de los partidos
receptores también ha motivado, aunque todavía de manera muy aislada, que ellos
mismos se conviertan en proveedores de tránsfugas, abonando al descrédito del
sistema representativo en su conjunto, siendo ésta una de las consecuencias no
intencionadas del trasfuguismo. Sin embargo, si este fenómeno ha prosperado ha
sido también gracias a la complicidad de la sociedad que en lugar de castigarlo
no votando por los tránsfugas, muchas veces los respalda y legitima, o sea que
el transfuguismo no sólo responde a cuestiones estructurales, como el conjunto
de estímulos asociados con el ejercicio del poder público, sino también
culturales, muy arraigados socialmente.
9. Dado que el transfuguismo se ha extendido a todos
los partidos, aunque predomina el de políticos priistas hacia las otras fuerzas
políticas, se pueden establecer diversas gradaciones del fenómeno dependiendo
de las distancias ideológicas entre los partidos. Así, por ejemplo, es más
grave en términos de inconsistencia ideológica el tránsfuga que salta del PRI,
partido socialdemócrata o de centro moderada, al Partido Acción Nacional (PAN),
partido demócrata liberal, de derecha y católico, que el que lo hace del PRI al
PRD, partido de izquierda socialdemócrata. Pero más grave aún es el tránsfuga
que salta del PAN al PRD, o sea de la derecha a la izquierda, o viceversa, pues
al menos en el papel son partidos ideológicamente antagónicos.
10. El transfuguismo desde el PRI a otros partidos en
contextos regionales ha sido un factor decisivo para el realineamiento
partidista y el nivel de competitividad electoral, amén de otros factores como
la propia fragmentación del PRI. A su vez, el transfuguismo a nivel regional
tiene una buena explicación en el declive del corporativismo como eje
articulador del quehacer político local. Finalmente, el transfuguismo genera
una baja institucionalización del sistema de partidos en las entidades y una
exigua calidad de la representación política.[11]
11. El transfuguismo en México no sólo se explica por
la ambición de los tránsfugas, sino que responde a una descomposición paulatina
de un partido hegemónico que se sostenía en el poder mediante fraudes
electorales y una férrea disciplina de sus militantes (existían alternativas,
pero marginales), lo que motivó a construir un pluralismo mediante el transfuguismo.
Asimismo, aunque es innegable que varios tránsfugas lo son por oportunismo
electoral, también ha habido una gran incoherencia programática de los partidos
que estimula el transfuguismo. Por ello, este fenómeno se percibe en México de
manera todavía ambigua, cosa que no ocurre en democracias maduras donde es muy
mal visto y severamente castigado por los electores.
12. Además, visto culturalmente, el transfuguismo
también sería ambivalente en México. Por una parte refuerza la idea de que los
mexicanos somos un pueblo de convicciones relajadas, como resultado de su
ambivalencia de origen, pero también, en tiempos recientes, como un pueblo que
se rebela al yugo, mediante escisiones y rupturas.[12]
Pero, como hemos dicho, no debe confundirse el transfuguismo con las rupturas y
escisiones que ocurrieron de manera aislada en la era autoritaria. De hecho, el
transfuguismo es una condición de la democracia, mientras que las rupturas son
propias de regímenes autoritarios. En México sólo puede hablarse de
transfuguismo muy a finales del siglo XX, con la transición democrática.
13. El transfuguismo en la era democrática no tiene
nada que ver con la movilidad
política de antaño, nacida de una confrontación de ideas e ideales, como lo
fue, por ejemplo, el desprendimiento cardenista del PRI o la escisión
"forista" del PAN. Lo que hoy presenciamos es un ejercicio llano de transfuguismo
por cálculos fundamentalmente personales. Realismo laboral en su estado puro. Para
los tránsfugas, el gobierno es un botín que alguien ganará y por eso hay que
alinearse en las filas del triunfador. Lo que prevalece es la tendencia acomodaticia,
invocan a lo que ellos llaman “sus convicciones profundas”. Y en su nombre buscan
nuevos horizontes.
14.
El transfuguismo es síntoma de algo más grave aún: la ausencia de referentes ideológicos
mínimos en un país dominado tradicionalmente por una cultura desprejuiciadamente
pragmática. Una de las grandes ventajas del viejo sistema político es que
siendo autoritario carecía de ideología fija, por eso fue menos opresivo y
flexible. Las ideas han sido lo menos importante para la formación de la clase
política. En este país el poder ha sido un fin en sí mismo. Por eso, de algún
modo, el transfuguismo que hoy vemos es una continuación de esa cultura priista,
que en la ausencia de ideas era una ventaja para saltar de un grupo al otro.
Desde esta perspectiva, el problema no son los oportunistas, pues esos los ha
habido siempre, sino que los partidos son cascarones carentes de ideas, auténticas
oficinas de colocación. El juego político democrático no ha consistido en ganar
las elecciones para conducir la historicidad del país, sino para instalarse en
el gobierno.[13]
15.
Con todo, el transfuguismo sigue generando la alternancia vía elecciones competitivas.
Pero su persistencia ha vuelto cada vez más patológica la vida política, ha
puesto en crisis el sistema representativo, y el sistema de partidos se transforma
sustancialmente en una partidocracia. En suma, la democracia se deslegitima
abriendo el camino a su eventual colapso a manos de líderes populistas y/o
anti-políticos. En otras palabras, el transfuguismo muestra no sólo la
inestable democracia interna de los partidos, sino también los límites de la
propia democracia representativa, la miseria de la representatividad de los
elegidos y la generalizada corrupción del quehacer político.
16.
Con el transfuguismo también está en cuestión la propia calidad o alcance de la
alternancia, pues ahí donde un tránsfuga logra ocupar un cargo de
representación popular como candidato de un partido que por esa vía conquista
el poder y propicia la alternancia, casi siempre formará su gabinete con
personas de su confianza vinculadas más con el partido de origen que con el que
lo postuló. Es decir, la alternancia se vuelve algo más formal que real, amén
de que se inhibe la recirculación de los cuadros políticos y el recambio
generacional de los mismos.
17.
El transfuguismo puede tener, como efecto colateral, el fortalecimiento de la oposición.
Si bien es cierto que su práctica es reprobable, sus partidarios siempre
encuentran pretextos para justificarlo. De hecho, el contenido y las formas del
transfuguismo varían de una elección a otra. En el pasado el PRI podía en
ciertos casos reciclar a sus ex militantes, pero ahora eso es prácticamente
imposible. Las lealtades partidistas se premian cada vez más, y las
deslealtades son cada vez más repudiadas por los propios militantes.
18.
El transfuguismo, sin embargo, no debería ser una práctica recurrente de la
política. La formación de cuadros dirigentes, el reclutamiento político y la programación
ideológica son tareas permanentes de los partidos políticos. El predominio del
poder invisible en los partidos estimula la partidocracia y el transfuguismo,
una representación política sustentada en la repartición de prebendas sólo
puede generar involuciones democráticas.
19.
En suma, el transfuguismo pone en evidencia varias cosas: ausencia de un
sistema de partidos fuerte, o sea con partidos institucionalizados; crisis de
la representación política; ausencia de vías institucionales de comunicación e
información entre representantes y representados; escaso desarrollo y fomento
de una cultura política basada en el pluralismo y la diferenciación ideológica;
escasa cohesión programática e ideológica en las organizaciones partidistas;
marcado pragmatismo que lleva a los partidos a convertirse en maquinarias
electorales antes que en expresión de la diversidad de intereses sociales;
débil arraigo social de los partidos con la consecuente movilidad partidista
electoral; y cambios en la oferta electoral donde lo que importa son los
candidatos más que los partidos o sus líneas programáticas.[14]
20.
A lo anterior hay que sumar las ambigüedades normativas prevalecientes en
materia electoral y de partidos, que de algún modo apuntalan el transfuguismo,
ya sea por ausencia de sanciones rígidas a los partidos que violentan la ley,
ya sea porque no existe una ley de partidos que regule pormenorizadamente las
actividades y características de los mismos, ya sea porque otorga amplias
prerrogativas y privilegios a los partidos, ya sea porque carece de medidas de
contrapeso a los partidos o para exigirles que se responsabilicen ante la
sociedad, como podrían ser la revocación de mandato, la reelección continua, la
iniciativa popular y otras formas de democracia directa, entre otras muchas opciones.
Pero una cosa es la permisividad de la ley, que alienta indirectamente el
transfuguismo, con todo y sus consecuencias negativas para la democracia, y
otra muy distinta es legislar sobre la materia de manera directa, introduciendo
candados y obstáculos al transfuguismo, lo cual sería, como trataré de
demostrar en el siguiente apartado, contradictorio con la propia democracia.
4. ¿Legislar o no
legislar?
Una manía —y una desgracia— del Poder Legislativo en
México (o mejor, de los partidos con representación en el mismo) ha sido la de
legislar con una visión cortoplacista, como queriendo apagar incendios con
cubetas, aquejado por la coyuntura, sin más horizonte que el presente. No voy a
repetir aquí lo que he sostenido en muchas otras partes sobre la apremiante
necesidad de una reforma integral a la Constitución que permita actualizar en
clave democrática todo el andamiaje normativo e institucional del país,[15]
pero sí insistiré que en ausencia de dicha reforma del Estado, todas las
reformas aisladas que se aprueben serán inútiles e insuficientes para apuntalar
a nuestra democracia y superar el actual estado de defección que la aqueja a
apenas una década de ser estrenada. En esa perspectiva, el reto no es reconocer
focos de peligro y buscar soluciones normativas aisladas a cada uno, sino tener
una visión de conjunto y la voluntad política para edificar un auténtico Estado
de derecho a la altura de los enormes desafíos que supone construir la
democracia después de la larga noche autoritaria.
Huelga
decir que en el México postautoritario no sólo no ha existido esa voluntad
política sino que prevalece un sistema de incentivos muy rentables derivados de
ocupar el poder público que simplemente desalientan a los partidos a avanzar en
esa dirección. Por ello, seguimos instalados en el cortoplacismo y el
gradualismo en lo que a reformas legislativas se refiere, con la consecuencia
de avanzar hacia un régimen a medio camino entre el autoritarismo y la
democracia, un auténtico híbrido institucional que ha terminado por dar por
normal lo que en realidad son perversiones de la democracia, como la existencia
de un presidente advenedizo o de una partidocracia sin contrapesos efectivos.[16]
Por ello, no hay reforma que alcance sino es para dar pena o de plano para
hundirnos todavía más. Ahí está, por ejemplo, la insufrible reforma electoral
de 2007 que en lugar de apuntalar la democracia electoral la mancilla,
imponiendo restricciones a la libertad de expresión; o la reforma política que
actualmente se discute en el Congreso que de tantas modificaciones cautelares y
candados aplicados por los partidos dejó de ser tanto reforma como política.
A
continuación me referiré a ambas reformas para colocar en perspectiva la actual
discusión sobre las iniciativas que hoy existen para frenar de algún modo el
transfuguismo y evitar así sus consecuencias nocivas para la democracia
electoral.
El
mejor ejemplo de una reforma enferma de coyuntura es la electoral de 2007, o
sea una reforma tan cortoplacista que muy pronto exhibió sus inconsistencias y
despropósitos. En efecto, las modificaciones introducidas entonces proponían mecanismos
legales para revertir e impedir en el futuro los errores y los excesos que se
presentaron en ocasión de las elecciones federales del 2006 y que pusieron en
riesgo la contienda y dañaron la imagen del Instituto Federal Electoral (IFE)
en lo que a su credibilidad y eficacia se refiere. Así, por ejemplo, según consta
en la exposición de motivos de la iniciativa de cambios constitucionales en
materia electoral, los partidos detectaron los siguientes puntos débiles a
partir de los comicios federales del 2006: un excesivo protagonismo de los
medios de comunicación en los procesos electorales con el afán de influir en
los resultados en sintonía con sus intereses particulares; un uso excesivo de
descalificaciones y denuestos entre partidos y candidatos fuera de las reglas
elementales de la convivencia entre adversarios; un gasto excesivo de los
partidos en la promoción de sus campañas en los medios de comunicación; una desmesurada
exposición mediática de actores políticos con recursos públicos en tiempos
electorales y que influían en los resultados; una intervención mediática no
controlada de la iniciativa privada a favor o en contra de ciertos partidos o
candidatos; un Consejo General del IFE cuya eventual inexperiencia pudo poner
en riesgo la credibilidad de los comicios. Adicionalmente, haciendo eco de una
percepción dominante entre los ciudadanos, los partidos coinciden en que los
tiempos y los gastos de las campañas eran excesivos.
En correspondencia con este
diagnóstico de coyuntura, las reformas electorales del 2007 buscaban frenar
estos potenciales nudos de conflicto. Así, por ejemplo, se establecen
facultades al IFE para evitar mediante sanciones estrictas que los medios y la
iniciativa privada vuelvan a tener un papel demasiado activo durante las
campañas; se impide que el Presidente de la República, los gobernadores y los
alcaldes hagan publicidad durante las campañas; se establece que el IFE
administre los tiempos del Estado en los medios para que los partidos y los
candidatos difundan sus propuestas, al tiempo que se prohíbe la contratación de
espacios fuera de los tiempos oficiales; se establece que la publicidad de los
partidos no podrá contener expresiones que “denigren” a las instituciones y a
los propios partidos o que calumnien a las personas; se reducen los gastos y
los tiempos de campaña y precampaña; se establece un mecanismo de renovación
escalonada de los miembros del Consejo General del IFE.[17]
Como se puede observar el sentido
y la orientación de estas reformas está directamente conectado con la
coyuntura, o mejor con la lectura que los propios partidos hicieron acerca del
proceso electoral de 2006. En principio, proceder así es normal y lógico, pues
toda reforma responde a una serie de circunstancias percibidas como negativas y
susceptibles de corregirse. El problema está más bien en que la coyuntura no siempre
es el mejor rasero (o cuando menos no el único) para introducir cambios
normativos de largo aliento, cambios con una perspectiva de larga duración y
que abonen de manera eficaz e inequívoca a la maduración y la consolidación de
la democracia electoral sin necesidad de someter a examen periódico sus reglas
cada vez que la realidad muestre cuán insuficientes son. Más aún, mirar con el
prisma de la coyuntura implica muchas veces mirar exclusiva o primordialmente
desde los agravios y los posibles resarcimientos particulares o de grupo,
quedando en segundo término los intereses superiores y de largo plazo, que son
los de la nación en toda su heterogeneidad y diversidad. Por esta vía, los
remedios terminan siendo casi siempre tan coyunturales como el propio
diagnóstico; o sea tentativos y provisionales. Pero el problema no son sólo las
omisiones. Incidir en la realidad desde una lectura ensimismada por la
coyuntura también puede llevar a ciertos despropósitos o errores de
apreciación; es decir a sobredimensionar algunos temas y descuidar otros,
alentando soluciones drásticas o incluso contradictorias con ciertos preceptos
o libertades que a juzgar por muchos no sería prudente acotar o restringir, lo
cual constituye el caldo de cultivo idóneo para que los actores inconformes o
directamente afectados interpongan recursos de amparo contra la ley o incluso
controversias constitucionales. Por ejemplo, si se percibe que los medios
incidieron en demasía en el proceso electoral, por qué no entonces regular sus
contenidos en futuras contiendas. El problema es que “regular” muy bien puede
confundirse con “censurar” si antes no se define claramente lo que se pretende.
Huelga decir que por esta vía los artífices de las reformas —señaladamente los
partidos mayoritarios— se verán enfrentados invariablemente a un caudal de
críticas por una presunta extralimitación en sus funciones y atribuciones con
tal de mantener sus propios intereses. De hecho, no son pocas las voces que han
hablado de “partidocracia” para referirse a la actuación de los partidos con
esta reforma, entendiendo por ello una perversión de la democracia en la que no
existen suficientes mecanismos formales para contrarrestar o limitar el poder
de facto de los partidos mayoritarios. Otras voces, por su parte, han señalado
que no existen aún los incentivos necesarios para que los partidos vean
disminuir sus muchas prerrogativas por la vía de reformas legales que sólo los
propios partidos están facultados para introducir. Finalmente, por sus
omisiones y excesos, algunos más han afirmado que la reforma en cuestión es
impopular o incluso que constituye una contrarreforma electoral; es decir un
retroceso en lugar de un avance. Lamentablemente, todas estas interpretaciones
tienen algo de verdad. La reforma electoral presenta avances indudables, pero
el peso de las omisiones y la existencia de algunos despropósitos en la misma
terminan restándole fuerza y aquiescencia.
Para efectos del presente ensayo,
quisiera resaltar uno de los aspectos más controversiales de la reforma
electoral: la reglamentación de los contenidos de las campañas. La intención de
ello es clara: evitar en el futuro campañas de denuesto que se salgan de los
márgenes de lo políticamente correcto. El problema es que las fronteras entre
la regulación de prácticas y conductas y la libertad de expresión suelen ser
muy sutiles y siempre motivará controversias. Así, por ejemplo, reglamentar los
contenidos de las campañas no puede hacerse sin imponer unos criterios muy
subjetivos y endebles: ¿quién puede establecer, por ejemplo, cuando algo es
“denigrante” o no lo es? Además, de acuerdo con la experiencia de muchas
democracias consolidadas en el mundo, la negatividad de las campañas no es algo
condenable per se. Según este
criterio, corresponde sólo a los ciudadanos premiar o castigar a los candidatos
por sus exabruptos o su discreción. Implícito pues en toda tentativa de regular
los contenidos de las campañas para que se desarrollen según normas de respeto
y prudencia, suele esconderse una concepción que subestima a los ciudadanos en
sus capacidades de discernir por sí mismos sus preferencias, una concepción
paternalista de la política que concibe a los ciudadanos como menores de edad.
Asimismo, en caso de difamación y calumnias, ya existen los instrumentos legales
para que los afectados interpongan una demanda y puedan resarcir el daño moral.
Con estas consideraciones se puede
ejemplificar uno de los riesgos de reformar una ley a partir de ponderar
exclusivamente cuestiones coyunturales. Por esta vía es común que se
sobredimensionen algunos aspectos en detrimento de otros. El resultado puede
ser acortar ciertas libertades en aras de solucionar un problema específico.
Quizá la medicina puede ser eficaz, pero si causa daños colaterales graves, no
hay más remedio que cambiarla. Precisamente por ello, al prosperar ahora este
tipo de soluciones, no pasará mucho tiempo para que se deroguen. Ninguna
democracia puede levantarse si no es en el piso firme de los derechos y las
libertades individuales.
Sirva este ejemplo para mostrar la
improcedencia de una reforma legal que busque desalentar o impedir el
transfuguismo político. En efecto, que el transfuguismo sea un fenómeno que
mine la credibilidad y la legitimidad de la democracia no significa que debe
prohibirse o controlarse en automático, pues hacerlo afectaría otros derechos
consustanciales a la democracia, como la libertad política o el derecho de
reunión y de profesar la ideología que cada quien prefiera. Por este simple
hecho, legislar en materia de transfuguismo es un despropósito contradictorio
incluso con los derechos superiores consagrados en nuestra Carta Magna. Además,
de nueva cuenta, se estaría pecando de paternalismo, al intentar precaver a los
ciudadanos de políticos oportunistas que no saben más que acomodarse a lo que
más les conviene, sin más fidelidad que a sus intereses personales. A estas
alturas, una reforma paternalista termina negando a los ciudadanos su condición
de ciudadanos, pues los concibe como sujetos incapaces de opinar y decidir por
sí mismos de manera madura. Seguir alimentando este tipo de criterios es
incompatible con la democracia. Las sociedades pueden equivocarse, pero eso no
supone conculcarles su plena soberanía para decidir en los asuntos públicos.
Toca a los ciudadanos y sólo a ellos premiar o castigar desde sus propias
escalas de valores los excesos e inconsistencias de sus representantes, como
sería el propio transfuguismo, votando o no por ellos, como debería ocurrir
también con los candidatos en campaña que descalifican a sus contrincantes sin
ningún reparo. Sólo desde una concepción que no escamoteé estos derechos a los
ciudadanos puede construirse un auténtico Estado de derecho. En suma, legislar
para prohibir el transfuguismo es una mala idea, una medicina que traería
efectos negativos colaterales.
¿Qué hacer entonces? De nuevo, la
solución es avanzar decididamente en reforma estructurales que apuntalen la
democracia, restrinjan privilegios a los partidos y otorguen a los ciudadanos
más facultades para participar en los asuntos públicos. Este era precisamente
el espíritu de la así llamada Reforma Política enviada por el Poder Ejecutivo
al Congreso en el 2009 y que en el camino se ha venido desdibujando, hasta convertirse
en un pastiche sin pies ni cabeza. Conviene referir esta reforma porque quizá
es en las actuales condiciones lo más a lo que podemos aspirar para revertir
algunas de las tendencias negativas que dañan nuestra democracia y que
indirectamente puedan inhibir o desalentar prácticas perversas, como el propio
transfuguismo político.
Al anunciar la reforma política, el
presidente Felipe Calderón la hizo aparecer como la reforma del Estado que el
país requiere. Pero esto es insostenible. La reforma propuesta por Calderón es
tan sólo una que mira a corregir algunos aspectos aislados de nuestro régimen
político, pero no al régimen en su conjunto. Conviene pues, no confundirlas.
Sólo puede hablarse de reforma del Estado en presencia de una reforma integral
del andamiaje normativo e institucional que heredamos prácticamente intacto del
viejo régimen autoritario y, por lo mismo, incompatible con las exigencias y
necesidades de una democracia. En ese sentido, la iniciativa de reforma enviada
por Calderón sólo propone cambios en algunos aspectos muy localizados, sobre
todo en materia de democracia electoral, tales como reelección de diputados y
senadores, segunda vuelta electoral, candidaturas independientes, iniciativa
popular, reducción del número de diputados y senadores, entre otras, y se dejan
de lado otros temas igualmente cruciales para apuntalar nuestra democracia,
tales como el federalismo, la rendición de cuentas, la revocación de mandato,
la ley de medios, una auténtica ley de transparencia, una ley de partidos, el
equilibrio de poderes, entre muchos otros. Por eso debemos insistir que la
reforma política anunciada por Calderón, aunque toca aspectos importantes, no
es suficiente por sí sola para reformar nuestro entramado institucional ni
califica para ser llamada reforma del Estado, como los voceros de Calderón han
querido venderla a la ciudadanía.
Pero si exagerar las virtudes de
la reforma política propuesta por Calderón es un engaño, escamotearla sólo
puede hacerse desde la mentira y la simulación. Más específicamente, si la
reforma de Calderón es de por sí limitada, denostarla o descalificarla para no
aprobarla sólo puede hacerse desde la mezquindad política, pues en el fondo los
partidos no están dispuestos a perder sus privilegios, mucho menos si hacerlo
depende de ellos mismos mediante reformas como ésta. Que quede claro. Las
reformas propuestas son limitadas, pero es lo mínimo de lo mínimo a lo que
podemos aspirar en tiempos de cinismo político como el que padecemos. En ese
sentido, el debate no es si las reformas propuestas son buenas o son malas, si
son contraproducentes o no, si son
técnicamente pertinentes o viables, etcétera, el tema es más bien si son necesarias o no en la perspectiva
de apuntalar nuestra democracia. Ya vimos que tal y como están formuladas no
son suficientes, pero eso no significa que no sean necesarias, o sea, aunque
limitadas y parciales, son importantes para ir viendo un avance, comenzando por
restarle privilegios a los partidos y lograr mejores equilibrios entre los
poderes. Por todo ello, así como sostener que la reforma de Calderón es una
gran reforma es una falacia, decir que las propuestas contenidas en ella no son
necesarias también lo es. En realidad, los contenidos de la reforma propuesta
por Calderón son tan básicos y elementales, que lo sorprendente es que nuestra
joven democracia pueda preciarse de serlo sin haberlos incorporado hasta ahora,
o sea que no hay ninguna razón, ni técnica, ni jurídica, ni arquitectónica, que
justifique su ausencia. De hecho, ninguna democracia en el mundo califica hoy
como tal en ausencia de tales contenidos elementales, como son la reelección de
diputados y senadores, alcaldes y gobernadores, la reducción del número de
legisladores, el incremento de los topes exigidos para que los partidos
mantengan su registro, las candidaturas independientes, la segunda vuelta
electoral, etcétera. Ninguno de estos tópicos debería estar a discusión,
simplemente son indispensables. Llenarlos de objeciones y dudas técnicas sólo
constituye un ardid para desecharlas.[18]
Así, por ejemplo, oponerse hoy en
día a la reelección de nuestros representantes sólo puede hacerse con la
intención de asegurar y preservar los caudillismos y los cotos de poder que la
no reelección ha alimentado en tiempos de alternancia. La verdad es que la
reelección de nuestros representantes es fundamental para conferir a los
ciudadanos la capacidad de premiar o castigar a nuestras autoridades y, en esa
medida, estimular a estos últimos a gobernar en tensión creativa con los
ciudadanos. Si las cúpulas partidistas se oponen a esta medida es porque les
sustrae capacidad para seguir manipulando clientelarmente la asignación de
candidatos y curules, según la lógica que sostiene que lo que pierden los
partidos lo conquistan los ciudadanos. Pero así como la reelección resulta
fundamental para toda democracia, al grado que hoy es difícil encontrar
democracias que la proscriben, debemos señalar que esta iniciativa es
insuficiente si no se introducen paralelamente mecanismos formales para la
revocación de mandato y la rendición de cuentas.
En una línea similar de
preocupaciones, la iniciativa de reforma de Calderón contempla la iniciativa
popular, para que los ciudadanos puedan incidir en los procesos legislativos y
proponer puntos en la agenda. En primera instancia, oponerse a cuestiones tan
elementales y básicas como ésta sería estúpido, sin embargo más de un “experto”
o líder partidista lo hizo, en el colmo del cinismo. Por mi parte, sólo diría
que la iniciativa ciudadana es una facultad indispensable para cualquier
democracia moderna, y que abría que contemplar también otras prerrogativas
vecinas como el referéndum y el plebiscito, instrumentos cada vez más
socorridos para garantizar la rendición de cuentas y la reciprocidad.
En fin, avanzar en reformas
estructurales como las referidas constituye el único camino viable para
apuntalar nuestra maltrecha democracia y conjurar prácticas perversas y dañinas
como el transfuguismo político. Pero me temo que no existen todavía las
condiciones óptimas para ello. Aquí no hay alquimia ni magia, simplemente no
existen todavía los incentivos suficientes para que los partidos políticos
renuncien por la vía de reformas normativas que corresponde a ellos mismos
aprobar, a algunas de las muchas prerrogativas y privilegios con los que hoy
cuentan. Conviene no olvidar que la partidocracia en la que mutó nuestro
sistema político después de la alternancia es una perversión de la democracia
igual de nefasta y nociva que el hegemonismo de un partido que padecimos en la
era autoritaria del viejo régimen.
Por todo ello, legislar en materia
de transfuguismo no sólo es contradictorio con los principios y libertades
fundamentales consagrados en la Constitución, sino también inútil, por cuanto
sería una reforma cosmética y superficial que poco ayudaría a resolver los
problemas de fondo o estructurales de nuestra maltrecha democracia. Quizá
nuestro país ya perdió definitivamente el tren que podía conducirlo hacia un
auténtico Estado de derecho. En lugar de ello, quizá debamos acostumbrarnos a
vivir en un híbrido entre el autoritarismo y la democracia, hasta que los
fantasmas de la ingobernabilidad y la violencia vuelvan a manifestarse.
5. Una
pregunta final
Que el gradualismo haya sido en el pasado reciente la
estrategia dominante para avanzar en la transición tiene mucho sentido. Antes
se buscaba preservar al régimen priista a toda costa, como abrir cautamente la
arena electoral. De hecho, la elite gobernante siempre pudo imponer a
conveniencia sus preferencias y opciones en las reformas electorales, con una lógica
minimalista más que maximalista. Pero esto que resulta obvio en el pasado, no
tiene sentido en el presente, una vez que hemos llegado a la democracia por la
vía de la alternancia. Hoy quizá haya razones que expliquen pero no que
justifiquen
el gradualismo como estrategia para “perfeccionar” las leyes vigentes. Si el
minimalismo tuvo buenas razones en el pasado, poner al día nuestra democracia
hoy para que funcione adecuadamente exige por parte de todos los actores
políticos una estrategia maximalista, despojada de intereses inmediatistas o
cortoplacistas. En la actualidad, una vez que ha cristalizado la alternancia y
se ha dejado atrás al autoritarismo, no deberían caber posiciones timoratas y
gradualistas para emprender las reformas que el país tanto necesita. ¿Hasta
cuándo?
[1] J. Reniu Vilamala, “La representación política
en crisis: el transfuguismo como estrategia política”, en J. Porras Antonio
(ed.), El debate sobre la crisis de la representación política, Madrid,
Tecnos, 1996, pp. 45-72.
[2]
Para una definición del concepto de movilidad política y otros afines, remito a
mi libro C. Cansino, Conceptos y
categorías del cambio político, México, IEESA, 2002.
[4]
J. Reniu Vilamala, op. cit., p. 46. Etimológicamente, tránsfuga
es la “persona que huye de una parte a otra, de un partido a otro”. Según el
Diccionario de la Real Academia Española también se asocia con “mudar casaca” o
“chaquetear”.
[5] Sobre este tema véase N. Bobbio, La
duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea, Barcelona, Paidós, 1988.
[6] Por realineamiento electoral se entiende el cambio de la
identificación de preferencias partidistas, la identificación de grupos de
apoyo partidario, la continuidad y discontinuidad de etapas electorales,
etcétera. Un realineamiento implica un proceso político integral de
modificación regional y estadística en las preferencias electorales.
[7] Según la teoría más aceptada sobre los incentivos, son un
componente central en el proceso de institucionalización de los partidos y en
la configuración de las coaliciones dominantes. Los incentivos son los
elementos materiales y morales que se asignan o retribuyen a quienes participan
en el mantenimiento de la organización, y están condicionados por el grado de
participación y los intereses que persigue cada miembro del partido. A. Panebianco,
Modelos de partido, Madrid, Alianza,
1990.
[8]
Véase, por ejemplo, A.O. Hirschman,
Salida, voz y lealtad. Respuestas al
deterioro de empresas, organizaciones y estados, México, FCE, 1977.
[9]
Al respecto véase C. Cansino, La muerte
de la ciencia política, Buenos Aires, Random House, 2008
[10]
Debo esta idea a D.M. Velázquez Caballero, Transfuguismo
político y realineamiento electoral en la sierra Mixteca de Puebla, 1989-2004. La
construcción de la democracia local, Tesis para obtener el grado de Doctor
en Historia y Estudios Regionales, Universidad Veracruzana, 2005.
[12]
Para documentar esta ambivalencia cultural remito a mi ensayo: C. Cansino, Entre el estoicismo y la esperanza. Un
ensayo sobre el excepcionalismo mexicano, México, Océano, 2012.
[13]
Como sostiene L. Curzio: “Si
el autoritarismo pragmático era un fardo menos pesado, una democracia sin ideas
ni referentes deja al país a la merced de una clase política cuya motivación
única es apropiarse del botín por la vía que sea”. L. Curzio, “El transfuguismo
político”, El Universal, México, 26
de septiembre de 2005.
[14]
Al respecto véase: W. Masgo
Manco, “Cambio y transfuguismo en la representación política”, 25 de julio de
2001 (www.politikaperu.com).
[15]
Al respecto véase C. Cansino, El desafío
democrático. La transformación del Estado en el México postautoritario,
México, JUS, 2004.
[16]
Al respecto véase C. Cansino y G. Nares,
La fragilidad del orden deseado. México entre revoluciones, México, BUAP,
2011.
[17]
Un análisis puntual de la reforma electoral de 2007 puede encontrarse en C.
Cansino, El evangelio de la transición,
México, Debate, 2008, cap. IX.
[18]
Un análisis puntual de la Reforma Política presentada por el presidente Felipe
Calderón puede encontrarse en C. Cansino y G. Nares, La fragilidad… cit., Epílogo.
Un tema poco mencionado pero que resalta en el contexto contemporáneo de la política mexicana. Simplemente excelente.
ResponderEliminarMuy bueno. La incipiente democracia en México esta generando nuevos fenomenos en la transcición.
ResponderEliminarMax Arturo