lunes, 20 de febrero de 2012

©Crónica de la muerte anunciada de una reforma electoral







Hoy todos admiten que la Reforma Electoral de 2007 produjo una ley ridícula, pero cuando lo argumenté en ese año todos me criticaron. Por ello reproduzco aquí este ensayo sobre las inconsistencias de la ley electoral, no sin recurrir al consabido y pedante: "se los dije".


1. El peso de la coyuntura*

Era inevitable que las reformas constitucionales aprobadas en materia electoral por el Congreso de la Unión y publicadas en el Diario Oficial de la Federación el 13 de noviembre de 2007, así como las reformas a la ley secundaria —el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE)— aprobadas a fines del mismo año, generaran grandes controversias y posiciones encontradas. La cuestión electoral ha sido desde hace muchos años el eje de la democratización del sistema político mexicano, y al igual que en reformas electorales pasadas la de 2007 ha confrontado a distintas posiciones acerca de la profundidad y la velocidad de los cambios requeridos, la viabilidad y la pertinencia de las reformas, los resultados esperados y sus posibles efectos contraproducentes, en suma, sus límites y perspectivas.

En lo personal he fijado públicamente en varios medios una posición crítica sobre las reformas electorales de 2007 no tanto por sus adiciones, cambios y derogaciones, sino por sus diversas omisiones, mismas que tarde o temprano deberán afrontarse en las instancias legislativas correspondientes tan pronto como los comicios muestren en la práctica que tales asuntos ahora pospuestos o relegados sí son importantes para apuntalar nuestra democracia electoral.

Más específicamente, considero que la principal debilidad de las reformas electorales aprobadas reside en su carácter excesivamente coyuntural. En efecto, tal y como están planteadas, las modificaciones introducidas parecen buscar ante todo los mecanismos legales para revertir e impedir en el futuro los errores y los excesos que se presentaron en ocasión de las elecciones federales del 2006 y que pusieron en riesgo la contienda y dañaron la imagen del Instituto Federal Electoral (IFE) en lo que a su credibilidad y eficacia se refiere. Así, por ejemplo, según consta en la exposición de motivos de la iniciativa de cambios constitucionales en materia electoral, los partidos han detectado los siguientes puntos débiles a partir de los comicios federales del 2006: un excesivo protagonismo de los medios de comunicación en los procesos electorales con el afán de influir en los resultados en sintonía con sus intereses particulares; un uso excesivo de descalificaciones y denuestos entre partidos y candidatos fuera de las reglas elementales de la convivencia entre adversarios; un gasto excesivo de los partidos en la promoción de sus campañas en los medios de comunicación; una excesiva exposición mediática de actores políticos con recursos públicos en tiempos electorales y que pueden influir en los resultados; una intervención mediática no controlada de la iniciativa privada a favor o en contra de ciertos partidos o candidatos; un Consejo General del IFE cuya eventual inexperiencia puede poner en riesgo la credibilidad de los comicios. Adicionalmente, haciendo eco de una percepción dominante entre los ciudadanos, los partidos coinciden en que los tiempos y los gastos de las campañas son excesivos.

En correspondencia con este diagnóstico de coyuntura, las reformas electorales del 2007 buscan frenar estos potenciales nudos de conflicto. Así, por ejemplo, se establecen facultades al IFE para evitar mediante sanciones estrictas que los medios y la iniciativa privada vuelvan a tener un papel demasiado activo durante las campañas; se impide que el Presidente de la República, los gobernadores y los alcaldes hagan publicidad durante las campañas; se establece que el IFE administre los tiempos del Estado en los medios para que los partidos y los candidatos difundan sus propuestas, al tiempo que se prohíbe la contratación de espacios fuera de los tiempos oficiales; se establece que la publicidad de los partidos no podrá contener expresiones que “denigren” a las instituciones y a los propios partidos o que calumnien a las personas; se reducen los gastos y los tiempos de campaña y precampaña; se establece un mecanismo de renovación escalonada de los miembros del Consejo General del IFE. Adicionalmente, en respuesta a los reclamos por mayor transparencia de los partidos en el manejo de sus recursos, en la iniciativa de ley secundaria se reduce a un 10 por ciento el financiamiento privado y se faculta al IFE para vigilar los recursos públicos que ejercerán los partidos sin restricciones por los secretos bancario, fiscal o fiduciario.

Como se puede observar el sentido y la orientación de estas reformas está directamente conectado con la coyuntura, o mejor con la lectura que los propios partidos han hecho acerca del proceso electoral del 2006. En principio, proceder así es normal y lógico, pues toda reforma responde a una serie de circunstancias percibidas como negativas y susceptibles de corregirse. El problema está más bien en que la coyuntura no siempre es el mejor rasero (o cuando menos no el único) para introducir cambios normativos de largo aliento, cambios con una perspectiva de larga duración y que abonen de manera eficaz e inequívoca a la maduración y la consolidación de la democracia electoral sin necesidad de someter a examen periódico sus reglas cada vez que la realidad muestre cuán insuficientes son. Más aún, mirar con el prisma de la coyuntura implica muchas veces mirar exclusiva o primordialmente desde los agravios y los posibles resarcimientos particulares o de grupo, quedando en segundo término los intereses superiores y de largo plazo, que son los de la nación en toda su heterogeneidad y diversidad. Por esta vía, los remedios terminan siendo casi siempre tan coyunturales como el propio diagnóstico; o sea tentativos y provisionales. Pero el problema no son sólo las omisiones. Incidir en la realidad desde una lectura ensimismada por la coyuntura también puede llevar a ciertos despropósitos o errores de apreciación; es decir a sobredimensionar algunos temas y descuidar otros, alentando soluciones drásticas o incluso contradictorias con ciertos preceptos o libertades que a juzgar por muchos no sería prudente acotar o restringir, lo cual constituye el caldo de cultivo idóneo para que los actores inconformes o directamente afectados interpongan recursos de amparo contra la ley o incluso controversias constitucionales. Por ejemplo, si se percibe que los medios incidieron en demasía en el proceso electoral, por qué no entonces regular sus contenidos en futuras contiendas. El problema es que “regular” muy bien puede confundirse con “censurar” si antes no se define claramente lo que se pretende. Huelga decir que por esta vía los artífices de las reformas —señaladamente los partidos mayoritarios— se verán enfrentados invariablemente a un caudal de críticas por una presunta extralimitación en sus funciones y atribuciones con tal de mantener sus propios intereses. De hecho, no son pocas las voces que han hablado de “partidocracia” para referirse a la actuación de los partidos con esta reforma, entendiendo por ello una perversión de la democracia en la que no existen suficientes mecanismos formales para contrarrestar o limitar el poder de facto de los partidos mayoritarios. Otras voces, por su parte, han señalado que no existen aún los incentivos necesarios para que los partidos vean disminuir sus muchas prerrogativas por la vía de reformas legales que sólo los propios partidos están facultados para introducir. Finalmente, por sus omisiones y excesos, algunos más han afirmado que la reforma en cuestión es impopular o incluso que constituye una contrarreforma electoral; es decir un retroceso en lugar de un avance. Lamentablemente, todas estas interpretaciones tienen algo de verdad. La reforma electoral presenta avances indudables, pero el peso de las omisiones y la existencia de algunos despropósitos en la misma termina restándole fuerza y aquiescencia.

En suma, es posible detectar dos tipos de problemas en las reformas electorales de 2007: las omisiones y ciertos despropósitos. En virtud de ello, esta reforma presenta hasta cierto punto una paradoja si se compara con reformas electorales precedentes. Mientras que en el pasado, las reformas electorales fueron muy limitadas, graduales y hasta timoratas debido a la hegemonía que el partido gobernante mantenía sobre los procesos legislativos (aunque la reforma de 1996 permitió avances insoslayables debido a la debilidad que para entonces ya acusaba el régimen priista), la reforma de 2007 también resulta insuficiente y gradual pero por otras razones: una visión dominante muy coyuntural de los problemas y defectos de nuestro sistema electoral por parte de los partidos mayoritarios.

En lo que sigue desarrollaré esta tesis, para lo cual examinaré dos cuestiones: el proceso que condujo a las reformas recientes y el contenido de las mismas, tratando de reconocer sobre todo los muchos temas ausentes. Finalmente, con estos elementos, apuntaré algunas vías posibles de aplicación de las reformas constitucionales en la perspectiva de potenciar sus indudables avances en la ley secundaria respectiva.


2. La ruta de las Reformas

La transición democrática en México se ha caracterizado por su carácter tentativo y provisional. Esto se debe a que las elites políticas del régimen priista nunca perdieron el control del proceso de apertura. Por el contrario, con las subsecuentes reformas electorales que promovieron desde la Reforma Política de 1977 hasta la reforma de 1996 sólo buscaban recobrar para el régimen alguna legitimidad que les permitiera mantenerse en el poder. Más que democratización lo que tuvimos fue un largo proceso de liberalización política, es decir de flexibilización lenta y gradual de las restricciones a la competencia y la participación.

Sin embargo, la apertura restringida de la arena electoral generó nuevos equilibrios políticos y alternativas viables al partido del poder que en un contexto de crisis extrema terminaron por acotar al régimen y obligar a la elite gobernante a aceptar su derrota en las urnas. Como resultado, tuvimos una transición por la vía de la alternancia, una transición sin pacto, lo que marca un hecho inédito en las transiciones democráticas y una problemática muy delicada para los gobiernos emergentes que hasta cierto punto no tuvieron que enfrentar otros gobiernos en el mundo emanados de transiciones democráticas exitosas: el rediseño institucional y normativo del nuevo régimen sobre la base del régimen heredado, pero en un contexto altamente competitivo y sin una mayoría afín en el Congreso como para hacer avanzar dichas reformas con alguna certidumbre.

De ahí que México se encuentra después de la alternancia en una suerte de limbo, en el que los valores y las prácticas democráticas surgidas de la transición no pueden ser albergados de manera virtuosa en el entramado institucional y normativo vigente, que no es otro que el heredado del viejo régimen. En virtud de ello, el gran desafío para México en la actualidad es la reforma del Estado, que no es otra cosa que la reforma integral de la Constitución; una reforma que vuelva compatibles y coherentes a nuestras leyes e instituciones, por una parte, y las necesidades y las exigencias de una auténtica democracia, por la otra. Huelga decir que mientras no se avance seriamente en la reforma del Estado, por más importantes que sean los logros en materia democrática, siempre serán insuficientes y en ocasiones hasta contradictorios con las leyes heredadas del pasado.

            En este contexto, las elecciones federales del 2006 constituían en el papel una oportunidad óptima para apuntalar la joven democracia electoral del país. En efecto, si los comicios resultaban ejemplares en lo que a transparencia, participación, equidad e imparcialidad se refiere se habría dado un paso decisivo hacia el firme establecimiento de las prácticas, valores, normas e instituciones electorales. Sin embargo, esto no ocurrió. Las elecciones presidenciales mostraron con tristeza que el sistema electoral mexicano adolecía de serias fallas e inconsistencias, pero sobre todo que no estaba preparado para enfrentar con madurez y solidez una contienda muy competida y reñida que dio por resultado un empate técnico entre dos de los candidatos. La consecuencia fue un proceso electoral sumamente impugnado que albergó en muchos mexicanos la sospecha sobre la legitimidad de las elecciones, al grado de que el país se encontró sumamente dividido y polarizado, con una democracia vapuleada y exhibida en sus muchas inconsistencias.

            En los hechos, las instituciones y las leyes electorales vigentes no generaron la certidumbre institucional necesaria para unos comicios tan importantes. Y aunque no existen indicios sólidos de un fraude o una manipulación deliberada de los resultados, quedó de manifiesto que en materia de democracia hay mucho por hacer aún, que tenemos una ley electoral insuficiente y poco congruente con las exigencias de una verdadera democracia.

Por ello, después de las elecciones del 2006, resultaba imperiosa para México una nueva reforma electoral que reforzara a nuestra muy cuestionada democracia electoral. Si la reforma no procedió antes fue porque las elecciones de la alternancia en el 2000 la vacunaron. Parecía entonces que habíamos encontrado la fórmula perfecta para organizar elecciones e incluso se creó la ficción de que nuestro modelo era exportable a otros países. Sin embargo, la diferencia entre los comicios del 2000 y el 2006 fueron simplemente algunos puntos de diferencia entre los dos candidatos presidenciales más votados. Aquí no hay héroes ni villanos, simplemente circunstancias, y en el trasfondo la misma e insuficiente ley electoral, la de 1996.

Sin embargo, en honor a la verdad, nadie quería verlo. Todos parecían encandilados con las bondades de la reforma electoral de 1996 y fuimos muy pocos los observadores que insistimos en esos años en las muchas incongruencias de la misma y advertimos que tarde o temprano debía modificarse de manera integral si se aspiraba a fortalecer nuestra democracia electoral. El hecho es que los castillos que se pretendieron construir eran de arena y hoy los partidos han debido reconocer la fragilidad de origen de la legislación electoral. La pregunta que surge ahora es si las reformas electorales del 2007 cumplen o no con las necesidades y las exigencias de una auténtica democracia electoral, es decir, si está o no a la altura de lo que el país requiere o si constituye una reforma insuficiente a la que le sucederán inevitablemente nuevas reformas en el futuro, tan pronto como unos comicios muestren en la práctica sus puntos débiles.

En mi opinión, como anticipé al inicio, si bien dichas reformas electorales contemplan avances muy importantes, son tantas las omisiones que no hay más remedio que aceptar el carácter tentativo y provisional de las mismas. En efecto, tal y como los partidos han presentado las modificaciones legales, a las reformas de “tercera generación”, como muchos han llamado incorrectamente a esta reforma electoral, le sucederán en el futuro reformas de “cuarta”, “quinta” y “n” generación. La expresión es incorrecta porque sólo se puede hablar de reformas generacionales cuando los problemas que se buscan resolver con cada reforma son inéditos e imposibles de anticipar en el pasado. Obviamente, este no es el caso de México, pues aquí no ha habido ninguna temática considerada en las sucesivas reformas electorales cuya carga problemática no haya sido anticipada desde hace muchos años o incluso décadas. Lo que ha faltado más bien es la voluntad necesaria por parte de los actores políticos para introducir los cambios legales de una vez por todas, con una visión de largo plazo.

Por otra parte, no les falta razón a quienes argumentan que con estas reformas se da una vuelta de tuerca más hacia la afirmación de la partidocracia en México, o sea una desviación de la democracia según la cual los partidos terminan monopolizando las actividades políticas, económicas y sociales al querer canalizarlo todo por el cauce de la política institucional de los partidos. En los hechos, como veremos en el siguiente inciso, los primeros beneficiarios de esta Reforma son los propios partidos mayoritarios, los cuales no ven afectados en lo más mínimo sus muchas prerrogativas e intereses al cobijo de la ley.


3. La nueva Reforma

No hay Reforma perfecta y mucho menos una que deje satisfechos a todos. Sin embargo, cuando existen buenas condiciones para alcanzar acuerdos y plasmarlos en cambios de largo aliento más allá de las exigencias coyunturales y no se procede en consecuencia, el resultado será aún más insatisfactorio y puede motivar varios cuestionamientos. Que en el caso de la reforma que nos atañe existían condiciones óptimas para aspirar a cambios más ambiciosos que los alcanzados, es indudable. Así, por ejemplo, las reformas electorales se daban por primera vez en el marco de una reforma del Estado de gran calado y cuya aprobación e instalación en el Congreso de la Unión a principios de 2007 marcó el fin de una etapa de desencuentros sistemáticos entre las fuerzas partidistas y el inicio de otra más prometedora de negociaciones constructivas. Por otra parte, la integración de dicha Comisión para la reforma del Estado provee a los partidos de un marco simbólico que coloca como fines superiores tanto la construcción de todo un nuevo andamiaje institucional y normativo encaminado a asegurar la consolidación de la democracia, como la edificación largamente pospuesta de un Estado de Derecho verdaderamente democrático. Es precisamente en esta perspectiva de largo aliento que deben evaluarse los alcances de las reformas electorales.

            El principal avance de las reformas constitucionales es sin duda la restricción de la publicidad pagada para promover las campañas de partidos y candidatos. En efecto, nada justificaba la fuga extraordinaria de recursos públicos hacia los consorcios mediáticos con fines de proyección política. Para eso existen los tiempos oficiales del Estado que concesiona las frecuencias a los medios privados. Sin duda, con esta decisión, nuestro país adopta un principio básico de sana distancia entre los partidos y los medios que opera en prácticamente todas las democracias consolidadas del mundo. Sin embargo, operacionalizar este principio en la ley secundaria no resulta una tarea sencilla. Por lo pronto, se busca conceder facultades al IFE para administrar los tiempos del Estado destinados a los partidos en campaña y para sancionar a aquellos medios que incumplan con estas disposiciones.

            De la mano con este asunto están varios más de igual importancia: el establecimiento de restricciones para que nadie sin excepción (ni la iniciativa privada, ni funcionarios en activo, como el Presidente de la República, los gobernadores y los alcaldes) pueda hacer publicidad durante los tiempos de campaña y por esta vía influyan en los resultados; la regulación de los contenidos de la publicidad partidista para que ésta no denigre a las instituciones y a los propios partidos o calumnie a las personas; el establecimiento de lineamientos oficiales a los que deberán ceñirse los noticieros durante las campañas electorales. Indudablemente, pese a que estos aspectos buscan atender un problema coyuntural que hizo mella en las elecciones federales del 2006, resultan muy difíciles de reglamentar sin herir susceptibilidades. Las fronteras entre la regulación de prácticas y conductas y la libertad de expresión suelen ser muy sutiles y siempre motivará controversias. Por lo pronto, las reformas al COFIPE no parecen ofrecer las mejores alternativas para reglamentar el asunto sin vulnerar el principio de la libertad de expresión.

Así, por ejemplo, reglamentar los contenidos de las campañas no puede hacerse sin imponer unos criterios muy subjetivos y endebles: ¿quién puede establecer, por ejemplo, cuando algo es “denigrante” o no lo es? Además, de acuerdo con la experiencia de muchas democracias consolidadas en el mundo, la negatividad de las campañas no es algo condenable per se. Según este criterio, corresponde sólo a los ciudadanos premiar o castigar a los candidatos por sus exabruptos o su discreción. Implícito pues en toda tentativa de regular los contenidos de las campañas para que se desarrollen según normas de respeto y prudencia, suele esconderse una concepción que subestima a los ciudadanos en sus capacidades de discernir por sí mismos sus preferencias, una concepción paternalista de la política que concibe a los ciudadanos como menores de edad. Asimismo, en caso de difamación y calumnias, ya existen los instrumentos legales para que los afectados interpongan una demanda y puedan resarcir el daño moral.

Algo similar puede decirse de la restricción a particulares para que empleen a los medios en tiempos de campaña para difundir sus ideas, por más que se pretenda con la medida preservar la contienda de factores que la contaminen. En efecto, no puede reglamentarse en este terreno sin afectar el principio de la libertad de expresión. Pero quizá el asunto más polémico está en imponer lineamientos a los medios y en particular a los noticieros durante los tiempos electorales, bajo la amenaza de retirar temporalmente del aire a los medios que incumplan dichas disposiciones, según establece el proyecto de reformas al COFIPE. Como era de esperarse, el asunto ha despertado un intenso debate. En lo personal, me he pronunciado por la defensa irrestricta de la libertad de expresión. Más aún, después de décadas de imposiciones y controles oficiales sobre los medios, considero un avance que los medios o los noticieros fijen abiertamente sus posiciones con respecto a los candidatos. Con ello nos ahorramos las simulaciones del pasado, donde muchos medios aparentaban ser plurales y equitativos, pero en el fondo promovían veladamente sus propias preferencias. De nuevo, en este asunto toca exclusivamente a los ciudadanos premiar o castigar a los medios por su imparcialidad o parcialidad, en este caso con el favor o no de su audiencia o fidelidad.

Con estas consideraciones se puede ejemplificar uno de los riesgos de reformar una ley a partir de ponderar exclusivamente cuestiones coyunturales. Por esta vía es común que se sobredimensionen algunos aspectos en detrimento de otros. El resultado puede ser acortar ciertas libertades en aras de solucionar un problema específico. Quizá la medicina puede ser eficaz, pero si causa daños colaterales graves, no hay más remedio que cambiarla. Precisamente por ello, al prosperar ahora este tipo de soluciones, no pasará mucho tiempo para que se deroguen. Ninguna democracia puede levantarse si no es en el piso firme de los derechos y las libertades individuales.

Pero siguiendo con los avances de las reformas electorales de 2007, se introduce un aspecto de la mayor importancia: la disposición para que el IFE vigile los recursos públicos que ejercerán los partidos sin restricciones por los secretos bancario, fiduciario o fiscal. Para ello se propone constituir en el IFE una Unidad de Fiscalización de los Recursos Públicos de los Partidos Políticos. Sin duda, este punto atiende un reclamo por transparentar las actividades y el manejo de recursos de los partidos, y por ello es relevante. Sin embargo, existían en el tintero muchas otras propuestas en este sentido que al final no se concretaron. Así, por ejemplo, no resultaba desdeñable la propuesta de incluir a los partidos entre las instancias públicas sujetas a la ley de transparencia y acceso a la información. Como quiera que sea, hay aquí un avance, pero su pertinencia tiene que ver también con la existencia de sanciones graves para los partidos que incumplan con la obligación que se estipula en la reforma.

Finalmente, las reformas electorales de 2007 representan un avance en lo que a la reducción de tiempos de campañas y precampañas se refiere. Sin duda, este asunto junto con la restricción de contratar publicidad pagada y la reducción del financiamiento privado de los partidos (a un 10 por ciento del total del financiamiento, según estipula la reforma al COFIPE), reduce sensiblemente los hasta ahora excesivos gastos de nuestra democracia electoral. Sin embargo, comparada con varias democracias consolidadas, los tiempos de las campañas estipuladas por las reformas siguen siendo demasiado largos. He aquí otro punto que tarde o temprano deberá ajustarse (¿por qué no hacerlo desde ahora?)

Hasta aquí los principales avances de la reforma electoral del 2007. Como vimos, pese a sus aportes, ninguno está libre de problemas y queda la sensación de que se podía llegar más lejos sin necesidad de afectar aspectos colaterales como la libertad de expresión. Si evaluamos las reformas por su pertinencia para evitar o solucionar problemas coyunturales, es decir los problemas que se presentaron en ocasión de las elecciones federales del 2006, el resultado es positivo, aunque podía llegarse más lejos. Sin embargo, proceder así no es suficiente. Más que la coyuntura, el verdadero criterio para establecer los alcances de la reforma electoral es su contribución para consolidar la democracia en el futuro mediante el firme establecimiento de prácticas e instituciones electorales confiables y eficaces, en una perspectiva integral. Lamentablemente, desde esta perspectiva, la reforma electoral resulta insuficiente. Si en el pasado del viejo régimen se impuso una suerte de gradualismo a la hora de aprobar las reformas electorales, más por las circunstancias todavía favorables al partido hegemónico, en la reforma del 2007 el gradualismo también terminó imponiéndose, aunque por otras razones. A la larga, a la hora de los balances, con esta reforma los partidos nos siguen debiendo. Con esta reforma se volvió a perder la posibilidad de ir al fondo de muchos de los problemas de nuestro sistema electoral.

Son tantos los temas que se quedaron fuera de esta reforma que no hay más remedio que calificarla de tentativa y provisional. Considérense si no los siguientes: el asunto de las candidaturas independientes quedó en el limbo, pues se omite el párrafo que las impedía pero no se reglamenta al respecto; el tema de la reelección de diputados y senadores simplemente no fue considerado, aunque algunos legisladores dicen que es parte de otra reforma dentro de las previstas por la reforma del Estado; nada tampoco se avanzó sobre el voto de los mexicanos en el extranjero, que requiere de un régimen especial para darle cauce; el mecanismo de selección de los Consejeros del IFE siguió siendo una competencia exclusiva de los partidos con representación en el Congreso, no obstante que este hecho vicia de origen la credibilidad del árbitro por más que se establezcan mecanismos más abiertos y trasparentes para su designación; no se incluye nada sobre la democracia interna de los partidos, aunque es un tema polémico y no existe consenso a nivel mundial sobre la pertinencia o no de establecer mecanismos al respecto; no se incluye nada sobre referéndum, plebiscito, iniciativa legislativa popular y revocación de mandato que son figuras fundamentales en las democracias modernas; nada hay en la legislación acerca de reducir el número de legisladores y de redefinir la fórmula mixta de diputados y senadores de mayoría simple y de representación proporcional que genera sobrerrepresentación y que ha sido descartada por la mayoría de las democracias modernas en aras de una mejor representatividad política; no se introdujo nada sobre segunda vuelta y mecanismos alternativos para evitar conflictos en elecciones muy competidas y con resultados muy cerrados; el asunto de la equidad de género en las candidaturas de legisladores parece tener todavía algunos reparos; se descuidó la cuestión de nuevas tecnologías tanto para las campañas como para blindar el programa de resultados preliminares o introducir la urna electrónica; no se quiso ir más lejos en la centralización de las elecciones mediante la creación de un Instituto Nacional de Elecciones que concentre la facultad de organizar todos los comicios del país, con lo cual se frenarían las irregularices que suelen presentarse en los institutos electorales estatales, muchas veces sometidos a los poderes fácticos y cacicazgos locales (la ley sólo establece la posibilidad de que el IFE organice comicios estatales a petición de los propios poderes formales de cada entidad); tampoco se quiso unificar los tiempos electorales para todo el país, lo cual representaría un enorme ahorro de recursos y esfuerzos. Y como éstos, hay muchos asuntos pendientes más.

Pero además de las omisiones, se introdujeron en la Constitución y en la ley secundaria algunos puntos muy polémicos que bien podrían ser calificados de retrocesos. Tal es el caso de la creación de la figura de un contralor del IFE designado por los partidos en el Congreso que tendría las tareas de vigilar la actuación de los Consejeros Electorales y sugerir su remoción a criterio del mismo. Es un retroceso porque vulnera la autonomía que debe prevalecer en el Instituto y permite a los partidos interferir en los asuntos internos del mismo. Algo similar puede decirse de la intención de impedir las coaliciones o que en el caso de candidaturas comunes a cada partido se le abonen sus propios votos para establecer si conservan o no el registro. Obviamente el tema inquieta sobre todo a los así llamados partidos pequeños, pero no en aras de restarles fuerza puede sacrificarse lo que en sí mismo es una conquista: la posibilidad de establecer alianzas y coaliciones electorales. Tarde o temprano, la ley deberá buscar una fórmula distinta a la que ha trascendido ahora para atender prudentemente este punto.


4. A manera de conclusión

En su momento, la acalorada discusión pública sobre las muchas omisiones y despropósitos de la reforma electoral de 2007 nos hizo pensar a muchos que los legisladores introducirían los ajustes pertinentes antes de aprobar las reformas para que éstas no vulneraran derechos fundamentales o para que se impusiera la prudencia en muchos temas que suscitaban controversia. Lamentablemente, esto no ocurrió. Al final, los partidos mayoritarios se impusieron y, como suele ocurrir, la opinión pública fue simplemente ignorada por ellos. Con todo, es bueno que se reconozcan desde ahora los activos y los pasivos de esta reforma. Simplemente es cosa de esperar una nueva coyuntura favorable para que se den los acuerdos con un objetivo de miras más ambicioso que el que se pudo observar en esta ocasión. Sin embargo, las oportunidades son más bien escasas y cada vez que se desperdicia una se abona más a la incertidumbre y la desazón que a la estabilidad y la fortaleza de la democracia.

Que el gradualismo haya sido en el pasado reciente la estrategia dominante para avanzar en la transición tiene mucho sentido. Antes se buscaba preservar al régimen priista a toda costa, como abrir cautamente la arena electoral. De hecho, la elite gobernante siempre pudo imponer a conveniencia sus preferencias y opciones en las reformas electorales, con una lógica minimalista más que maximalista. Pero esto que resulta obvio en el pasado, no tiene sentido en el presente, una vez que hemos llegado a la democracia por la vía de la alternancia. Hoy no hay razones que justifiquen el gradualismo como estrategia para “perfeccionar” la ley electoral vigente. Si el minimalismo tuvo buenas razones en el pasado, poner al día nuestra democracia hoy para que funcione adecuadamente exige por parte de todos los actores políticos una estrategia maximalista, despojada de intereses inmediatistas o cortoplacistas. En la actualidad, una vez que ha cristalizado la alternancia y se ha dejado atrás al autoritarismo, no deberían caber posiciones timoratas y gradualistas para reformar la ley electoral. ¿Hasta cuándo?


5. Post-Scriptum

Reproduzco a continuación dos artículos de mi autoría publicados en El Universal (1 y 15 de febrero de 2007, respectivamente) escritos en el contexto de la designación de los nuevos Consejeros Electorales del IFE, una vez aprobada la reforma electoral de 2007, y en los que desapruebo dicho proceso y renuncio públicamente a mi candidatura para ocupar una plaza en el mismo.

¡Déjenlo ir!


Si todo ocurre según lo previsto, la próxima semana serán nombrados por los diputados los primeros tres Consejeros Electorales —incluyendo al Consejero Presidente — que habrán de integrar el nuevo IFE, después de que los legisladores decidieron posponer el nombramiento más de un mes, contraviniendo así a capricho la propia Constitución. Como quiera que sea, el proceso de selección ha generado gran expectación, pues malas decisiones en el pasado por parte de los legisladores llevaron a la conformación de un IFE sumamente cuestionado y desacreditado.

Como se sabe, en esta ocasión el Congreso decidió modificar el proceso de selección de los consejeros para que éste fuera más transparente y abierto. En ese sentido, se hizo una convocatoria pública, a la que siguió una revisión curricular y una entrevista a todos los candidatos. Sin embargo, el proceso ha dejado mucho que desear y todo hace indicar que en la designación prevalecerán a final de cuentas criterios discrecionales, o sea se elegirán como consejeros a aquellos candidatos que mantienen vínculos reconocidos con algunos de los partidos mayoritarios. Así, por ejemplo, no podía ser más burda la defensa del ministro Genaro Góngora por parte del PRD o el hecho de que la Comisión de selección haya subido en tres ocasiones el número de los candidatos finalistas, hasta llegar a 39, para que pudieran entrar en la lista los respectivos “gallos” de los partidos mayoritarios, pese a que muchos de ellos quedaron plenamente exhibidos en sus limitaciones e inconsistencias durante la entrevista que sostuvieron con la Comisión.

Llegados a este punto, considerando que el que esto escribe es uno de los 39 candidatos finalistas, muchos me preguntan si ha valido la pena participar en esta Convocatoria. A lo que respondo con un rotundo NO. Me inscribí pensando que la necesidad de dotar de credibilidad e imparcialidad al IFE daría lugar a un procedimiento de selección neutral y objetivo. Sin embargo, muy pronto me di cuenta que el proceso ha estado contaminado de principio a fin por los partidos mayoritarios y sus afanes por mantener posiciones en el IFE acordes a sus intereses, por lo que los académicos independientes no tenemos ninguna posibilidad de figurar, por más que nuestros méritos profesionales sean excepcionales. En virtud de ello, repruebo completamente el proceso de selección y renuncio públicamente a mi candidatura.

Asimismo, anticipo que el desenlace de esta simulación será fatal, pues el Congreso habrá perdido una oportunidad histórica para consolidar al IFE. Con ello, los partidos nos estarán diciendo con sus acciones que aún no están preparados para (o simplemente no les interesa) dejar ir completamente al IFE de sus manos, de su ámbito de control, pese a que la autonomía de este órgano es una condición indispensable para su adecuado desempeño y para que nuestra democracia electoral adquiera su mayoría de edad.

Ahora es tarde para exigir que se reponga el proceso de selección de los consejeros bajo nuevas reglas, pero no lo es para exhortar a los diputados para que sean exclusivamente los méritos profesionales y la independencia intelectual de los candidatos los criterios que prosperen en la decisión. En ese sentido, no está de más insistir en el perfil idóneo de los próximos consejeros y que debería prevalecer en la selección final que hagan los legisladores: 1) tener solidez académica, liderazgo y prestigio intelectual en el campo político-electoral; 2) contar con una obra académica profusa y reconocida tanto en México como en el extranjero; 3) contar con una trayectoria comprometida con el avance de la democracia y la reforma del Estado en México; 4) contar con una obra crítica y no complaciente con intereses políticos y partidistas de ningún tipo; 5) haber dado muestras fehacientes de absoluta independencia partidista; 6) no haber estado vinculado o haber trabajado como asesor, consultor, ideólogo o funcionario en ningún partido, fundación de un partido, dependencia pública estatal o paraestatal, o gobierno a lo largo de toda su trayectoria profesional; 7) no participar o haber participado de los grupos, camarillas o instituciones intelectuales o académicos que tradicionalmente han monopolizado e intercambiado entre sí cuotas de poder e influencia y se han repartido arbitrariamente puestos, cargos y privilegios; 8) no haber fungido como vocero o representante o candidato de organizaciones civiles de ningún tipo tan proclives a autoproclamarse como “representantes” de la sociedad civil y muchas de las cuales han hecho de esa supuesta representación una forma de lucro de sus líderes más que de lucha social auténtica; 9) no haber ocupado en el pasado alguna responsabilidad en el IFE o en algún otro organismo electoral del país y mucho menos como Consejero titular o suplente, pues resultaría a todas luces incongruente con las pretensiones de la nueva legislación electoral nombrar como funcionario electoral a alguien que ya había sido favorecido antes por los partidos mediante el tan cuestionado mecanismo de cuotas que prevaleció en el pasado inmediato; 10) y por las mismas razones, no haber ocupado en el pasado ninguna responsabilidad en algún otro organismo constitucional autónomo (IFAI, CNDH, etcétera), donde más que los méritos profesionales lo que ha contado en el nombramiento de sus cuadros son sus simpatías, vínculos y contactos con los partidos y otras autoridades.


¡Que cochinero!

Con este titulo, en estas mismas páginas, publiqué en 2003 un artículo acerca de la designación de los nuevos consejeros electorales del IFE. En aquella ocasión me pareció que nada calificaba mejor que esa frase el proceso de designación de Luis Carlos Ugalde y secuaces. Sostenía también que con esa designación nuestra joven democracia había sufrido un golpe fulminante, que quedaba mal parada, pisoteada por los propios actores políticos que deberían preservarla y apuntalarla, y que el IFE quedaba en entredicho por los propios personajes que al final ocuparían las sillas del Consejo General.

Cuatro años después no tengo mas remedio que recurrir otra vez a este título para referirme al nuevo proceso de designación de consejeros y que ya arrojó los nombres de los primeros tres funcionarios electorales: Leonardo Valdés Zurita, como Consejero Presidente, Marco Antonio Baños y Benito Nacif. Con la diferencia de que ahora el desaguisado es peor que el de 2003 por la sencilla razón de que en esta ocasión —presionados por la necesidad de volver a dotar de credibilidad al IFE, una vez que por su culpa prácticamente lo sepultan—, los partidos optaron por inventar un proceso aparentemente democrático de selección de consejeros que terminó revelándose como un burdo montaje para preservar sus intereses y seguir eligiendo mediante cuotas a los consejeros con los que mantienen más afinidades y vínculos políticos.

La designación ahora es más grave que hace cuatro años porque si antes era un descaro ahora hubo de por medio una gran mentira a la sociedad, un engaño mayúsculo, una simulación que no hace sino mostrar el poco aprecio que nuestros representantes tienen por la ciudadanía: una masa sin rostro, ignorante y apática, que puede manipularse a conveniencia y sin ningún tipo de reparo. La simulación fue tan sucia que los propios partidos se encargaron de destapar la cochambre con sus declaraciones tan absurdas como contradictorias entre sí.

En lo personal, aunque con anticipación me deslindé públicamente en estas mismas páginas del proceso de selección, me siento avergonzado por haber pensado en algún momento que dicho proceso podía ser, ahora sí, dadas las exigencias de la coyuntura, transparente e imparcial; consideración que me llevó a registrar mi candidatura y llegar hasta la lista final de los candidatos. Me llama la atención, por ejemplo, que en una de sus primeras declaraciones, el nuevo Consejero Presidente dijera que se entrevistó personalmente con los ocho líderes de las bancadas partidistas y con más de doscientos diputados para promover su candidatura al IFE. Obviamente, la pasarela con los diputados estaba reservada a unos cuantos, a aquellos que mantenían vínculos directos con algún partido o estaban respaldados por un político importante, no para cualquier hijo de vecino. Pese a todo, todavía hace dos semanas exhortaba a los partidos a que “dejaran ir” al IFE, que en la designación prevalecieran más los perfiles independientes de los candidatos que los perfiles políticos. De nada sirvió. Al final, los partidos mayoritarios se repartieron los puestos con la cuchara grande.

Como resultado, el nuevo IFE seguirá siendo motivo de todo tipo de suspicacias, quedará expuesto al cuestionamiento y el escarnio público al igual que en las elecciones del 2006. Además, si se revisan los antecedentes de los nuevos Consejeros, se perfila un nuevo IFE integrado por miembros dóciles, leales y afines ideológicamente a los partidos políticos.

Así, por ejemplo, Leonardo Valdés es un académico tan gris como su paso por diversos órganos electorales. Como investigador no ha producido nada relevante y como funcionario ha despertado enconos y ha dividido a sus colegas. Sus antecedentes lo ubican como un hombre de izquierda (militante del PMT y el Frente Democrático Nacional), pero ha sido también asesor del panista Felipe Calderón Hinojosa cuando era diputado y antes de Cuauhtémoc Cárdenas. En esta ocasión, llegó a la presidencia del IFE gracias al apoyo de Arturo Núñez, reconocido por sus vínculos con el poderoso senador priista Mario Fabio Beltrones. En fin, es la trayectoria típica de un tránsfuga, de un funcionario lo suficientemente hábil como para moverse con los vaivenes de la política. Benito Nacif, por su parte, más que una realidad, era una promesa de la academia (su obra se reduce a un par de trabajos de divulgación); llega muy inflado al Consejo pero también muy desprestigiado por sus vínculos cercanos y directos con Diódoro Carrasco, ex gobernador de Oaxaca y ahora diputado panista y, por si fuera poco, ¡presidente de la comisión que filtró los candidatos del IFE! Durante su entrevista en el proceso de selección quedó expuesto en sus inconsistencias y fue muy mal calificado, algo que al final no importó. Además, con su designación, se mantiene la costumbre de premiar a los grupos, camarillas o instituciones intelectuales o académicos —en este caso el CIDE— que tradicionalmente han monopolizado e intercambiado con las élites políticas cuotas de poder e influencia y se han repartido arbitrariamente puestos, cargos y privilegios. Finalmente, Marco Antonio Baños es simplemente un funcionario priista. No navega con banderas de académico ni oculta sus vínculos con el PRI o con Beltrones. Pero de eso se trataba ¿no? Más claro ni el agua.



* Con este ensayo presenté mi candidatura para ocupar una plaza en el Consejo General del Instituto Federal Electoral, de acuerdo a la Convocatoria presentada por la Cámara de Diputados en 2008. Con el mismo, llegué hasta la fase final de selección, antes de que renunciara públicamente a mi candidatura por considerar que el proceso había sido una simulación más del Poder Legislativo y un insulto a todos los mexicanos, tal y como doy cuenta en el post-scriptum que recojo al final del ensayo.

jueves, 16 de febrero de 2012

©El transfuguismo en México y otras patologías







El presente ensayo forma parte del libro: L.E. Ríos Vega (coord.), El transfuguismo electoral: el caso de México, México, Universidad Autónoma de Coahuila, 2012

1. El transfuguismo como objeto de estudio

La expresión “transfuguismo político” más que un concepto especializado acuñado por las ciencias sociales para referirse al fenómeno del paso o el tránsito inmoderado de actores políticos de un partido a otro por razones pragmáticas o por convenir a sus intereses, es un adjetivo que suele emplearse popularmente para señalar y descalificar a ese tipo de políticos por carecer de principios y valores sólidos y moverse oportunistamente de un partido a otro. En ese ámbito de referencia más popular que científico, al transfuguismo político también se le conoce como “malabarismo político” o “trapecismo político”, expresiones igualmente sarcásticas para referirse a una práctica mal vista socialmente aunque cada vez más frecuente entre los políticos profesionales.

Como fenómeno presente en muchas democracias, el transfuguismo también ha sido objeto de análisis de las ciencias sociales, aunque con poco éxito. En uno de los escasos ensayos dedicados al tema, se define como “La acción de un militante, adherente, simpatizante o miembro de un partido político de abandonarlo para incorporarse a otro”.[1] Según este mismo estudio, el transfuguismo es más frecuente en sociedades con poca tradición democrática, aunque también puede ocurrir en democracias maduras.

Sin embargo, esta definición es imprecisa, porque si el transfuguismo ha de responder a las características con las que suele asociarse popularmente, debe incorporar al menos un elemento: que el político que abandona un partido para integrarse a otro lo hace en la perspectiva de obtener un beneficio personal, como ser postulado como candidato a un cargo de elección popular u ocupar un puesto de dirección en su nuevo partido, cuestiones que en su antigua organización quizá estaban fuera de su alcance. Es decir, el transfuguismo tiene un elemento de oportunismo y pragmatismo nacido de un cálculo individual por parte del tránsfuga según el cual podrá mejorar su estatus, sus privilegios, sus intereses, sus posiciones, etcétera, en un ejercicio donde las convicciones o la congruencia ideológica del implicado es lo que menos importa. Por ello, no debe confundirse el transfuguismo con la noción más general de “movilidad política”, un concepto mucho más empleado por la ciencia política para referirse al paso de actores políticos y sus respectivos recursos (ya sea económicos, coercitivos o de influencia) desde ciertas posiciones de poder, coaliciones, grupos de influencia o partidos políticos hacia otros distintos.[2] De hecho, el concepto de “movilidad política” suele emplearse para describir este tipo de movimientos como jugadas estratégicas con el objetivo de minar un régimen o impulsar cambios en o del mismo, o sea constituye una variable interviniente en, por ejemplo, procesos de crisis de un régimen autoritario o de transición democrática. Así que mientras los móviles del tránsfuga siempre son personales, pragmáticos y oportunistas, los de la movilidad política pueden ser también ideológicos y/o estratégicos, y muchas veces son la simiente de cambios políticos de mayor envergadura. En suma, todo transfuguismo político supone movilidad política, pero no toda movilidad política supone transfuguismo. Por lo demás, el transfuguismo es una práctica exclusiva de regímenes democráticos más o menos maduros, por cuanto sólo en situaciones de pluralismo y competencia cobran sentido los cambios interesados de filiación partidista. Mientras que la movilidad política suele ser consustancial a regímenes en crisis o en transición, donde los saltos de posición de actores políticos o con capacidad de influir en los ámbitos de poder modifican o alteran la correlación de fuerzas, presionando por pactos o acuerdos inéditos.

Ahora bien, no obstante tratarse de decisiones individuales, el transfuguismo involucra a partidos políticos (los exportadores y los receptores de los tránsfugas) y, como ya dijimos, se da en el contexto de una democracia, por lo que siempre tiene consecuencias institucionales o culturales. Es lo que en las ciencias sociales se conoce como “consecuencias no intencionadas de las acciones individuales”.[3]

Así, por ejemplo, un crecimiento incontrolable del fenómeno del transfuguismo político tiene muchas veces el efecto perverso de contribuir al descrédito de la clase política en general y de desalentar la participación política de los electores en las urnas, tendencias ya de por sí alarmantes desde hace tiempo en las democracias modernas, por muchas otras razones. Es decir, el transfuguismo político no sólo ofende la inteligencia de los ciudadanos por su carga de cinismo inherente, sino que vulnera a las instituciones políticas por la inconsistencia ideológica de quienes ejercen roles de autoridad en las mismas. En virtud de ello, ha surgido recientemente en varios países una corriente de opinión favorable a que se legisle en la materia para poner algún tipo de frenos o controles a esta práctica.

Mi objetivo en este ensayo además de analizar las razones que explican este fenómeno en las democracias modernas y reflexionar sobre sus consecuencias, es discutir la pertinencia o no de legislar en la materia. Mi tesis es que pretender legislar el transfuguismo político es tan pernicioso para la democracia como el transfuguismo en sí mismo. Más aún, sostengo que sólo se puede normar el asunto en detrimento de otros principios y valores de la democracia, lo cual nos coloca en disyuntivas simplemente improcedentes. Para desarrollar esta tesis me concentraré en el caso de México, que se estrenó en democracia con la alternancia del 2000 y que desde entonces ha visto crecer de manera indiscriminada y alarmante el transfuguismo político.

Cabe señalar que un estudio empírico del transfuguismo en un caso concreto debe preguntarse por varias cosas: ¿cuáles son sus causas?, ¿qué incentivos culturales e institucionales lo fomentan?, ¿qué relaciones tiene con la competitividad y el realineamiento electoral?, ¿qué actores lo protagonizan?, ¿cómo se benefician o perjudican?, ¿con qué discurso lo justifican?, ¿cómo repercute en los sistemas de partidos, electoral y de representación política, y en la democracia en general?, ¿puede contribuir indirectamente a la disminución de otras prácticas perniciosas para la democracia, como el caciquismo, el patrimonialismo y el clientelismo?, ¿cómo lo percibe la sociedad?, ¿debe o no legislarse en la materia?


2. ¿Qué es y qué no es el transfuguismo político?

Como ya adelantamos, por transfuguismo político suele entenderse popularmente el paso o tránsito inmoderado de personajes políticos de un partido a otro por razones pragmáticas o por convenir a sus intereses personales. Como tal, el transfuguismo es una práctica propia de regímenes democráticos, o sea donde el pluralismo político es competitivo y está plenamente garantizado, pues la movilidad de los políticos de un partido a otro nace de un cálculo individual sobre cuál de ellos le puede redituar mayores beneficios en sus aspiraciones personales en una eventual contienda electoral.

No debe confundirse el transfuguismo político con la movilidad política. Si bien ambas expresiones aluden a una mudanza o movimiento por parte de un actor o grupo político dentro del sistema político, el primero ocurre exclusivamente en el subsistema partidista, y el segundo, en un ámbito mayor (como puede ser el salto de un actor político desde el respaldo a las élites gobernantes hacia la oposición activa o viceversa). Más específicamente, mientras que la motivación del tránsfuga político es posicionarse mejor en el espectro partidista para apuntalar su carrera política, el que rompe con la élite gobernante para pasar a la oposición o a la disidencia busca exhibir al régimen en sus contradicciones e impulsar cambios que considera necesarios. Obviamente, ni el tránsfuga ni el disidente tienen asegurado el éxito, pues éste depende de muchos otros factores e imponderables. Como quiera que sea, ambos movimientos tienen un ingrediente de traición para quien los encarna, ya sea al partido o a la coalición de origen, aunque sólo el segundo puede apelar a razones superiores y no sólo egoístas para justificarse. De hecho, el elemento traición es destacado por algunos especialistas, quienes sostienen que el tránsfuga es un traidor, un individuo que viola la fidelidad para con el poder, para usarlo en beneficio propio.[4] Pero si la traición ha de ser considerada en la definición del transfuguismo, se impone una consideración adicional, de tipo filosófica.

Desde cierta perspectiva vitalista, el transfuguismo no sería condenable, pues la existencia humana no puede estar encadenada a nada, o sea es libre y mudable, no puede ser fiel eternamente a una causa o ideal. El cambio, la rebeldía o la deserción son consustanciales a la existencia. De hecho, la traición siempre ha jugado un papel decisivo en la historia de la humanidad. Sin embargo, la traición sólo adopta las connotaciones negativas con las que hoy es asociada por efecto de la divulgación de textos sagrados como la Biblia. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, la traición es vista como un fenómeno negativo, un pecado, la violación de la fidelidad debida, un comportamiento ajeno a la dignidad, una de las acciones más destructivas en las relaciones humanas, una falta, un agravio a la amistad, el amor y la honestidad. Pero aún así, la traición es ambigua, a veces se perdona y a veces no. El propio Creador perdona algunas traiciones y otras las castiga cruelmente. Asimismo, hay muchas razones para traicionar: a veces se traiciona por equivocación, a veces hay arrepentimiento, aunque las consecuencias de la traición ahí queden, con sus daños y prejuicios.[5] También en nombre del bien se puede hacer el mal, piénsese, por ejemplo, en el fanatismo o fundamentalismo de ciertas religiones, o en la inquisición que practicó la Iglesia Católica para imponer su fe a sangre y hierro. Pero la herejía, tan castigada en los tiempos de oscuridad, también fue, paradójicamente, la base de la ciencia y la reflexión libre en Occidente. De hecho, el protestantismo de los siglos XVII y XVIII posibilitó la afirmación de los ideales de la tolerancia, la libertad, la igualdad y el gobierno civil. Es decir, las herejías o traiciones han motivado cambios para bien, lo cual habla de la ambigüedad de la traición. De ahí que una conciencia herética no siempre es condenable sino que puede ser la semilla de una nueva fuerza y vitalidad renovadora.

Pero esta conciencia herética no aplica para el tránsfuga, al menos en la acepción vista hasta ahora. Si para el tránsfuga no hay principios ni valores que traicionar, pues para él ser fiel a sí mismo, a sus propios intereses personales, desprovistos de convicciones superiores, es lo que realmente cuenta, para los demás su acción siempre será percibida como una traición, al menos para los directamente afectados. En otras palabras, si para una concepción vitalista, el transfuguismo no es malo per se, pues el cambio es inherente a la condición humana, para una concepción más terrenal, aunque basada en principios morales muy arraigados en Occidente, cambiar de partido por intereses egoístas sí implica traición, por cuanto la decisión carece de elementos morales o soportes éticos y nace sólo de un cálculo egoísta. Es decir, el transfuguismo no tiene nada que ver con la rebeldía, la resistencia o la fidelidad a causas superiores, como sí sería el caso de otras formas de movilidad política.

Ahora bien, no debe confundirse el transfuguismo con la acción de abandonar un partido. Muchas veces un político decide abandonar su partido de origen por intrigas internas, violación de sus derechos políticos o simplemente porque sus principios personales han dejado de ser compatibles con los del partido al que pertenece, independientemente si afecta o no los compromisos contraídos con sus simpatizantes. En estas circunstancias, el político en cuestión valorará si otro partido le resulta ideológicamente compatible para seguir desarrollándose, incluso hay ocasiones que otro partido puede permitirle hacer valer mejor sus compromisos y convicciones. En cambio, el tránsfuga siempre cambia de filiación partidista para obtener prebendas personales, faltando a cualquier compromiso contraído. Como quiera que sea, tanto el que abandona un partido como el tránsfuga se mueven dentro de los límites de su voluntad individual, libre y soberana, sin mayor restricción que la aceptación voluntaria de los principios doctrinarios, programa y estatutos de su nueva organización.

Desde una perspectiva más politológica, lo primero a destacar es que el transfuguismo tiene lugar en el subsistema de partidos, aunque desde ahí puede motivar cambios en el sistema político más general, sobre todo si los tránsfugas ocupan roles de autoridad relevantes después de saltar de un partido a otro, con lo que introduce cambios en el realineamiento electoral de los partidos;[6] es decir, el transformismo puede motivar cambios y adaptaciones en el conjunto de las estructuras del sistema político. Por ello, sistémicamente hablando, puede decirse que el transfuguismo es una fuerza social de actores políticos incentivada por las recompensas positivas que ofrecen tanto el sistema electoral como el sistema de gobierno.[7]

No sólo desde el punto de vista filosófico pueden encontrarse argumentos para justificar el transfuguismo, como el vitalismo, sino también las ciencias sociales han aportado algunos elementos, en particular ciertas perspectivas racionalistas o individualistas metodológicas. Así, apoyado en estos discursos, podría sostenerse que los tránsfugas estarían guiados e identificados por un pragmatismo, aunado a una férrea defensa de sus derechos individuales, valores fundamentales de una sociedad de libre competencia y mercado político. Desde este punto de vista, el cambio de agrupación política podría interpretarse como un acto racional por el cual se intentaría justificar el alejamiento de la organización a la que se pertenece.[8]

Siguiendo con esta lógica, cuando aquello que una empresa, organización, o partido provee se deteriora, la lealtad de sus miembros se siente amenazada. Entonces ellos pueden expresarse a través de una de dos opciones: elegir la salida o usar su voz. Así, el transfuguismo, más que una estafa, sería el cambio de convicciones políticas. Más aún, la falta de corrientes políticas organizadas en el interior de los partidos puede tener una incidencia directa y notable en el desarrollo del transfuguismo, o sea que si se cierran los canales a la voz, únicamente puede optarse por la salida o la lealtad. Puede entonces considerarse al transfuguismo como mera acción crítica resultante de la evolución ideológica del individuo y por tanto exenta de valoración peyorativa. Así, más que un traidor, el tránsfuga sería un actor racional, que evalúa costes y beneficios y selecciona la opción más racional (maximiza sus beneficios y minimiza sus costes) en su comportamiento, que de todas formas contribuye al establecimiento de una libre competencia política. Es decir, aunque el tránsfuga se asemeje en primera instancia a un sujeto egoísta, en realidad su pragmatismo contribuye a la defensa de los derechos individuales y mantiene los cimientos de la sociedad. Pero además, desde la lógica del individualismo metodológico, el tránsfuga puede aceptar sin problemas su papel de traidor, por cuanto es una especie de free rider (viajero sin boleto) que se beneficia de toda una infraestructura organizativa estatal y partidista que le permite disminuir sus costos notablemente, y sería estúpido no aprovecharlo.

Obviamente, desde perspectivas racionalistas de este tipo podemos explicar y hasta justificar las acciones del tránsfuga, pero de nueva cuenta nos alejan de las percepciones sociales o populares dominantes, o sea sólo pueden emplearse a costa de violentar el sentido común. Por eso, en este punto como en la vida misma, las ciencias sociales deben ajustarse a las creencias y percepciones socialmente aceptadas y no al revés, como quisieran muchos científicos que habitan en sus torres de marfil sin contacto con la realidad.[9]

En suma, que el transfuguismo sea una acción racional, nacida de un cálculo interesado motivado por los incentivos que el propio sistema electoral y de representación provee a los tránsfugas, o que la acción del tránsfuga reafirme indirectamente los valores de libertad política consustanciales a una democracia liberal, no supone que el tránsfuga esté exento de valoraciones negativas que califiquen su acción como una traición originada en su falta de compromisos y convicciones ideológicas y políticas, independientemente de que el tránsfuga pueda mantener o no las lealtades de sus seguidores en su nueva agrupación.


3. El transfuguismo político en México

El actual gobernador del estado de Guerrero, Ángel Rivero, militó toda su vida adulta en el PRI (Partido Revolucionario Institucional), incluso, no hace mucho, ya había sido gobernador interino por ese partido en la misma entidad, amén de haber ocupado varios cargos directivos en el seno de su organización. Para las elecciones que lo llevaron a la gubernatura actual, el PRI no lo designó como su candidato, por lo que Rivero decidió acercarse al PRD (Partido de la Revolución Democrática), el cual resolvió postularlo como su candidato. En las elecciones Rivero se llevó el triunfo con lo que hoy representa al PRD pese a que todas sus relaciones y afinidades políticas permanecen en el PRI. En los hechos, Rivero es un tránsfuga que se vio beneficiado con su decisión, y al ser electo gobernador motivó un realineamiento electoral en la entidad, es decir su acción individual tuvo consecuencias estructurales. Historias como ésta se dan por decenas en México desde que el pluralismo se volvió competitivo y la alternancia presidencial del 2000 marcó el fin de la larga era autoritaria del viejo régimen.

Siguiendo este ejemplo como patrón, el transfuguismo en México ha adoptado las siguientes características en poco más de una década de democracia:

1. El transfuguismo político se ha venido intensificando desde que el pluralismo se volvió competitivo durante la larga transición que condujo al país a la democracia. Dado que en el régimen autoritario siempre existió una enorme inequidad entre el partido oficial, el PRI, y el resto de los partidos, en términos no sólo competitivos sino de sus bases y cuadros, la mayoría de los casos de transfuguismo han ocurrido desde el PRI a los demás partidos, siendo excepcionales los casos contrarios, o sea que buena parte de los candidatos de los partidos, a parte de los del PRI, a ocupar cargos de representación popular en todos los niveles han sido expriistas, quienes han visto en el transfuguismo una oportunidad para seguir con éxito sus carreras políticas. Desde este punto de vista, la transición a la democracia también puede ser interpretada como un proceso mediante el cual la fuerza centrípeta del PRI pasó a ser centrífuga.[10]


2. En muchas partes donde se ha dado la alternancia, ya sea a nivel municipal o gubernamental, el transfuguismo ha sido decisivo, o sea que muchos candidatos expriistas pudieron capitalizar su reconocimiento público bajo las siglas de un nuevo partido, con la consecuencia de que estos partidos pudieron afirmarse en el espectro partidista. Por ello, el transfuguismo de priistas a otros partidos es una característica inherente del proceso de transición democrática en México, aunque suele ignorarse o subestimarse. En suma, los partidos no priistas han sabido aprovechar el transfuguismo de expriistas que se incorporan a sus filas para incrementar sus posiciones y hacerse de más y mejores cuadros profesionales.


3. Como fenómeno propio de la democracia, el transfuguismo debe ubicarse a partir del año 2000 o un poco antes a nivel local en experiencias aisladas de alternancia. De ahí que las fracturas precedentes de la coalición dominante ocurridas durante la transición así como la escisión de la misma de grupos muy importantes como La Corriente Crítica, que decidió abandonar al PRI en 1987, no son expresiones de transfuguismo político sino de lo que aquí he llamado movilidad política. De hecho, dichas escisiones fueron decisivas en la ulterior crisis del viejo régimen y su reemplazo por uno democrático.


4. La movilidad política durante la transición no sólo acompañó a la fragmentación y ruptura de la coalición dominante sino que modificó la correlación de fuerzas entre el partido oficial y la oposición, por la vía electoral. Como se sabe, el régimen de partido hegemónico obstaculizaba la formación de partidos políticos y cooptaba a los políticos profesionales de la sociedad, pero, una vez que la cohesión de la clase política comienza a fragmentarse, se abre un camino inédito de “concertacesiones” y reformas con los partidos emergentes y se establece un puente entre la oposición y el régimen. En ese contexto, la movilidad de actores políticos desde el PRI a la oposición puede considerarse como aceptable e incluso hasta benéfica, pues acentuó la crisis terminal del régimen autoritario, gracias a la afirmación del pluralismo y la competencia, necesarios para una democracia. Pero una vez concretada la alternancia en el 2000, la movilidad de actores políticos perdió esta cualidad y pasó a ser perjudicial para la incipiente democracia, pues en lugar de fortalecer a los partidos y la representación, los deslegitima irremediablemente


5. El transfuguismo en México de expriistas se ha venido incrementando desde que el PRI pasó a ser oposición en 2000 y se cerraron opciones a su militancia, por lo que migraron a otras fuerzas que les ofrecían mayores posibilidades de proyección personal. En la práctica, aunque con variantes, los expriistas tránsfugas se han mantenido consecuentes con el viejo lema del priismo que consideraba a la política como una rueda de la fortuna: “a veces estás arriba, a veces estás abajo, pero siempre hay que estar adentro, para seguir viviendo del presupuesto”. La diferencia es que ahora, para “seguir adentro” de la política y seguir viviendo del presupuesto había que buscar otros horizontes partidistas. De algún modo, los tránsfugas expriistas han sido fieles a su ideario priista original.


6. El incontenible y creciente transfuguismo de expriistas distinguidos ha minado al PRI y fortalecido a otros partidos receptores de tránsfugas, pero ni el PRI ha sucumbido con ello ni los otros partidos tienen asegurado su éxito, si acaso todos han debido renovar sus argumentos para justificar este fenómeno y salir lo menos raspados en el intento. Para unos, los tránsfugas son traidores de los ideales legítimos y las causas populares que enarbola su partido, y para los otros los tránsfugas son políticos que han optado por romper con el pasado autoritario para sumarse a las filas de la auténtica democracia. Pero como quiera que sea, siempre permanece un estigma para con los tránsfugas, percibidos como políticos de convicciones relajadas que se acomodan a todo.


7. En la práctica el transfuguismo en México ha sido tan oportunista que en lugar de fortalecer al sistema de partidos, en su legitimidad y grado de competencia, lo vulnera, por cuanto se percibe como un conjunto de acomodos convenientes para todos los partidos. Además, el transfuguismo mina la credibilidad de la democracia, pues los partidos quedan exhibidos como pragmáticos y sin convicciones, algo mal visto por la sociedad; lo mismo puede decirse de las alianzas y las coaliciones entre partidos ideológicamente antagónicos. El resultado es una democracia desacreditada, gobernada en los hechos por una nueva partidocracia, igual de ambiciosa y cínica que el partido hegemónico de la era autoritaria.


8. La pérdida de credibilidad de los partidos receptores también ha motivado, aunque todavía de manera muy aislada, que ellos mismos se conviertan en proveedores de tránsfugas, abonando al descrédito del sistema representativo en su conjunto, siendo ésta una de las consecuencias no intencionadas del trasfuguismo. Sin embargo, si este fenómeno ha prosperado ha sido también gracias a la complicidad de la sociedad que en lugar de castigarlo no votando por los tránsfugas, muchas veces los respalda y legitima, o sea que el transfuguismo no sólo responde a cuestiones estructurales, como el conjunto de estímulos asociados con el ejercicio del poder público, sino también culturales, muy arraigados socialmente.


9. Dado que el transfuguismo se ha extendido a todos los partidos, aunque predomina el de políticos priistas hacia las otras fuerzas políticas, se pueden establecer diversas gradaciones del fenómeno dependiendo de las distancias ideológicas entre los partidos. Así, por ejemplo, es más grave en términos de inconsistencia ideológica el tránsfuga que salta del PRI, partido socialdemócrata o de centro moderada, al Partido Acción Nacional (PAN), partido demócrata liberal, de derecha y católico, que el que lo hace del PRI al PRD, partido de izquierda socialdemócrata. Pero más grave aún es el tránsfuga que salta del PAN al PRD, o sea de la derecha a la izquierda, o viceversa, pues al menos en el papel son partidos ideológicamente antagónicos.


10. El transfuguismo desde el PRI a otros partidos en contextos regionales ha sido un factor decisivo para el realineamiento partidista y el nivel de competitividad electoral, amén de otros factores como la propia fragmentación del PRI. A su vez, el transfuguismo a nivel regional tiene una buena explicación en el declive del corporativismo como eje articulador del quehacer político local. Finalmente, el transfuguismo genera una baja institucionalización del sistema de partidos en las entidades y una exigua calidad de la representación política.[11]


11. El transfuguismo en México no sólo se explica por la ambición de los tránsfugas, sino que responde a una descomposición paulatina de un partido hegemónico que se sostenía en el poder mediante fraudes electorales y una férrea disciplina de sus militantes (existían alternativas, pero marginales), lo que motivó a construir un pluralismo mediante el transfuguismo. Asimismo, aunque es innegable que varios tránsfugas lo son por oportunismo electoral, también ha habido una gran incoherencia programática de los partidos que estimula el transfuguismo. Por ello, este fenómeno se percibe en México de manera todavía ambigua, cosa que no ocurre en democracias maduras donde es muy mal visto y severamente castigado por los electores.


12. Además, visto culturalmente, el transfuguismo también sería ambivalente en México. Por una parte refuerza la idea de que los mexicanos somos un pueblo de convicciones relajadas, como resultado de su ambivalencia de origen, pero también, en tiempos recientes, como un pueblo que se rebela al yugo, mediante escisiones y rupturas.[12] Pero, como hemos dicho, no debe confundirse el transfuguismo con las rupturas y escisiones que ocurrieron de manera aislada en la era autoritaria. De hecho, el transfuguismo es una condición de la democracia, mientras que las rupturas son propias de regímenes autoritarios. En México sólo puede hablarse de transfuguismo muy a finales del siglo XX, con la transición democrática.


13. El transfuguismo en la era democrática no tiene nada que ver con la movilidad política de antaño, nacida de una confrontación de ideas e ideales, como lo fue, por ejemplo, el desprendimiento cardenista del PRI o la escisión "forista" del PAN. Lo que hoy presenciamos es un ejercicio llano de transfuguismo por cálculos fundamentalmente personales. Realismo laboral en su estado puro. Para los tránsfugas, el gobierno es un botín que alguien ganará y por eso hay que alinearse en las filas del triunfador. Lo que prevalece es la tendencia acomodaticia, invocan a lo que ellos llaman “sus convicciones profundas”. Y en su nombre buscan nuevos horizontes.


14. El transfuguismo es síntoma de algo más grave aún: la ausencia de referentes ideológicos mínimos en un país dominado tradicionalmente por una cultura desprejuiciadamente pragmática. Una de las grandes ventajas del viejo sistema político es que siendo autoritario carecía de ideología fija, por eso fue menos opresivo y flexible. Las ideas han sido lo menos importante para la formación de la clase política. En este país el poder ha sido un fin en sí mismo. Por eso, de algún modo, el transfuguismo que hoy vemos es una continuación de esa cultura priista, que en la ausencia de ideas era una ventaja para saltar de un grupo al otro. Desde esta perspectiva, el problema no son los oportunistas, pues esos los ha habido siempre, sino que los partidos son cascarones carentes de ideas, auténticas oficinas de colocación. El juego político democrático no ha consistido en ganar las elecciones para conducir la historicidad del país, sino para instalarse en el gobierno.[13]


15. Con todo, el transfuguismo sigue generando la alternancia vía elecciones competitivas. Pero su persistencia ha vuelto cada vez más patológica la vida política, ha puesto en crisis el sistema representativo, y el sistema de partidos se transforma sustancialmente en una partidocracia. En suma, la democracia se deslegitima abriendo el camino a su eventual colapso a manos de líderes populistas y/o anti-políticos. En otras palabras, el transfuguismo muestra no sólo la inestable democracia interna de los partidos, sino también los límites de la propia democracia representativa, la miseria de la representatividad de los elegidos y la generalizada corrupción del quehacer político.


16. Con el transfuguismo también está en cuestión la propia calidad o alcance de la alternancia, pues ahí donde un tránsfuga logra ocupar un cargo de representación popular como candidato de un partido que por esa vía conquista el poder y propicia la alternancia, casi siempre formará su gabinete con personas de su confianza vinculadas más con el partido de origen que con el que lo postuló. Es decir, la alternancia se vuelve algo más formal que real, amén de que se inhibe la recirculación de los cuadros políticos y el recambio generacional de los mismos.


17. El transfuguismo puede tener, como efecto colateral, el fortalecimiento de la oposición. Si bien es cierto que su práctica es reprobable, sus partidarios siempre encuentran pretextos para justificarlo. De hecho, el contenido y las formas del transfuguismo varían de una elección a otra. En el pasado el PRI podía en ciertos casos reciclar a sus ex militantes, pero ahora eso es prácticamente imposible. Las lealtades partidistas se premian cada vez más, y las deslealtades son cada vez más repudiadas por los propios militantes.


18. El transfuguismo, sin embargo, no debería ser una práctica recurrente de la política. La formación de cuadros dirigentes, el reclutamiento político y la programación ideológica son tareas permanentes de los partidos políticos. El predominio del poder invisible en los partidos estimula la partidocracia y el transfuguismo, una representación política sustentada en la repartición de prebendas sólo puede generar involuciones democráticas.


19. En suma, el transfuguismo pone en evidencia varias cosas: ausencia de un sistema de partidos fuerte, o sea con partidos institucionalizados; crisis de la representación política; ausencia de vías institucionales de comunicación e información entre representantes y representados; escaso desarrollo y fomento de una cultura política basada en el pluralismo y la diferenciación ideológica; escasa cohesión programática e ideológica en las organizaciones partidistas; marcado pragmatismo que lleva a los partidos a convertirse en maquinarias electorales antes que en expresión de la diversidad de intereses sociales; débil arraigo social de los partidos con la consecuente movilidad partidista electoral; y cambios en la oferta electoral donde lo que importa son los candidatos más que los partidos o sus líneas programáticas.[14]


20. A lo anterior hay que sumar las ambigüedades normativas prevalecientes en materia electoral y de partidos, que de algún modo apuntalan el transfuguismo, ya sea por ausencia de sanciones rígidas a los partidos que violentan la ley, ya sea porque no existe una ley de partidos que regule pormenorizadamente las actividades y características de los mismos, ya sea porque otorga amplias prerrogativas y privilegios a los partidos, ya sea porque carece de medidas de contrapeso a los partidos o para exigirles que se responsabilicen ante la sociedad, como podrían ser la revocación de mandato, la reelección continua, la iniciativa popular y otras formas de democracia directa, entre otras muchas opciones. Pero una cosa es la permisividad de la ley, que alienta indirectamente el transfuguismo, con todo y sus consecuencias negativas para la democracia, y otra muy distinta es legislar sobre la materia de manera directa, introduciendo candados y obstáculos al transfuguismo, lo cual sería, como trataré de demostrar en el siguiente apartado, contradictorio con la propia democracia.


4. ¿Legislar o no legislar?

Una manía —y una desgracia— del Poder Legislativo en México (o mejor, de los partidos con representación en el mismo) ha sido la de legislar con una visión cortoplacista, como queriendo apagar incendios con cubetas, aquejado por la coyuntura, sin más horizonte que el presente. No voy a repetir aquí lo que he sostenido en muchas otras partes sobre la apremiante necesidad de una reforma integral a la Constitución que permita actualizar en clave democrática todo el andamiaje normativo e institucional del país,[15] pero sí insistiré que en ausencia de dicha reforma del Estado, todas las reformas aisladas que se aprueben serán inútiles e insuficientes para apuntalar a nuestra democracia y superar el actual estado de defección que la aqueja a apenas una década de ser estrenada. En esa perspectiva, el reto no es reconocer focos de peligro y buscar soluciones normativas aisladas a cada uno, sino tener una visión de conjunto y la voluntad política para edificar un auténtico Estado de derecho a la altura de los enormes desafíos que supone construir la democracia después de la larga noche autoritaria.

                Huelga decir que en el México postautoritario no sólo no ha existido esa voluntad política sino que prevalece un sistema de incentivos muy rentables derivados de ocupar el poder público que simplemente desalientan a los partidos a avanzar en esa dirección. Por ello, seguimos instalados en el cortoplacismo y el gradualismo en lo que a reformas legislativas se refiere, con la consecuencia de avanzar hacia un régimen a medio camino entre el autoritarismo y la democracia, un auténtico híbrido institucional que ha terminado por dar por normal lo que en realidad son perversiones de la democracia, como la existencia de un presidente advenedizo o de una partidocracia sin contrapesos efectivos.[16] Por ello, no hay reforma que alcance sino es para dar pena o de plano para hundirnos todavía más. Ahí está, por ejemplo, la insufrible reforma electoral de 2007 que en lugar de apuntalar la democracia electoral la mancilla, imponiendo restricciones a la libertad de expresión; o la reforma política que actualmente se discute en el Congreso que de tantas modificaciones cautelares y candados aplicados por los partidos dejó de ser tanto reforma como política.

                A continuación me referiré a ambas reformas para colocar en perspectiva la actual discusión sobre las iniciativas que hoy existen para frenar de algún modo el transfuguismo y evitar así sus consecuencias nocivas para la democracia electoral.

                El mejor ejemplo de una reforma enferma de coyuntura es la electoral de 2007, o sea una reforma tan cortoplacista que muy pronto exhibió sus inconsistencias y despropósitos. En efecto, las modificaciones introducidas entonces proponían mecanismos legales para revertir e impedir en el futuro los errores y los excesos que se presentaron en ocasión de las elecciones federales del 2006 y que pusieron en riesgo la contienda y dañaron la imagen del Instituto Federal Electoral (IFE) en lo que a su credibilidad y eficacia se refiere. Así, por ejemplo, según consta en la exposición de motivos de la iniciativa de cambios constitucionales en materia electoral, los partidos detectaron los siguientes puntos débiles a partir de los comicios federales del 2006: un excesivo protagonismo de los medios de comunicación en los procesos electorales con el afán de influir en los resultados en sintonía con sus intereses particulares; un uso excesivo de descalificaciones y denuestos entre partidos y candidatos fuera de las reglas elementales de la convivencia entre adversarios; un gasto excesivo de los partidos en la promoción de sus campañas en los medios de comunicación; una desmesurada exposición mediática de actores políticos con recursos públicos en tiempos electorales y que influían en los resultados; una intervención mediática no controlada de la iniciativa privada a favor o en contra de ciertos partidos o candidatos; un Consejo General del IFE cuya eventual inexperiencia pudo poner en riesgo la credibilidad de los comicios. Adicionalmente, haciendo eco de una percepción dominante entre los ciudadanos, los partidos coinciden en que los tiempos y los gastos de las campañas eran excesivos.

En correspondencia con este diagnóstico de coyuntura, las reformas electorales del 2007 buscaban frenar estos potenciales nudos de conflicto. Así, por ejemplo, se establecen facultades al IFE para evitar mediante sanciones estrictas que los medios y la iniciativa privada vuelvan a tener un papel demasiado activo durante las campañas; se impide que el Presidente de la República, los gobernadores y los alcaldes hagan publicidad durante las campañas; se establece que el IFE administre los tiempos del Estado en los medios para que los partidos y los candidatos difundan sus propuestas, al tiempo que se prohíbe la contratación de espacios fuera de los tiempos oficiales; se establece que la publicidad de los partidos no podrá contener expresiones que “denigren” a las instituciones y a los propios partidos o que calumnien a las personas; se reducen los gastos y los tiempos de campaña y precampaña; se establece un mecanismo de renovación escalonada de los miembros del Consejo General del IFE.[17]

Como se puede observar el sentido y la orientación de estas reformas está directamente conectado con la coyuntura, o mejor con la lectura que los propios partidos hicieron acerca del proceso electoral de 2006. En principio, proceder así es normal y lógico, pues toda reforma responde a una serie de circunstancias percibidas como negativas y susceptibles de corregirse. El problema está más bien en que la coyuntura no siempre es el mejor rasero (o cuando menos no el único) para introducir cambios normativos de largo aliento, cambios con una perspectiva de larga duración y que abonen de manera eficaz e inequívoca a la maduración y la consolidación de la democracia electoral sin necesidad de someter a examen periódico sus reglas cada vez que la realidad muestre cuán insuficientes son. Más aún, mirar con el prisma de la coyuntura implica muchas veces mirar exclusiva o primordialmente desde los agravios y los posibles resarcimientos particulares o de grupo, quedando en segundo término los intereses superiores y de largo plazo, que son los de la nación en toda su heterogeneidad y diversidad. Por esta vía, los remedios terminan siendo casi siempre tan coyunturales como el propio diagnóstico; o sea tentativos y provisionales. Pero el problema no son sólo las omisiones. Incidir en la realidad desde una lectura ensimismada por la coyuntura también puede llevar a ciertos despropósitos o errores de apreciación; es decir a sobredimensionar algunos temas y descuidar otros, alentando soluciones drásticas o incluso contradictorias con ciertos preceptos o libertades que a juzgar por muchos no sería prudente acotar o restringir, lo cual constituye el caldo de cultivo idóneo para que los actores inconformes o directamente afectados interpongan recursos de amparo contra la ley o incluso controversias constitucionales. Por ejemplo, si se percibe que los medios incidieron en demasía en el proceso electoral, por qué no entonces regular sus contenidos en futuras contiendas. El problema es que “regular” muy bien puede confundirse con “censurar” si antes no se define claramente lo que se pretende. Huelga decir que por esta vía los artífices de las reformas —señaladamente los partidos mayoritarios— se verán enfrentados invariablemente a un caudal de críticas por una presunta extralimitación en sus funciones y atribuciones con tal de mantener sus propios intereses. De hecho, no son pocas las voces que han hablado de “partidocracia” para referirse a la actuación de los partidos con esta reforma, entendiendo por ello una perversión de la democracia en la que no existen suficientes mecanismos formales para contrarrestar o limitar el poder de facto de los partidos mayoritarios. Otras voces, por su parte, han señalado que no existen aún los incentivos necesarios para que los partidos vean disminuir sus muchas prerrogativas por la vía de reformas legales que sólo los propios partidos están facultados para introducir. Finalmente, por sus omisiones y excesos, algunos más han afirmado que la reforma en cuestión es impopular o incluso que constituye una contrarreforma electoral; es decir un retroceso en lugar de un avance. Lamentablemente, todas estas interpretaciones tienen algo de verdad. La reforma electoral presenta avances indudables, pero el peso de las omisiones y la existencia de algunos despropósitos en la misma terminan restándole fuerza y aquiescencia.

Para efectos del presente ensayo, quisiera resaltar uno de los aspectos más controversiales de la reforma electoral: la reglamentación de los contenidos de las campañas. La intención de ello es clara: evitar en el futuro campañas de denuesto que se salgan de los márgenes de lo políticamente correcto. El problema es que las fronteras entre la regulación de prácticas y conductas y la libertad de expresión suelen ser muy sutiles y siempre motivará controversias. Así, por ejemplo, reglamentar los contenidos de las campañas no puede hacerse sin imponer unos criterios muy subjetivos y endebles: ¿quién puede establecer, por ejemplo, cuando algo es “denigrante” o no lo es? Además, de acuerdo con la experiencia de muchas democracias consolidadas en el mundo, la negatividad de las campañas no es algo condenable per se. Según este criterio, corresponde sólo a los ciudadanos premiar o castigar a los candidatos por sus exabruptos o su discreción. Implícito pues en toda tentativa de regular los contenidos de las campañas para que se desarrollen según normas de respeto y prudencia, suele esconderse una concepción que subestima a los ciudadanos en sus capacidades de discernir por sí mismos sus preferencias, una concepción paternalista de la política que concibe a los ciudadanos como menores de edad. Asimismo, en caso de difamación y calumnias, ya existen los instrumentos legales para que los afectados interpongan una demanda y puedan resarcir el daño moral.

Con estas consideraciones se puede ejemplificar uno de los riesgos de reformar una ley a partir de ponderar exclusivamente cuestiones coyunturales. Por esta vía es común que se sobredimensionen algunos aspectos en detrimento de otros. El resultado puede ser acortar ciertas libertades en aras de solucionar un problema específico. Quizá la medicina puede ser eficaz, pero si causa daños colaterales graves, no hay más remedio que cambiarla. Precisamente por ello, al prosperar ahora este tipo de soluciones, no pasará mucho tiempo para que se deroguen. Ninguna democracia puede levantarse si no es en el piso firme de los derechos y las libertades individuales.

Sirva este ejemplo para mostrar la improcedencia de una reforma legal que busque desalentar o impedir el transfuguismo político. En efecto, que el transfuguismo sea un fenómeno que mine la credibilidad y la legitimidad de la democracia no significa que debe prohibirse o controlarse en automático, pues hacerlo afectaría otros derechos consustanciales a la democracia, como la libertad política o el derecho de reunión y de profesar la ideología que cada quien prefiera. Por este simple hecho, legislar en materia de transfuguismo es un despropósito contradictorio incluso con los derechos superiores consagrados en nuestra Carta Magna. Además, de nueva cuenta, se estaría pecando de paternalismo, al intentar precaver a los ciudadanos de políticos oportunistas que no saben más que acomodarse a lo que más les conviene, sin más fidelidad que a sus intereses personales. A estas alturas, una reforma paternalista termina negando a los ciudadanos su condición de ciudadanos, pues los concibe como sujetos incapaces de opinar y decidir por sí mismos de manera madura. Seguir alimentando este tipo de criterios es incompatible con la democracia. Las sociedades pueden equivocarse, pero eso no supone conculcarles su plena soberanía para decidir en los asuntos públicos. Toca a los ciudadanos y sólo a ellos premiar o castigar desde sus propias escalas de valores los excesos e inconsistencias de sus representantes, como sería el propio transfuguismo, votando o no por ellos, como debería ocurrir también con los candidatos en campaña que descalifican a sus contrincantes sin ningún reparo. Sólo desde una concepción que no escamoteé estos derechos a los ciudadanos puede construirse un auténtico Estado de derecho. En suma, legislar para prohibir el transfuguismo es una mala idea, una medicina que traería efectos negativos colaterales.

¿Qué hacer entonces? De nuevo, la solución es avanzar decididamente en reforma estructurales que apuntalen la democracia, restrinjan privilegios a los partidos y otorguen a los ciudadanos más facultades para participar en los asuntos públicos. Este era precisamente el espíritu de la así llamada Reforma Política enviada por el Poder Ejecutivo al Congreso en el 2009 y que en el camino se ha venido desdibujando, hasta convertirse en un pastiche sin pies ni cabeza. Conviene referir esta reforma porque quizá es en las actuales condiciones lo más a lo que podemos aspirar para revertir algunas de las tendencias negativas que dañan nuestra democracia y que indirectamente puedan inhibir o desalentar prácticas perversas, como el propio transfuguismo político.

Al anunciar la reforma política, el presidente Felipe Calderón la hizo aparecer como la reforma del Estado que el país requiere. Pero esto es insostenible. La reforma propuesta por Calderón es tan sólo una que mira a corregir algunos aspectos aislados de nuestro régimen político, pero no al régimen en su conjunto. Conviene pues, no confundirlas. Sólo puede hablarse de reforma del Estado en presencia de una reforma integral del andamiaje normativo e institucional que heredamos prácticamente intacto del viejo régimen autoritario y, por lo mismo, incompatible con las exigencias y necesidades de una democracia. En ese sentido, la iniciativa de reforma enviada por Calderón sólo propone cambios en algunos aspectos muy localizados, sobre todo en materia de democracia electoral, tales como reelección de diputados y senadores, segunda vuelta electoral, candidaturas independientes, iniciativa popular, reducción del número de diputados y senadores, entre otras, y se dejan de lado otros temas igualmente cruciales para apuntalar nuestra democracia, tales como el federalismo, la rendición de cuentas, la revocación de mandato, la ley de medios, una auténtica ley de transparencia, una ley de partidos, el equilibrio de poderes, entre muchos otros. Por eso debemos insistir que la reforma política anunciada por Calderón, aunque toca aspectos importantes, no es suficiente por sí sola para reformar nuestro entramado institucional ni califica para ser llamada reforma del Estado, como los voceros de Calderón han querido venderla a la ciudadanía.

Pero si exagerar las virtudes de la reforma política propuesta por Calderón es un engaño, escamotearla sólo puede hacerse desde la mentira y la simulación. Más específicamente, si la reforma de Calderón es de por sí limitada, denostarla o descalificarla para no aprobarla sólo puede hacerse desde la mezquindad política, pues en el fondo los partidos no están dispuestos a perder sus privilegios, mucho menos si hacerlo depende de ellos mismos mediante reformas como ésta. Que quede claro. Las reformas propuestas son limitadas, pero es lo mínimo de lo mínimo a lo que podemos aspirar en tiempos de cinismo político como el que padecemos. En ese sentido, el debate no es si las reformas propuestas son buenas o son malas, si son contraproducentes o no, si son técnicamente pertinentes o viables, etcétera, el tema es más bien si son necesarias o no en la perspectiva de apuntalar nuestra democracia. Ya vimos que tal y como están formuladas no son suficientes, pero eso no significa que no sean necesarias, o sea, aunque limitadas y parciales, son importantes para ir viendo un avance, comenzando por restarle privilegios a los partidos y lograr mejores equilibrios entre los poderes. Por todo ello, así como sostener que la reforma de Calderón es una gran reforma es una falacia, decir que las propuestas contenidas en ella no son necesarias también lo es. En realidad, los contenidos de la reforma propuesta por Calderón son tan básicos y elementales, que lo sorprendente es que nuestra joven democracia pueda preciarse de serlo sin haberlos incorporado hasta ahora, o sea que no hay ninguna razón, ni técnica, ni jurídica, ni arquitectónica, que justifique su ausencia. De hecho, ninguna democracia en el mundo califica hoy como tal en ausencia de tales contenidos elementales, como son la reelección de diputados y senadores, alcaldes y gobernadores, la reducción del número de legisladores, el incremento de los topes exigidos para que los partidos mantengan su registro, las candidaturas independientes, la segunda vuelta electoral, etcétera. Ninguno de estos tópicos debería estar a discusión, simplemente son indispensables. Llenarlos de objeciones y dudas técnicas sólo constituye un ardid para desecharlas.[18]

Así, por ejemplo, oponerse hoy en día a la reelección de nuestros representantes sólo puede hacerse con la intención de asegurar y preservar los caudillismos y los cotos de poder que la no reelección ha alimentado en tiempos de alternancia. La verdad es que la reelección de nuestros representantes es fundamental para conferir a los ciudadanos la capacidad de premiar o castigar a nuestras autoridades y, en esa medida, estimular a estos últimos a gobernar en tensión creativa con los ciudadanos. Si las cúpulas partidistas se oponen a esta medida es porque les sustrae capacidad para seguir manipulando clientelarmente la asignación de candidatos y curules, según la lógica que sostiene que lo que pierden los partidos lo conquistan los ciudadanos. Pero así como la reelección resulta fundamental para toda democracia, al grado que hoy es difícil encontrar democracias que la proscriben, debemos señalar que esta iniciativa es insuficiente si no se introducen paralelamente mecanismos formales para la revocación de mandato y la rendición de cuentas.

En una línea similar de preocupaciones, la iniciativa de reforma de Calderón contempla la iniciativa popular, para que los ciudadanos puedan incidir en los procesos legislativos y proponer puntos en la agenda. En primera instancia, oponerse a cuestiones tan elementales y básicas como ésta sería estúpido, sin embargo más de un “experto” o líder partidista lo hizo, en el colmo del cinismo. Por mi parte, sólo diría que la iniciativa ciudadana es una facultad indispensable para cualquier democracia moderna, y que abría que contemplar también otras prerrogativas vecinas como el referéndum y el plebiscito, instrumentos cada vez más socorridos para garantizar la rendición de cuentas y la reciprocidad.

En fin, avanzar en reformas estructurales como las referidas constituye el único camino viable para apuntalar nuestra maltrecha democracia y conjurar prácticas perversas y dañinas como el transfuguismo político. Pero me temo que no existen todavía las condiciones óptimas para ello. Aquí no hay alquimia ni magia, simplemente no existen todavía los incentivos suficientes para que los partidos políticos renuncien por la vía de reformas normativas que corresponde a ellos mismos aprobar, a algunas de las muchas prerrogativas y privilegios con los que hoy cuentan. Conviene no olvidar que la partidocracia en la que mutó nuestro sistema político después de la alternancia es una perversión de la democracia igual de nefasta y nociva que el hegemonismo de un partido que padecimos en la era autoritaria del viejo régimen.

Por todo ello, legislar en materia de transfuguismo no sólo es contradictorio con los principios y libertades fundamentales consagrados en la Constitución, sino también inútil, por cuanto sería una reforma cosmética y superficial que poco ayudaría a resolver los problemas de fondo o estructurales de nuestra maltrecha democracia. Quizá nuestro país ya perdió definitivamente el tren que podía conducirlo hacia un auténtico Estado de derecho. En lugar de ello, quizá debamos acostumbrarnos a vivir en un híbrido entre el autoritarismo y la democracia, hasta que los fantasmas de la ingobernabilidad y la violencia vuelvan a manifestarse.  


5. Una pregunta final

Que el gradualismo haya sido en el pasado reciente la estrategia dominante para avanzar en la transición tiene mucho sentido. Antes se buscaba preservar al régimen priista a toda costa, como abrir cautamente la arena electoral. De hecho, la elite gobernante siempre pudo imponer a conveniencia sus preferencias y opciones en las reformas electorales, con una lógica minimalista más que maximalista. Pero esto que resulta obvio en el pasado, no tiene sentido en el presente, una vez que hemos llegado a la democracia por la vía de la alternancia. Hoy quizá haya razones que expliquen pero no que justifiquen el gradualismo como estrategia para “perfeccionar” las leyes vigentes. Si el minimalismo tuvo buenas razones en el pasado, poner al día nuestra democracia hoy para que funcione adecuadamente exige por parte de todos los actores políticos una estrategia maximalista, despojada de intereses inmediatistas o cortoplacistas. En la actualidad, una vez que ha cristalizado la alternancia y se ha dejado atrás al autoritarismo, no deberían caber posiciones timoratas y gradualistas para emprender las reformas que el país tanto necesita. ¿Hasta cuándo?






[1] J. Reniu Vilamala, “La representación política en crisis: el transfuguismo como estrategia política”, en J. Porras Antonio (ed.), El debate sobre la crisis de la representación política, Madrid, Tecnos, 1996, pp. 45-72.


[2] Para una definición del concepto de movilidad política y otros afines, remito a mi libro C. Cansino, Conceptos y categorías del cambio político, México, IEESA, 2002.


[3] J. Colomer, El arte de la manipulación política, Madrid, Anagrama, 1990, cap. 1.


[4] J. Reniu Vilamala, op. cit., p. 46. Etimológicamente, tránsfuga es la “persona que huye de una parte a otra, de un partido a otro”. Según el Diccionario de la Real Academia Española también se asocia con “mudar casaca” o “chaquetear”.


[5] Sobre este tema véase N. Bobbio, La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea, Barcelona, Paidós, 1988.


[6] Por realineamiento electoral se entiende el cambio de la identificación de preferencias partidistas, la identificación de grupos de apoyo partidario, la continuidad y discontinuidad de etapas electorales, etcétera. Un realineamiento implica un proceso político integral de modificación regional y estadística en las preferencias electorales.


[7] Según la teoría más aceptada sobre los incentivos, son un componente central en el proceso de institucionalización de los partidos y en la configuración de las coaliciones dominantes. Los incentivos son los elementos materiales y morales que se asignan o retribuyen a quienes participan en el mantenimiento de la organización, y están condicionados por el grado de participación y los intereses que persigue cada miembro del partido. A. Panebianco, Modelos de partido, Madrid, Alianza, 1990.


[8] Véase, por ejemplo, A.O. Hirschman, Salida, voz y lealtad. Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y estados, México, FCE, 1977.


[9] Al respecto véase C. Cansino, La muerte de la ciencia política, Buenos Aires, Random House, 2008


[10] Debo esta idea a D.M. Velázquez Caballero, Transfuguismo político y realineamiento electoral en la sierra Mixteca de Puebla, 1989-2004. La construcción de la democracia local, Tesis para obtener el grado de Doctor en Historia y Estudios Regionales, Universidad Veracruzana, 2005.


[11] Esta es la tesis de la siguiente investigación: D.M. Velázquez Caballero, op.cit.


[12] Para documentar esta ambivalencia cultural remito a mi ensayo: C. Cansino, Entre el estoicismo y la esperanza. Un ensayo sobre el excepcionalismo mexicano, México, Océano, 2012.


[13] Como sostiene L. Curzio: “Si el autoritarismo pragmático era un fardo menos pesado, una democracia sin ideas ni referentes deja al país a la merced de una clase política cuya motivación única es apropiarse del botín por la vía que sea”. L. Curzio, “El transfuguismo político”, El Universal, México, 26 de septiembre de 2005.


[14] Al respecto véase: W. Masgo Manco, “Cambio y transfuguismo en la representación política”, 25 de julio de 2001 (www.politikaperu.com).


[15] Al respecto véase C. Cansino, El desafío democrático. La transformación del Estado en el México postautoritario, México, JUS, 2004.


[16] Al respecto véase C. Cansino y G. Nares, La fragilidad del orden deseado. México entre revoluciones, México, BUAP, 2011.


[17] Un análisis puntual de la reforma electoral de 2007 puede encontrarse en C. Cansino, El evangelio de la transición, México, Debate, 2008, cap. IX.


[18] Un análisis puntual de la Reforma Política presentada por el presidente Felipe Calderón puede encontrarse en C. Cansino y G. Nares, La fragilidad… cit., Epílogo.