lunes, 20 de febrero de 2012

©Crónica de la muerte anunciada de una reforma electoral







Hoy todos admiten que la Reforma Electoral de 2007 produjo una ley ridícula, pero cuando lo argumenté en ese año todos me criticaron. Por ello reproduzco aquí este ensayo sobre las inconsistencias de la ley electoral, no sin recurrir al consabido y pedante: "se los dije".


1. El peso de la coyuntura*

Era inevitable que las reformas constitucionales aprobadas en materia electoral por el Congreso de la Unión y publicadas en el Diario Oficial de la Federación el 13 de noviembre de 2007, así como las reformas a la ley secundaria —el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE)— aprobadas a fines del mismo año, generaran grandes controversias y posiciones encontradas. La cuestión electoral ha sido desde hace muchos años el eje de la democratización del sistema político mexicano, y al igual que en reformas electorales pasadas la de 2007 ha confrontado a distintas posiciones acerca de la profundidad y la velocidad de los cambios requeridos, la viabilidad y la pertinencia de las reformas, los resultados esperados y sus posibles efectos contraproducentes, en suma, sus límites y perspectivas.

En lo personal he fijado públicamente en varios medios una posición crítica sobre las reformas electorales de 2007 no tanto por sus adiciones, cambios y derogaciones, sino por sus diversas omisiones, mismas que tarde o temprano deberán afrontarse en las instancias legislativas correspondientes tan pronto como los comicios muestren en la práctica que tales asuntos ahora pospuestos o relegados sí son importantes para apuntalar nuestra democracia electoral.

Más específicamente, considero que la principal debilidad de las reformas electorales aprobadas reside en su carácter excesivamente coyuntural. En efecto, tal y como están planteadas, las modificaciones introducidas parecen buscar ante todo los mecanismos legales para revertir e impedir en el futuro los errores y los excesos que se presentaron en ocasión de las elecciones federales del 2006 y que pusieron en riesgo la contienda y dañaron la imagen del Instituto Federal Electoral (IFE) en lo que a su credibilidad y eficacia se refiere. Así, por ejemplo, según consta en la exposición de motivos de la iniciativa de cambios constitucionales en materia electoral, los partidos han detectado los siguientes puntos débiles a partir de los comicios federales del 2006: un excesivo protagonismo de los medios de comunicación en los procesos electorales con el afán de influir en los resultados en sintonía con sus intereses particulares; un uso excesivo de descalificaciones y denuestos entre partidos y candidatos fuera de las reglas elementales de la convivencia entre adversarios; un gasto excesivo de los partidos en la promoción de sus campañas en los medios de comunicación; una excesiva exposición mediática de actores políticos con recursos públicos en tiempos electorales y que pueden influir en los resultados; una intervención mediática no controlada de la iniciativa privada a favor o en contra de ciertos partidos o candidatos; un Consejo General del IFE cuya eventual inexperiencia puede poner en riesgo la credibilidad de los comicios. Adicionalmente, haciendo eco de una percepción dominante entre los ciudadanos, los partidos coinciden en que los tiempos y los gastos de las campañas son excesivos.

En correspondencia con este diagnóstico de coyuntura, las reformas electorales del 2007 buscan frenar estos potenciales nudos de conflicto. Así, por ejemplo, se establecen facultades al IFE para evitar mediante sanciones estrictas que los medios y la iniciativa privada vuelvan a tener un papel demasiado activo durante las campañas; se impide que el Presidente de la República, los gobernadores y los alcaldes hagan publicidad durante las campañas; se establece que el IFE administre los tiempos del Estado en los medios para que los partidos y los candidatos difundan sus propuestas, al tiempo que se prohíbe la contratación de espacios fuera de los tiempos oficiales; se establece que la publicidad de los partidos no podrá contener expresiones que “denigren” a las instituciones y a los propios partidos o que calumnien a las personas; se reducen los gastos y los tiempos de campaña y precampaña; se establece un mecanismo de renovación escalonada de los miembros del Consejo General del IFE. Adicionalmente, en respuesta a los reclamos por mayor transparencia de los partidos en el manejo de sus recursos, en la iniciativa de ley secundaria se reduce a un 10 por ciento el financiamiento privado y se faculta al IFE para vigilar los recursos públicos que ejercerán los partidos sin restricciones por los secretos bancario, fiscal o fiduciario.

Como se puede observar el sentido y la orientación de estas reformas está directamente conectado con la coyuntura, o mejor con la lectura que los propios partidos han hecho acerca del proceso electoral del 2006. En principio, proceder así es normal y lógico, pues toda reforma responde a una serie de circunstancias percibidas como negativas y susceptibles de corregirse. El problema está más bien en que la coyuntura no siempre es el mejor rasero (o cuando menos no el único) para introducir cambios normativos de largo aliento, cambios con una perspectiva de larga duración y que abonen de manera eficaz e inequívoca a la maduración y la consolidación de la democracia electoral sin necesidad de someter a examen periódico sus reglas cada vez que la realidad muestre cuán insuficientes son. Más aún, mirar con el prisma de la coyuntura implica muchas veces mirar exclusiva o primordialmente desde los agravios y los posibles resarcimientos particulares o de grupo, quedando en segundo término los intereses superiores y de largo plazo, que son los de la nación en toda su heterogeneidad y diversidad. Por esta vía, los remedios terminan siendo casi siempre tan coyunturales como el propio diagnóstico; o sea tentativos y provisionales. Pero el problema no son sólo las omisiones. Incidir en la realidad desde una lectura ensimismada por la coyuntura también puede llevar a ciertos despropósitos o errores de apreciación; es decir a sobredimensionar algunos temas y descuidar otros, alentando soluciones drásticas o incluso contradictorias con ciertos preceptos o libertades que a juzgar por muchos no sería prudente acotar o restringir, lo cual constituye el caldo de cultivo idóneo para que los actores inconformes o directamente afectados interpongan recursos de amparo contra la ley o incluso controversias constitucionales. Por ejemplo, si se percibe que los medios incidieron en demasía en el proceso electoral, por qué no entonces regular sus contenidos en futuras contiendas. El problema es que “regular” muy bien puede confundirse con “censurar” si antes no se define claramente lo que se pretende. Huelga decir que por esta vía los artífices de las reformas —señaladamente los partidos mayoritarios— se verán enfrentados invariablemente a un caudal de críticas por una presunta extralimitación en sus funciones y atribuciones con tal de mantener sus propios intereses. De hecho, no son pocas las voces que han hablado de “partidocracia” para referirse a la actuación de los partidos con esta reforma, entendiendo por ello una perversión de la democracia en la que no existen suficientes mecanismos formales para contrarrestar o limitar el poder de facto de los partidos mayoritarios. Otras voces, por su parte, han señalado que no existen aún los incentivos necesarios para que los partidos vean disminuir sus muchas prerrogativas por la vía de reformas legales que sólo los propios partidos están facultados para introducir. Finalmente, por sus omisiones y excesos, algunos más han afirmado que la reforma en cuestión es impopular o incluso que constituye una contrarreforma electoral; es decir un retroceso en lugar de un avance. Lamentablemente, todas estas interpretaciones tienen algo de verdad. La reforma electoral presenta avances indudables, pero el peso de las omisiones y la existencia de algunos despropósitos en la misma termina restándole fuerza y aquiescencia.

En suma, es posible detectar dos tipos de problemas en las reformas electorales de 2007: las omisiones y ciertos despropósitos. En virtud de ello, esta reforma presenta hasta cierto punto una paradoja si se compara con reformas electorales precedentes. Mientras que en el pasado, las reformas electorales fueron muy limitadas, graduales y hasta timoratas debido a la hegemonía que el partido gobernante mantenía sobre los procesos legislativos (aunque la reforma de 1996 permitió avances insoslayables debido a la debilidad que para entonces ya acusaba el régimen priista), la reforma de 2007 también resulta insuficiente y gradual pero por otras razones: una visión dominante muy coyuntural de los problemas y defectos de nuestro sistema electoral por parte de los partidos mayoritarios.

En lo que sigue desarrollaré esta tesis, para lo cual examinaré dos cuestiones: el proceso que condujo a las reformas recientes y el contenido de las mismas, tratando de reconocer sobre todo los muchos temas ausentes. Finalmente, con estos elementos, apuntaré algunas vías posibles de aplicación de las reformas constitucionales en la perspectiva de potenciar sus indudables avances en la ley secundaria respectiva.


2. La ruta de las Reformas

La transición democrática en México se ha caracterizado por su carácter tentativo y provisional. Esto se debe a que las elites políticas del régimen priista nunca perdieron el control del proceso de apertura. Por el contrario, con las subsecuentes reformas electorales que promovieron desde la Reforma Política de 1977 hasta la reforma de 1996 sólo buscaban recobrar para el régimen alguna legitimidad que les permitiera mantenerse en el poder. Más que democratización lo que tuvimos fue un largo proceso de liberalización política, es decir de flexibilización lenta y gradual de las restricciones a la competencia y la participación.

Sin embargo, la apertura restringida de la arena electoral generó nuevos equilibrios políticos y alternativas viables al partido del poder que en un contexto de crisis extrema terminaron por acotar al régimen y obligar a la elite gobernante a aceptar su derrota en las urnas. Como resultado, tuvimos una transición por la vía de la alternancia, una transición sin pacto, lo que marca un hecho inédito en las transiciones democráticas y una problemática muy delicada para los gobiernos emergentes que hasta cierto punto no tuvieron que enfrentar otros gobiernos en el mundo emanados de transiciones democráticas exitosas: el rediseño institucional y normativo del nuevo régimen sobre la base del régimen heredado, pero en un contexto altamente competitivo y sin una mayoría afín en el Congreso como para hacer avanzar dichas reformas con alguna certidumbre.

De ahí que México se encuentra después de la alternancia en una suerte de limbo, en el que los valores y las prácticas democráticas surgidas de la transición no pueden ser albergados de manera virtuosa en el entramado institucional y normativo vigente, que no es otro que el heredado del viejo régimen. En virtud de ello, el gran desafío para México en la actualidad es la reforma del Estado, que no es otra cosa que la reforma integral de la Constitución; una reforma que vuelva compatibles y coherentes a nuestras leyes e instituciones, por una parte, y las necesidades y las exigencias de una auténtica democracia, por la otra. Huelga decir que mientras no se avance seriamente en la reforma del Estado, por más importantes que sean los logros en materia democrática, siempre serán insuficientes y en ocasiones hasta contradictorios con las leyes heredadas del pasado.

            En este contexto, las elecciones federales del 2006 constituían en el papel una oportunidad óptima para apuntalar la joven democracia electoral del país. En efecto, si los comicios resultaban ejemplares en lo que a transparencia, participación, equidad e imparcialidad se refiere se habría dado un paso decisivo hacia el firme establecimiento de las prácticas, valores, normas e instituciones electorales. Sin embargo, esto no ocurrió. Las elecciones presidenciales mostraron con tristeza que el sistema electoral mexicano adolecía de serias fallas e inconsistencias, pero sobre todo que no estaba preparado para enfrentar con madurez y solidez una contienda muy competida y reñida que dio por resultado un empate técnico entre dos de los candidatos. La consecuencia fue un proceso electoral sumamente impugnado que albergó en muchos mexicanos la sospecha sobre la legitimidad de las elecciones, al grado de que el país se encontró sumamente dividido y polarizado, con una democracia vapuleada y exhibida en sus muchas inconsistencias.

            En los hechos, las instituciones y las leyes electorales vigentes no generaron la certidumbre institucional necesaria para unos comicios tan importantes. Y aunque no existen indicios sólidos de un fraude o una manipulación deliberada de los resultados, quedó de manifiesto que en materia de democracia hay mucho por hacer aún, que tenemos una ley electoral insuficiente y poco congruente con las exigencias de una verdadera democracia.

Por ello, después de las elecciones del 2006, resultaba imperiosa para México una nueva reforma electoral que reforzara a nuestra muy cuestionada democracia electoral. Si la reforma no procedió antes fue porque las elecciones de la alternancia en el 2000 la vacunaron. Parecía entonces que habíamos encontrado la fórmula perfecta para organizar elecciones e incluso se creó la ficción de que nuestro modelo era exportable a otros países. Sin embargo, la diferencia entre los comicios del 2000 y el 2006 fueron simplemente algunos puntos de diferencia entre los dos candidatos presidenciales más votados. Aquí no hay héroes ni villanos, simplemente circunstancias, y en el trasfondo la misma e insuficiente ley electoral, la de 1996.

Sin embargo, en honor a la verdad, nadie quería verlo. Todos parecían encandilados con las bondades de la reforma electoral de 1996 y fuimos muy pocos los observadores que insistimos en esos años en las muchas incongruencias de la misma y advertimos que tarde o temprano debía modificarse de manera integral si se aspiraba a fortalecer nuestra democracia electoral. El hecho es que los castillos que se pretendieron construir eran de arena y hoy los partidos han debido reconocer la fragilidad de origen de la legislación electoral. La pregunta que surge ahora es si las reformas electorales del 2007 cumplen o no con las necesidades y las exigencias de una auténtica democracia electoral, es decir, si está o no a la altura de lo que el país requiere o si constituye una reforma insuficiente a la que le sucederán inevitablemente nuevas reformas en el futuro, tan pronto como unos comicios muestren en la práctica sus puntos débiles.

En mi opinión, como anticipé al inicio, si bien dichas reformas electorales contemplan avances muy importantes, son tantas las omisiones que no hay más remedio que aceptar el carácter tentativo y provisional de las mismas. En efecto, tal y como los partidos han presentado las modificaciones legales, a las reformas de “tercera generación”, como muchos han llamado incorrectamente a esta reforma electoral, le sucederán en el futuro reformas de “cuarta”, “quinta” y “n” generación. La expresión es incorrecta porque sólo se puede hablar de reformas generacionales cuando los problemas que se buscan resolver con cada reforma son inéditos e imposibles de anticipar en el pasado. Obviamente, este no es el caso de México, pues aquí no ha habido ninguna temática considerada en las sucesivas reformas electorales cuya carga problemática no haya sido anticipada desde hace muchos años o incluso décadas. Lo que ha faltado más bien es la voluntad necesaria por parte de los actores políticos para introducir los cambios legales de una vez por todas, con una visión de largo plazo.

Por otra parte, no les falta razón a quienes argumentan que con estas reformas se da una vuelta de tuerca más hacia la afirmación de la partidocracia en México, o sea una desviación de la democracia según la cual los partidos terminan monopolizando las actividades políticas, económicas y sociales al querer canalizarlo todo por el cauce de la política institucional de los partidos. En los hechos, como veremos en el siguiente inciso, los primeros beneficiarios de esta Reforma son los propios partidos mayoritarios, los cuales no ven afectados en lo más mínimo sus muchas prerrogativas e intereses al cobijo de la ley.


3. La nueva Reforma

No hay Reforma perfecta y mucho menos una que deje satisfechos a todos. Sin embargo, cuando existen buenas condiciones para alcanzar acuerdos y plasmarlos en cambios de largo aliento más allá de las exigencias coyunturales y no se procede en consecuencia, el resultado será aún más insatisfactorio y puede motivar varios cuestionamientos. Que en el caso de la reforma que nos atañe existían condiciones óptimas para aspirar a cambios más ambiciosos que los alcanzados, es indudable. Así, por ejemplo, las reformas electorales se daban por primera vez en el marco de una reforma del Estado de gran calado y cuya aprobación e instalación en el Congreso de la Unión a principios de 2007 marcó el fin de una etapa de desencuentros sistemáticos entre las fuerzas partidistas y el inicio de otra más prometedora de negociaciones constructivas. Por otra parte, la integración de dicha Comisión para la reforma del Estado provee a los partidos de un marco simbólico que coloca como fines superiores tanto la construcción de todo un nuevo andamiaje institucional y normativo encaminado a asegurar la consolidación de la democracia, como la edificación largamente pospuesta de un Estado de Derecho verdaderamente democrático. Es precisamente en esta perspectiva de largo aliento que deben evaluarse los alcances de las reformas electorales.

            El principal avance de las reformas constitucionales es sin duda la restricción de la publicidad pagada para promover las campañas de partidos y candidatos. En efecto, nada justificaba la fuga extraordinaria de recursos públicos hacia los consorcios mediáticos con fines de proyección política. Para eso existen los tiempos oficiales del Estado que concesiona las frecuencias a los medios privados. Sin duda, con esta decisión, nuestro país adopta un principio básico de sana distancia entre los partidos y los medios que opera en prácticamente todas las democracias consolidadas del mundo. Sin embargo, operacionalizar este principio en la ley secundaria no resulta una tarea sencilla. Por lo pronto, se busca conceder facultades al IFE para administrar los tiempos del Estado destinados a los partidos en campaña y para sancionar a aquellos medios que incumplan con estas disposiciones.

            De la mano con este asunto están varios más de igual importancia: el establecimiento de restricciones para que nadie sin excepción (ni la iniciativa privada, ni funcionarios en activo, como el Presidente de la República, los gobernadores y los alcaldes) pueda hacer publicidad durante los tiempos de campaña y por esta vía influyan en los resultados; la regulación de los contenidos de la publicidad partidista para que ésta no denigre a las instituciones y a los propios partidos o calumnie a las personas; el establecimiento de lineamientos oficiales a los que deberán ceñirse los noticieros durante las campañas electorales. Indudablemente, pese a que estos aspectos buscan atender un problema coyuntural que hizo mella en las elecciones federales del 2006, resultan muy difíciles de reglamentar sin herir susceptibilidades. Las fronteras entre la regulación de prácticas y conductas y la libertad de expresión suelen ser muy sutiles y siempre motivará controversias. Por lo pronto, las reformas al COFIPE no parecen ofrecer las mejores alternativas para reglamentar el asunto sin vulnerar el principio de la libertad de expresión.

Así, por ejemplo, reglamentar los contenidos de las campañas no puede hacerse sin imponer unos criterios muy subjetivos y endebles: ¿quién puede establecer, por ejemplo, cuando algo es “denigrante” o no lo es? Además, de acuerdo con la experiencia de muchas democracias consolidadas en el mundo, la negatividad de las campañas no es algo condenable per se. Según este criterio, corresponde sólo a los ciudadanos premiar o castigar a los candidatos por sus exabruptos o su discreción. Implícito pues en toda tentativa de regular los contenidos de las campañas para que se desarrollen según normas de respeto y prudencia, suele esconderse una concepción que subestima a los ciudadanos en sus capacidades de discernir por sí mismos sus preferencias, una concepción paternalista de la política que concibe a los ciudadanos como menores de edad. Asimismo, en caso de difamación y calumnias, ya existen los instrumentos legales para que los afectados interpongan una demanda y puedan resarcir el daño moral.

Algo similar puede decirse de la restricción a particulares para que empleen a los medios en tiempos de campaña para difundir sus ideas, por más que se pretenda con la medida preservar la contienda de factores que la contaminen. En efecto, no puede reglamentarse en este terreno sin afectar el principio de la libertad de expresión. Pero quizá el asunto más polémico está en imponer lineamientos a los medios y en particular a los noticieros durante los tiempos electorales, bajo la amenaza de retirar temporalmente del aire a los medios que incumplan dichas disposiciones, según establece el proyecto de reformas al COFIPE. Como era de esperarse, el asunto ha despertado un intenso debate. En lo personal, me he pronunciado por la defensa irrestricta de la libertad de expresión. Más aún, después de décadas de imposiciones y controles oficiales sobre los medios, considero un avance que los medios o los noticieros fijen abiertamente sus posiciones con respecto a los candidatos. Con ello nos ahorramos las simulaciones del pasado, donde muchos medios aparentaban ser plurales y equitativos, pero en el fondo promovían veladamente sus propias preferencias. De nuevo, en este asunto toca exclusivamente a los ciudadanos premiar o castigar a los medios por su imparcialidad o parcialidad, en este caso con el favor o no de su audiencia o fidelidad.

Con estas consideraciones se puede ejemplificar uno de los riesgos de reformar una ley a partir de ponderar exclusivamente cuestiones coyunturales. Por esta vía es común que se sobredimensionen algunos aspectos en detrimento de otros. El resultado puede ser acortar ciertas libertades en aras de solucionar un problema específico. Quizá la medicina puede ser eficaz, pero si causa daños colaterales graves, no hay más remedio que cambiarla. Precisamente por ello, al prosperar ahora este tipo de soluciones, no pasará mucho tiempo para que se deroguen. Ninguna democracia puede levantarse si no es en el piso firme de los derechos y las libertades individuales.

Pero siguiendo con los avances de las reformas electorales de 2007, se introduce un aspecto de la mayor importancia: la disposición para que el IFE vigile los recursos públicos que ejercerán los partidos sin restricciones por los secretos bancario, fiduciario o fiscal. Para ello se propone constituir en el IFE una Unidad de Fiscalización de los Recursos Públicos de los Partidos Políticos. Sin duda, este punto atiende un reclamo por transparentar las actividades y el manejo de recursos de los partidos, y por ello es relevante. Sin embargo, existían en el tintero muchas otras propuestas en este sentido que al final no se concretaron. Así, por ejemplo, no resultaba desdeñable la propuesta de incluir a los partidos entre las instancias públicas sujetas a la ley de transparencia y acceso a la información. Como quiera que sea, hay aquí un avance, pero su pertinencia tiene que ver también con la existencia de sanciones graves para los partidos que incumplan con la obligación que se estipula en la reforma.

Finalmente, las reformas electorales de 2007 representan un avance en lo que a la reducción de tiempos de campañas y precampañas se refiere. Sin duda, este asunto junto con la restricción de contratar publicidad pagada y la reducción del financiamiento privado de los partidos (a un 10 por ciento del total del financiamiento, según estipula la reforma al COFIPE), reduce sensiblemente los hasta ahora excesivos gastos de nuestra democracia electoral. Sin embargo, comparada con varias democracias consolidadas, los tiempos de las campañas estipuladas por las reformas siguen siendo demasiado largos. He aquí otro punto que tarde o temprano deberá ajustarse (¿por qué no hacerlo desde ahora?)

Hasta aquí los principales avances de la reforma electoral del 2007. Como vimos, pese a sus aportes, ninguno está libre de problemas y queda la sensación de que se podía llegar más lejos sin necesidad de afectar aspectos colaterales como la libertad de expresión. Si evaluamos las reformas por su pertinencia para evitar o solucionar problemas coyunturales, es decir los problemas que se presentaron en ocasión de las elecciones federales del 2006, el resultado es positivo, aunque podía llegarse más lejos. Sin embargo, proceder así no es suficiente. Más que la coyuntura, el verdadero criterio para establecer los alcances de la reforma electoral es su contribución para consolidar la democracia en el futuro mediante el firme establecimiento de prácticas e instituciones electorales confiables y eficaces, en una perspectiva integral. Lamentablemente, desde esta perspectiva, la reforma electoral resulta insuficiente. Si en el pasado del viejo régimen se impuso una suerte de gradualismo a la hora de aprobar las reformas electorales, más por las circunstancias todavía favorables al partido hegemónico, en la reforma del 2007 el gradualismo también terminó imponiéndose, aunque por otras razones. A la larga, a la hora de los balances, con esta reforma los partidos nos siguen debiendo. Con esta reforma se volvió a perder la posibilidad de ir al fondo de muchos de los problemas de nuestro sistema electoral.

Son tantos los temas que se quedaron fuera de esta reforma que no hay más remedio que calificarla de tentativa y provisional. Considérense si no los siguientes: el asunto de las candidaturas independientes quedó en el limbo, pues se omite el párrafo que las impedía pero no se reglamenta al respecto; el tema de la reelección de diputados y senadores simplemente no fue considerado, aunque algunos legisladores dicen que es parte de otra reforma dentro de las previstas por la reforma del Estado; nada tampoco se avanzó sobre el voto de los mexicanos en el extranjero, que requiere de un régimen especial para darle cauce; el mecanismo de selección de los Consejeros del IFE siguió siendo una competencia exclusiva de los partidos con representación en el Congreso, no obstante que este hecho vicia de origen la credibilidad del árbitro por más que se establezcan mecanismos más abiertos y trasparentes para su designación; no se incluye nada sobre la democracia interna de los partidos, aunque es un tema polémico y no existe consenso a nivel mundial sobre la pertinencia o no de establecer mecanismos al respecto; no se incluye nada sobre referéndum, plebiscito, iniciativa legislativa popular y revocación de mandato que son figuras fundamentales en las democracias modernas; nada hay en la legislación acerca de reducir el número de legisladores y de redefinir la fórmula mixta de diputados y senadores de mayoría simple y de representación proporcional que genera sobrerrepresentación y que ha sido descartada por la mayoría de las democracias modernas en aras de una mejor representatividad política; no se introdujo nada sobre segunda vuelta y mecanismos alternativos para evitar conflictos en elecciones muy competidas y con resultados muy cerrados; el asunto de la equidad de género en las candidaturas de legisladores parece tener todavía algunos reparos; se descuidó la cuestión de nuevas tecnologías tanto para las campañas como para blindar el programa de resultados preliminares o introducir la urna electrónica; no se quiso ir más lejos en la centralización de las elecciones mediante la creación de un Instituto Nacional de Elecciones que concentre la facultad de organizar todos los comicios del país, con lo cual se frenarían las irregularices que suelen presentarse en los institutos electorales estatales, muchas veces sometidos a los poderes fácticos y cacicazgos locales (la ley sólo establece la posibilidad de que el IFE organice comicios estatales a petición de los propios poderes formales de cada entidad); tampoco se quiso unificar los tiempos electorales para todo el país, lo cual representaría un enorme ahorro de recursos y esfuerzos. Y como éstos, hay muchos asuntos pendientes más.

Pero además de las omisiones, se introdujeron en la Constitución y en la ley secundaria algunos puntos muy polémicos que bien podrían ser calificados de retrocesos. Tal es el caso de la creación de la figura de un contralor del IFE designado por los partidos en el Congreso que tendría las tareas de vigilar la actuación de los Consejeros Electorales y sugerir su remoción a criterio del mismo. Es un retroceso porque vulnera la autonomía que debe prevalecer en el Instituto y permite a los partidos interferir en los asuntos internos del mismo. Algo similar puede decirse de la intención de impedir las coaliciones o que en el caso de candidaturas comunes a cada partido se le abonen sus propios votos para establecer si conservan o no el registro. Obviamente el tema inquieta sobre todo a los así llamados partidos pequeños, pero no en aras de restarles fuerza puede sacrificarse lo que en sí mismo es una conquista: la posibilidad de establecer alianzas y coaliciones electorales. Tarde o temprano, la ley deberá buscar una fórmula distinta a la que ha trascendido ahora para atender prudentemente este punto.


4. A manera de conclusión

En su momento, la acalorada discusión pública sobre las muchas omisiones y despropósitos de la reforma electoral de 2007 nos hizo pensar a muchos que los legisladores introducirían los ajustes pertinentes antes de aprobar las reformas para que éstas no vulneraran derechos fundamentales o para que se impusiera la prudencia en muchos temas que suscitaban controversia. Lamentablemente, esto no ocurrió. Al final, los partidos mayoritarios se impusieron y, como suele ocurrir, la opinión pública fue simplemente ignorada por ellos. Con todo, es bueno que se reconozcan desde ahora los activos y los pasivos de esta reforma. Simplemente es cosa de esperar una nueva coyuntura favorable para que se den los acuerdos con un objetivo de miras más ambicioso que el que se pudo observar en esta ocasión. Sin embargo, las oportunidades son más bien escasas y cada vez que se desperdicia una se abona más a la incertidumbre y la desazón que a la estabilidad y la fortaleza de la democracia.

Que el gradualismo haya sido en el pasado reciente la estrategia dominante para avanzar en la transición tiene mucho sentido. Antes se buscaba preservar al régimen priista a toda costa, como abrir cautamente la arena electoral. De hecho, la elite gobernante siempre pudo imponer a conveniencia sus preferencias y opciones en las reformas electorales, con una lógica minimalista más que maximalista. Pero esto que resulta obvio en el pasado, no tiene sentido en el presente, una vez que hemos llegado a la democracia por la vía de la alternancia. Hoy no hay razones que justifiquen el gradualismo como estrategia para “perfeccionar” la ley electoral vigente. Si el minimalismo tuvo buenas razones en el pasado, poner al día nuestra democracia hoy para que funcione adecuadamente exige por parte de todos los actores políticos una estrategia maximalista, despojada de intereses inmediatistas o cortoplacistas. En la actualidad, una vez que ha cristalizado la alternancia y se ha dejado atrás al autoritarismo, no deberían caber posiciones timoratas y gradualistas para reformar la ley electoral. ¿Hasta cuándo?


5. Post-Scriptum

Reproduzco a continuación dos artículos de mi autoría publicados en El Universal (1 y 15 de febrero de 2007, respectivamente) escritos en el contexto de la designación de los nuevos Consejeros Electorales del IFE, una vez aprobada la reforma electoral de 2007, y en los que desapruebo dicho proceso y renuncio públicamente a mi candidatura para ocupar una plaza en el mismo.

¡Déjenlo ir!


Si todo ocurre según lo previsto, la próxima semana serán nombrados por los diputados los primeros tres Consejeros Electorales —incluyendo al Consejero Presidente — que habrán de integrar el nuevo IFE, después de que los legisladores decidieron posponer el nombramiento más de un mes, contraviniendo así a capricho la propia Constitución. Como quiera que sea, el proceso de selección ha generado gran expectación, pues malas decisiones en el pasado por parte de los legisladores llevaron a la conformación de un IFE sumamente cuestionado y desacreditado.

Como se sabe, en esta ocasión el Congreso decidió modificar el proceso de selección de los consejeros para que éste fuera más transparente y abierto. En ese sentido, se hizo una convocatoria pública, a la que siguió una revisión curricular y una entrevista a todos los candidatos. Sin embargo, el proceso ha dejado mucho que desear y todo hace indicar que en la designación prevalecerán a final de cuentas criterios discrecionales, o sea se elegirán como consejeros a aquellos candidatos que mantienen vínculos reconocidos con algunos de los partidos mayoritarios. Así, por ejemplo, no podía ser más burda la defensa del ministro Genaro Góngora por parte del PRD o el hecho de que la Comisión de selección haya subido en tres ocasiones el número de los candidatos finalistas, hasta llegar a 39, para que pudieran entrar en la lista los respectivos “gallos” de los partidos mayoritarios, pese a que muchos de ellos quedaron plenamente exhibidos en sus limitaciones e inconsistencias durante la entrevista que sostuvieron con la Comisión.

Llegados a este punto, considerando que el que esto escribe es uno de los 39 candidatos finalistas, muchos me preguntan si ha valido la pena participar en esta Convocatoria. A lo que respondo con un rotundo NO. Me inscribí pensando que la necesidad de dotar de credibilidad e imparcialidad al IFE daría lugar a un procedimiento de selección neutral y objetivo. Sin embargo, muy pronto me di cuenta que el proceso ha estado contaminado de principio a fin por los partidos mayoritarios y sus afanes por mantener posiciones en el IFE acordes a sus intereses, por lo que los académicos independientes no tenemos ninguna posibilidad de figurar, por más que nuestros méritos profesionales sean excepcionales. En virtud de ello, repruebo completamente el proceso de selección y renuncio públicamente a mi candidatura.

Asimismo, anticipo que el desenlace de esta simulación será fatal, pues el Congreso habrá perdido una oportunidad histórica para consolidar al IFE. Con ello, los partidos nos estarán diciendo con sus acciones que aún no están preparados para (o simplemente no les interesa) dejar ir completamente al IFE de sus manos, de su ámbito de control, pese a que la autonomía de este órgano es una condición indispensable para su adecuado desempeño y para que nuestra democracia electoral adquiera su mayoría de edad.

Ahora es tarde para exigir que se reponga el proceso de selección de los consejeros bajo nuevas reglas, pero no lo es para exhortar a los diputados para que sean exclusivamente los méritos profesionales y la independencia intelectual de los candidatos los criterios que prosperen en la decisión. En ese sentido, no está de más insistir en el perfil idóneo de los próximos consejeros y que debería prevalecer en la selección final que hagan los legisladores: 1) tener solidez académica, liderazgo y prestigio intelectual en el campo político-electoral; 2) contar con una obra académica profusa y reconocida tanto en México como en el extranjero; 3) contar con una trayectoria comprometida con el avance de la democracia y la reforma del Estado en México; 4) contar con una obra crítica y no complaciente con intereses políticos y partidistas de ningún tipo; 5) haber dado muestras fehacientes de absoluta independencia partidista; 6) no haber estado vinculado o haber trabajado como asesor, consultor, ideólogo o funcionario en ningún partido, fundación de un partido, dependencia pública estatal o paraestatal, o gobierno a lo largo de toda su trayectoria profesional; 7) no participar o haber participado de los grupos, camarillas o instituciones intelectuales o académicos que tradicionalmente han monopolizado e intercambiado entre sí cuotas de poder e influencia y se han repartido arbitrariamente puestos, cargos y privilegios; 8) no haber fungido como vocero o representante o candidato de organizaciones civiles de ningún tipo tan proclives a autoproclamarse como “representantes” de la sociedad civil y muchas de las cuales han hecho de esa supuesta representación una forma de lucro de sus líderes más que de lucha social auténtica; 9) no haber ocupado en el pasado alguna responsabilidad en el IFE o en algún otro organismo electoral del país y mucho menos como Consejero titular o suplente, pues resultaría a todas luces incongruente con las pretensiones de la nueva legislación electoral nombrar como funcionario electoral a alguien que ya había sido favorecido antes por los partidos mediante el tan cuestionado mecanismo de cuotas que prevaleció en el pasado inmediato; 10) y por las mismas razones, no haber ocupado en el pasado ninguna responsabilidad en algún otro organismo constitucional autónomo (IFAI, CNDH, etcétera), donde más que los méritos profesionales lo que ha contado en el nombramiento de sus cuadros son sus simpatías, vínculos y contactos con los partidos y otras autoridades.


¡Que cochinero!

Con este titulo, en estas mismas páginas, publiqué en 2003 un artículo acerca de la designación de los nuevos consejeros electorales del IFE. En aquella ocasión me pareció que nada calificaba mejor que esa frase el proceso de designación de Luis Carlos Ugalde y secuaces. Sostenía también que con esa designación nuestra joven democracia había sufrido un golpe fulminante, que quedaba mal parada, pisoteada por los propios actores políticos que deberían preservarla y apuntalarla, y que el IFE quedaba en entredicho por los propios personajes que al final ocuparían las sillas del Consejo General.

Cuatro años después no tengo mas remedio que recurrir otra vez a este título para referirme al nuevo proceso de designación de consejeros y que ya arrojó los nombres de los primeros tres funcionarios electorales: Leonardo Valdés Zurita, como Consejero Presidente, Marco Antonio Baños y Benito Nacif. Con la diferencia de que ahora el desaguisado es peor que el de 2003 por la sencilla razón de que en esta ocasión —presionados por la necesidad de volver a dotar de credibilidad al IFE, una vez que por su culpa prácticamente lo sepultan—, los partidos optaron por inventar un proceso aparentemente democrático de selección de consejeros que terminó revelándose como un burdo montaje para preservar sus intereses y seguir eligiendo mediante cuotas a los consejeros con los que mantienen más afinidades y vínculos políticos.

La designación ahora es más grave que hace cuatro años porque si antes era un descaro ahora hubo de por medio una gran mentira a la sociedad, un engaño mayúsculo, una simulación que no hace sino mostrar el poco aprecio que nuestros representantes tienen por la ciudadanía: una masa sin rostro, ignorante y apática, que puede manipularse a conveniencia y sin ningún tipo de reparo. La simulación fue tan sucia que los propios partidos se encargaron de destapar la cochambre con sus declaraciones tan absurdas como contradictorias entre sí.

En lo personal, aunque con anticipación me deslindé públicamente en estas mismas páginas del proceso de selección, me siento avergonzado por haber pensado en algún momento que dicho proceso podía ser, ahora sí, dadas las exigencias de la coyuntura, transparente e imparcial; consideración que me llevó a registrar mi candidatura y llegar hasta la lista final de los candidatos. Me llama la atención, por ejemplo, que en una de sus primeras declaraciones, el nuevo Consejero Presidente dijera que se entrevistó personalmente con los ocho líderes de las bancadas partidistas y con más de doscientos diputados para promover su candidatura al IFE. Obviamente, la pasarela con los diputados estaba reservada a unos cuantos, a aquellos que mantenían vínculos directos con algún partido o estaban respaldados por un político importante, no para cualquier hijo de vecino. Pese a todo, todavía hace dos semanas exhortaba a los partidos a que “dejaran ir” al IFE, que en la designación prevalecieran más los perfiles independientes de los candidatos que los perfiles políticos. De nada sirvió. Al final, los partidos mayoritarios se repartieron los puestos con la cuchara grande.

Como resultado, el nuevo IFE seguirá siendo motivo de todo tipo de suspicacias, quedará expuesto al cuestionamiento y el escarnio público al igual que en las elecciones del 2006. Además, si se revisan los antecedentes de los nuevos Consejeros, se perfila un nuevo IFE integrado por miembros dóciles, leales y afines ideológicamente a los partidos políticos.

Así, por ejemplo, Leonardo Valdés es un académico tan gris como su paso por diversos órganos electorales. Como investigador no ha producido nada relevante y como funcionario ha despertado enconos y ha dividido a sus colegas. Sus antecedentes lo ubican como un hombre de izquierda (militante del PMT y el Frente Democrático Nacional), pero ha sido también asesor del panista Felipe Calderón Hinojosa cuando era diputado y antes de Cuauhtémoc Cárdenas. En esta ocasión, llegó a la presidencia del IFE gracias al apoyo de Arturo Núñez, reconocido por sus vínculos con el poderoso senador priista Mario Fabio Beltrones. En fin, es la trayectoria típica de un tránsfuga, de un funcionario lo suficientemente hábil como para moverse con los vaivenes de la política. Benito Nacif, por su parte, más que una realidad, era una promesa de la academia (su obra se reduce a un par de trabajos de divulgación); llega muy inflado al Consejo pero también muy desprestigiado por sus vínculos cercanos y directos con Diódoro Carrasco, ex gobernador de Oaxaca y ahora diputado panista y, por si fuera poco, ¡presidente de la comisión que filtró los candidatos del IFE! Durante su entrevista en el proceso de selección quedó expuesto en sus inconsistencias y fue muy mal calificado, algo que al final no importó. Además, con su designación, se mantiene la costumbre de premiar a los grupos, camarillas o instituciones intelectuales o académicos —en este caso el CIDE— que tradicionalmente han monopolizado e intercambiado con las élites políticas cuotas de poder e influencia y se han repartido arbitrariamente puestos, cargos y privilegios. Finalmente, Marco Antonio Baños es simplemente un funcionario priista. No navega con banderas de académico ni oculta sus vínculos con el PRI o con Beltrones. Pero de eso se trataba ¿no? Más claro ni el agua.



* Con este ensayo presenté mi candidatura para ocupar una plaza en el Consejo General del Instituto Federal Electoral, de acuerdo a la Convocatoria presentada por la Cámara de Diputados en 2008. Con el mismo, llegué hasta la fase final de selección, antes de que renunciara públicamente a mi candidatura por considerar que el proceso había sido una simulación más del Poder Legislativo y un insulto a todos los mexicanos, tal y como doy cuenta en el post-scriptum que recojo al final del ensayo.

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