Hoy
todos admiten que la Reforma Electoral de 2007 produjo una ley ridícula, pero
cuando lo argumenté en ese año todos me criticaron. Por ello reproduzco aquí
este ensayo sobre las inconsistencias de la ley electoral, no sin recurrir al
consabido y pedante: "se los dije".
1. El peso de la coyuntura*
Era inevitable que las reformas
constitucionales aprobadas en materia electoral por el Congreso de la Unión y
publicadas en el Diario Oficial de la Federación el 13 de noviembre de 2007, así
como las reformas a la ley secundaria —el Código Federal de Instituciones y
Procedimientos Electorales (COFIPE)— aprobadas a fines del mismo año, generaran
grandes controversias y posiciones encontradas. La cuestión electoral ha sido
desde hace muchos años el eje de la democratización del sistema político
mexicano, y al igual que en reformas electorales pasadas la de 2007 ha
confrontado a distintas posiciones acerca de la profundidad y la velocidad de los
cambios requeridos, la viabilidad y la pertinencia de las reformas, los
resultados esperados y sus posibles efectos contraproducentes, en suma, sus
límites y perspectivas.
En lo personal
he fijado públicamente en varios medios una posición crítica sobre las reformas
electorales de 2007 no tanto por sus adiciones, cambios y derogaciones, sino
por sus diversas omisiones, mismas que tarde o temprano deberán afrontarse en
las instancias legislativas correspondientes tan pronto como los comicios
muestren en la práctica que tales asuntos ahora pospuestos o relegados sí son
importantes para apuntalar nuestra democracia electoral.
Más
específicamente, considero que la principal debilidad de las reformas electorales
aprobadas reside en su carácter excesivamente coyuntural. En efecto, tal y como
están planteadas, las modificaciones introducidas parecen buscar ante todo los
mecanismos legales para revertir e impedir en el futuro los errores y los
excesos que se presentaron en ocasión de las elecciones federales del 2006 y
que pusieron en riesgo la contienda y dañaron la imagen del Instituto Federal
Electoral (IFE) en lo que a su credibilidad y eficacia se refiere. Así, por
ejemplo, según consta en la exposición de motivos de la iniciativa de cambios
constitucionales en materia electoral, los partidos han detectado los
siguientes puntos débiles a partir de los comicios federales del 2006: un
excesivo protagonismo de los medios de comunicación en los procesos electorales
con el afán de influir en los resultados en sintonía con sus intereses
particulares; un uso excesivo de descalificaciones y denuestos entre partidos y
candidatos fuera de las reglas elementales de la convivencia entre adversarios;
un gasto excesivo de los partidos en la promoción de sus campañas en los medios
de comunicación; una excesiva exposición mediática de actores políticos con
recursos públicos en tiempos electorales y que pueden influir en los
resultados; una intervención mediática no controlada de la iniciativa privada a
favor o en contra de ciertos partidos o candidatos; un Consejo General del IFE
cuya eventual inexperiencia puede poner en riesgo la credibilidad de los
comicios. Adicionalmente, haciendo eco de una percepción dominante entre los
ciudadanos, los partidos coinciden en que los tiempos y los gastos de las
campañas son excesivos.
En
correspondencia con este diagnóstico de coyuntura, las reformas electorales del
2007 buscan frenar estos potenciales nudos de conflicto. Así, por ejemplo, se
establecen facultades al IFE para evitar mediante sanciones estrictas que los
medios y la iniciativa privada vuelvan a tener un papel demasiado activo
durante las campañas; se impide que el Presidente de la República, los
gobernadores y los alcaldes hagan publicidad durante las campañas; se establece
que el IFE administre los tiempos del Estado en los medios para que los
partidos y los candidatos difundan sus propuestas, al tiempo que se prohíbe la
contratación de espacios fuera de los tiempos oficiales; se establece que la
publicidad de los partidos no podrá contener expresiones que “denigren” a las
instituciones y a los propios partidos o que calumnien a las personas; se
reducen los gastos y los tiempos de campaña y precampaña; se establece un
mecanismo de renovación escalonada de los miembros del Consejo General del IFE.
Adicionalmente, en respuesta a los reclamos por mayor transparencia de los
partidos en el manejo de sus recursos, en la iniciativa de ley secundaria se
reduce a un 10 por ciento el financiamiento privado y se faculta al IFE para
vigilar los recursos públicos que ejercerán los partidos sin restricciones por
los secretos bancario, fiscal o fiduciario.
Como se puede
observar el sentido y la orientación de estas reformas está directamente
conectado con la coyuntura, o mejor con la lectura que los propios partidos han
hecho acerca del proceso electoral del 2006. En principio, proceder así es
normal y lógico, pues toda reforma responde a una serie de circunstancias
percibidas como negativas y susceptibles de corregirse. El problema está más bien
en que la coyuntura no siempre es el mejor rasero (o cuando menos no el único)
para introducir cambios normativos de largo aliento, cambios con una
perspectiva de larga duración y que abonen de manera eficaz e inequívoca a la
maduración y la consolidación de la democracia electoral sin necesidad de
someter a examen periódico sus reglas cada vez que la realidad muestre cuán
insuficientes son. Más aún, mirar con el prisma de la coyuntura implica muchas
veces mirar exclusiva o primordialmente desde los agravios y los posibles
resarcimientos particulares o de grupo, quedando en segundo término los
intereses superiores y de largo plazo, que son los de la nación en toda su
heterogeneidad y diversidad. Por esta vía, los remedios terminan siendo casi
siempre tan coyunturales como el propio diagnóstico; o sea tentativos y
provisionales. Pero el problema no son sólo las omisiones. Incidir en la
realidad desde una lectura ensimismada por la coyuntura también puede llevar a
ciertos despropósitos o errores de apreciación; es decir a sobredimensionar
algunos temas y descuidar otros, alentando soluciones drásticas o incluso
contradictorias con ciertos preceptos o libertades que a juzgar por muchos no
sería prudente acotar o restringir, lo cual constituye el caldo de cultivo
idóneo para que los actores inconformes o directamente afectados interpongan
recursos de amparo contra la ley o incluso controversias constitucionales. Por
ejemplo, si se percibe que los medios incidieron en demasía en el proceso
electoral, por qué no entonces regular sus contenidos en futuras contiendas. El
problema es que “regular” muy bien puede confundirse con “censurar” si antes no
se define claramente lo que se pretende. Huelga decir que por esta vía los
artífices de las reformas —señaladamente los partidos mayoritarios— se verán
enfrentados invariablemente a un caudal de críticas por una presunta
extralimitación en sus funciones y atribuciones con tal de mantener sus propios
intereses. De hecho, no son pocas las voces que han hablado de “partidocracia”
para referirse a la actuación de los partidos con esta reforma, entendiendo por
ello una perversión de la democracia en la que no existen suficientes
mecanismos formales para contrarrestar o limitar el poder de facto de los
partidos mayoritarios. Otras voces, por su parte, han señalado que no existen
aún los incentivos necesarios para que los partidos vean disminuir sus muchas
prerrogativas por la vía de reformas legales que sólo los propios partidos
están facultados para introducir. Finalmente, por sus omisiones y excesos,
algunos más han afirmado que la reforma en cuestión es impopular o incluso que
constituye una contrarreforma electoral; es decir un retroceso en lugar de un
avance. Lamentablemente, todas estas interpretaciones tienen algo de verdad. La
reforma electoral presenta avances indudables, pero el peso de las omisiones y
la existencia de algunos despropósitos en la misma termina restándole fuerza y
aquiescencia.
En suma, es
posible detectar dos tipos de problemas en las reformas electorales de 2007:
las omisiones y ciertos despropósitos. En virtud de ello, esta reforma presenta
hasta cierto punto una paradoja si se compara con reformas electorales
precedentes. Mientras que en el pasado, las reformas electorales fueron muy
limitadas, graduales y hasta timoratas debido a la hegemonía que el partido
gobernante mantenía sobre los procesos legislativos (aunque la reforma de 1996
permitió avances insoslayables debido a la debilidad que para entonces ya
acusaba el régimen priista), la reforma de 2007 también resulta insuficiente y
gradual pero por otras razones: una visión dominante muy coyuntural de los
problemas y defectos de nuestro sistema electoral por parte de los partidos
mayoritarios.
En lo que
sigue desarrollaré esta tesis, para lo cual examinaré dos cuestiones: el
proceso que condujo a las reformas recientes y el contenido de las mismas,
tratando de reconocer sobre todo los muchos temas ausentes. Finalmente, con
estos elementos, apuntaré algunas vías posibles de aplicación de las reformas constitucionales
en la perspectiva de potenciar sus indudables avances en la ley secundaria
respectiva.
La transición democrática en México se ha caracterizado por su carácter tentativo y provisional. Esto se debe a que las elites políticas del régimen priista nunca perdieron el control del proceso de apertura. Por el contrario, con las subsecuentes reformas electorales que promovieron desde la Reforma Política de 1977 hasta la reforma de 1996 sólo buscaban recobrar para el régimen alguna legitimidad que les permitiera mantenerse en el poder. Más que democratización lo que tuvimos fue un largo proceso de liberalización política, es decir de flexibilización lenta y gradual de las restricciones a la competencia y la participación.
Sin embargo,
la apertura restringida de la arena electoral generó nuevos equilibrios
políticos y alternativas viables al partido del poder que en un contexto de
crisis extrema terminaron por acotar al régimen y obligar a la elite gobernante
a aceptar su derrota en las urnas. Como resultado, tuvimos una transición por
la vía de la alternancia, una transición sin pacto, lo que marca un hecho
inédito en las transiciones democráticas y una problemática muy delicada para
los gobiernos emergentes que hasta cierto punto no tuvieron que enfrentar otros
gobiernos en el mundo emanados de transiciones democráticas exitosas: el
rediseño institucional y normativo del nuevo régimen sobre la base del régimen
heredado, pero en un contexto altamente competitivo y sin una mayoría afín en
el Congreso como para hacer avanzar dichas reformas con alguna certidumbre.
De ahí que
México se encuentra después de la alternancia en una suerte de limbo, en el que
los valores y las prácticas democráticas surgidas de la transición no pueden ser
albergados de manera virtuosa en el entramado institucional y normativo
vigente, que no es otro que el heredado del viejo régimen. En virtud de ello,
el gran desafío para México en la actualidad es la reforma del Estado, que no
es otra cosa que la reforma integral de la Constitución; una reforma que vuelva
compatibles y coherentes a nuestras leyes e instituciones, por una parte, y las
necesidades y las exigencias de una auténtica democracia, por la otra. Huelga
decir que mientras no se avance seriamente en la reforma del Estado, por más
importantes que sean los logros en materia democrática, siempre serán
insuficientes y en ocasiones hasta contradictorios con las leyes heredadas del
pasado.
En
este contexto, las elecciones federales del 2006 constituían en el papel una oportunidad
óptima para apuntalar la joven democracia electoral del país. En efecto, si los
comicios resultaban ejemplares en lo que a transparencia, participación,
equidad e imparcialidad se refiere se habría dado un paso decisivo hacia el
firme establecimiento de las prácticas, valores, normas e instituciones
electorales. Sin embargo, esto no ocurrió. Las elecciones presidenciales
mostraron con tristeza que el sistema electoral mexicano adolecía de serias
fallas e inconsistencias, pero sobre todo que no estaba preparado para
enfrentar con madurez y solidez una contienda muy competida y reñida que dio
por resultado un empate técnico entre dos de los candidatos. La consecuencia
fue un proceso electoral sumamente impugnado que albergó en muchos mexicanos la
sospecha sobre la legitimidad de las elecciones, al grado de que el país se
encontró sumamente dividido y polarizado, con una democracia vapuleada y
exhibida en sus muchas inconsistencias.
En
los hechos, las instituciones y las leyes electorales vigentes no generaron la
certidumbre institucional necesaria para unos comicios tan importantes. Y
aunque no existen indicios sólidos de un fraude o una manipulación deliberada
de los resultados, quedó de manifiesto que en materia de democracia hay mucho
por hacer aún, que tenemos una ley electoral insuficiente y poco congruente con
las exigencias de una verdadera democracia.
Por ello, después
de las elecciones del 2006, resultaba imperiosa para México una nueva reforma
electoral que reforzara a nuestra muy cuestionada democracia electoral. Si la
reforma no procedió antes fue porque las elecciones de la alternancia en el
2000 la vacunaron. Parecía entonces que habíamos encontrado la fórmula perfecta
para organizar elecciones e incluso se creó la ficción de que nuestro modelo
era exportable a otros países. Sin embargo, la diferencia entre los comicios
del 2000 y el 2006 fueron simplemente algunos puntos de diferencia entre los
dos candidatos presidenciales más votados. Aquí no hay héroes ni villanos, simplemente
circunstancias, y en el trasfondo la misma e insuficiente ley electoral, la de
1996.
Sin embargo,
en honor a la verdad, nadie quería verlo. Todos parecían encandilados con las
bondades de la reforma electoral de 1996 y fuimos muy pocos los observadores
que insistimos en esos años en las muchas incongruencias de la misma y
advertimos que tarde o temprano debía modificarse de manera integral si se
aspiraba a fortalecer nuestra democracia electoral. El hecho es que los
castillos que se pretendieron construir eran de arena y hoy los partidos han
debido reconocer la fragilidad de origen de la legislación electoral. La
pregunta que surge ahora es si las reformas electorales del 2007 cumplen o no
con las necesidades y las exigencias de una auténtica democracia electoral, es
decir, si está o no a la altura de lo que el país requiere o si constituye una
reforma insuficiente a la que le sucederán inevitablemente nuevas reformas en
el futuro, tan pronto como unos comicios muestren en la práctica sus puntos débiles.
En mi opinión,
como anticipé al inicio, si bien dichas reformas electorales contemplan avances
muy importantes, son tantas las omisiones que no hay más remedio que aceptar el
carácter tentativo y provisional de las mismas. En efecto, tal y como los partidos
han presentado las modificaciones legales, a las reformas de “tercera
generación”, como muchos han llamado incorrectamente a esta reforma electoral,
le sucederán en el futuro reformas de “cuarta”, “quinta” y “n” generación. La
expresión es incorrecta porque sólo se puede hablar de reformas generacionales
cuando los problemas que se buscan resolver con cada reforma son inéditos e
imposibles de anticipar en el pasado. Obviamente, este no es el caso de México,
pues aquí no ha habido ninguna temática considerada en las sucesivas reformas
electorales cuya carga problemática no haya sido anticipada desde hace muchos
años o incluso décadas. Lo que ha faltado más bien es la voluntad necesaria por
parte de los actores políticos para introducir los cambios legales de una vez por
todas, con una visión de largo plazo.
Por otra parte,
no les falta razón a quienes argumentan que con estas reformas se da una vuelta
de tuerca más hacia la afirmación de la partidocracia en México, o sea una
desviación de la democracia según la cual los partidos terminan monopolizando
las actividades políticas, económicas y sociales al querer canalizarlo todo por
el cauce de la política institucional de los partidos. En los hechos, como
veremos en el siguiente inciso, los primeros beneficiarios de esta Reforma son
los propios partidos mayoritarios, los cuales no ven afectados en lo más mínimo
sus muchas prerrogativas e intereses al cobijo de la ley.
3. La nueva Reforma
No hay Reforma perfecta y mucho
menos una que deje satisfechos a todos. Sin embargo, cuando existen buenas
condiciones para alcanzar acuerdos y plasmarlos en cambios de largo aliento más
allá de las exigencias coyunturales y no se procede en consecuencia, el
resultado será aún más insatisfactorio y puede motivar varios cuestionamientos.
Que en el caso de la reforma que nos atañe existían condiciones óptimas para
aspirar a cambios más ambiciosos que los alcanzados, es indudable. Así, por
ejemplo, las reformas electorales se daban por primera vez en el marco de una
reforma del Estado de gran calado y cuya aprobación e instalación en el
Congreso de la Unión a principios de 2007 marcó el fin de una etapa de
desencuentros sistemáticos entre las fuerzas partidistas y el inicio de otra
más prometedora de negociaciones constructivas. Por otra parte, la integración
de dicha Comisión para la reforma del Estado provee a los partidos de un marco
simbólico que coloca como fines superiores tanto la construcción de todo un
nuevo andamiaje institucional y normativo encaminado a asegurar la consolidación
de la democracia, como la edificación largamente pospuesta de un Estado de
Derecho verdaderamente democrático. Es precisamente en esta perspectiva de
largo aliento que deben evaluarse los alcances de las reformas electorales.
El
principal avance de las reformas constitucionales es sin duda la restricción de
la publicidad pagada para promover las campañas de partidos y candidatos. En
efecto, nada justificaba la fuga extraordinaria de recursos públicos hacia los
consorcios mediáticos con fines de proyección política. Para eso existen los
tiempos oficiales del Estado que concesiona las frecuencias a los medios
privados. Sin duda, con esta decisión, nuestro país adopta un principio básico
de sana distancia entre los partidos y los medios que opera en prácticamente
todas las democracias consolidadas del mundo. Sin embargo, operacionalizar este
principio en la ley secundaria no resulta una tarea sencilla. Por lo pronto, se
busca conceder facultades al IFE para administrar los tiempos del Estado destinados
a los partidos en campaña y para sancionar a aquellos medios que incumplan con
estas disposiciones.
De
la mano con este asunto están varios más de igual importancia: el
establecimiento de restricciones para que nadie sin excepción (ni la iniciativa
privada, ni funcionarios en activo, como el Presidente de la República, los
gobernadores y los alcaldes) pueda hacer publicidad durante los tiempos de
campaña y por esta vía influyan en los resultados; la regulación de los
contenidos de la publicidad partidista para que ésta no denigre a las
instituciones y a los propios partidos o calumnie a las personas; el
establecimiento de lineamientos oficiales a los que deberán ceñirse los
noticieros durante las campañas electorales. Indudablemente, pese a que estos aspectos
buscan atender un problema coyuntural que hizo mella en las elecciones
federales del 2006, resultan muy difíciles de reglamentar sin herir
susceptibilidades. Las fronteras entre la regulación de prácticas y conductas y
la libertad de expresión suelen ser muy sutiles y siempre motivará
controversias. Por lo pronto, las reformas al COFIPE no parecen ofrecer las
mejores alternativas para reglamentar el asunto sin vulnerar el principio de la
libertad de expresión.
Así, por
ejemplo, reglamentar los contenidos de las campañas no puede hacerse sin
imponer unos criterios muy subjetivos y endebles: ¿quién puede establecer, por
ejemplo, cuando algo es “denigrante” o no lo es? Además, de acuerdo con la
experiencia de muchas democracias consolidadas en el mundo, la negatividad de
las campañas no es algo condenable per se.
Según este criterio, corresponde sólo a los ciudadanos premiar o castigar a los
candidatos por sus exabruptos o su discreción. Implícito pues en toda tentativa
de regular los contenidos de las campañas para que se desarrollen según normas
de respeto y prudencia, suele esconderse una concepción que subestima a los
ciudadanos en sus capacidades de discernir por sí mismos sus preferencias, una
concepción paternalista de la política que concibe a los ciudadanos como
menores de edad. Asimismo, en caso de difamación y calumnias, ya existen los
instrumentos legales para que los afectados interpongan una demanda y puedan
resarcir el daño moral.
Algo similar
puede decirse de la restricción a particulares para que empleen a los medios en
tiempos de campaña para difundir sus ideas, por más que se pretenda con la
medida preservar la contienda de factores que la contaminen. En efecto, no
puede reglamentarse en este terreno sin afectar el principio de la libertad de
expresión. Pero quizá el asunto más polémico está en imponer lineamientos a los
medios y en particular a los noticieros durante los tiempos electorales, bajo
la amenaza de retirar temporalmente del aire a los medios que incumplan dichas
disposiciones, según establece el proyecto de reformas al COFIPE. Como era de
esperarse, el asunto ha despertado un intenso debate. En lo personal, me he
pronunciado por la defensa irrestricta de la libertad de expresión. Más aún,
después de décadas de imposiciones y controles oficiales sobre los medios,
considero un avance que los medios o los noticieros fijen abiertamente sus
posiciones con respecto a los candidatos. Con ello nos ahorramos las
simulaciones del pasado, donde muchos medios aparentaban ser plurales y equitativos,
pero en el fondo promovían veladamente sus propias preferencias. De nuevo, en
este asunto toca exclusivamente a los ciudadanos premiar o castigar a los
medios por su imparcialidad o parcialidad, en este caso con el favor o no de su
audiencia o fidelidad.
Con estas
consideraciones se puede ejemplificar uno de los riesgos de reformar una ley a
partir de ponderar exclusivamente cuestiones coyunturales. Por esta vía es
común que se sobredimensionen algunos aspectos en detrimento de otros. El
resultado puede ser acortar ciertas libertades en aras de solucionar un
problema específico. Quizá la medicina puede ser eficaz, pero si causa daños
colaterales graves, no hay más remedio que cambiarla. Precisamente por ello, al
prosperar ahora este tipo de soluciones, no pasará mucho tiempo para que se
deroguen. Ninguna democracia puede levantarse si no es en el piso firme de los
derechos y las libertades individuales.
Pero siguiendo
con los avances de las reformas electorales de 2007, se introduce un aspecto de
la mayor importancia: la disposición para que el IFE vigile los recursos
públicos que ejercerán los partidos sin restricciones por los secretos
bancario, fiduciario o fiscal. Para ello se propone constituir en el IFE una
Unidad de Fiscalización de los Recursos Públicos de los Partidos Políticos. Sin
duda, este punto atiende un reclamo por transparentar las actividades y el
manejo de recursos de los partidos, y por ello es relevante. Sin embargo,
existían en el tintero muchas otras propuestas en este sentido que al final no
se concretaron. Así, por ejemplo, no resultaba desdeñable la propuesta de
incluir a los partidos entre las instancias públicas sujetas a la ley de
transparencia y acceso a la información. Como quiera que sea, hay aquí un
avance, pero su pertinencia tiene que ver también con la existencia de
sanciones graves para los partidos que incumplan con la obligación que se
estipula en la reforma.
Finalmente,
las reformas electorales de 2007 representan un avance en lo que a la reducción
de tiempos de campañas y precampañas se refiere. Sin duda, este asunto junto
con la restricción de contratar publicidad pagada y la reducción del
financiamiento privado de los partidos (a un 10 por ciento del total del
financiamiento, según estipula la reforma al COFIPE), reduce sensiblemente los
hasta ahora excesivos gastos de nuestra democracia electoral. Sin embargo,
comparada con varias democracias consolidadas, los tiempos de las campañas
estipuladas por las reformas siguen siendo demasiado largos. He aquí otro punto
que tarde o temprano deberá ajustarse (¿por qué no hacerlo desde ahora?)
Hasta aquí los
principales avances de la reforma electoral del 2007. Como vimos, pese a sus
aportes, ninguno está libre de problemas y queda la sensación de que se podía
llegar más lejos sin necesidad de afectar aspectos colaterales como la libertad
de expresión. Si evaluamos las reformas por su pertinencia para evitar o
solucionar problemas coyunturales, es decir los problemas que se presentaron en
ocasión de las elecciones federales del 2006, el resultado es positivo, aunque
podía llegarse más lejos. Sin embargo, proceder así no es suficiente. Más que
la coyuntura, el verdadero criterio para establecer los alcances de la reforma
electoral es su contribución para consolidar la democracia en el futuro
mediante el firme establecimiento de prácticas e instituciones electorales
confiables y eficaces, en una perspectiva integral. Lamentablemente, desde esta
perspectiva, la reforma electoral resulta insuficiente. Si en el pasado del viejo
régimen se impuso una suerte de gradualismo a la hora de aprobar las reformas
electorales, más por las circunstancias todavía favorables al partido
hegemónico, en la reforma del 2007 el gradualismo también terminó imponiéndose,
aunque por otras razones. A la larga, a la hora de los balances, con esta
reforma los partidos nos siguen debiendo. Con esta reforma se volvió a perder
la posibilidad de ir al fondo de muchos de los problemas de nuestro sistema
electoral.
Son tantos los
temas que se quedaron fuera de esta reforma que no hay más remedio que
calificarla de tentativa y provisional. Considérense si no los siguientes: el
asunto de las candidaturas independientes quedó en el limbo, pues se omite el
párrafo que las impedía pero no se reglamenta al respecto; el tema de la
reelección de diputados y senadores simplemente no fue considerado, aunque
algunos legisladores dicen que es parte de otra reforma dentro de las previstas
por la reforma del Estado; nada tampoco se avanzó sobre el voto de los
mexicanos en el extranjero, que requiere de un régimen especial para darle cauce;
el mecanismo de selección de los Consejeros del IFE siguió siendo una
competencia exclusiva de los partidos con representación en el Congreso, no
obstante que este hecho vicia de origen la credibilidad del árbitro por más que
se establezcan mecanismos más abiertos y trasparentes para su designación; no
se incluye nada sobre la democracia interna de los partidos, aunque es un tema
polémico y no existe consenso a nivel mundial sobre la pertinencia o no de
establecer mecanismos al respecto; no se incluye nada sobre referéndum,
plebiscito, iniciativa legislativa popular y revocación de mandato que son
figuras fundamentales en las democracias modernas; nada hay en la legislación
acerca de reducir el número de legisladores y de redefinir la fórmula mixta de
diputados y senadores de mayoría simple y de representación proporcional que
genera sobrerrepresentación y que ha sido descartada por la mayoría de las
democracias modernas en aras de una mejor representatividad política; no se
introdujo nada sobre segunda vuelta y mecanismos alternativos para evitar
conflictos en elecciones muy competidas y con resultados muy cerrados; el
asunto de la equidad de género en las candidaturas de legisladores parece tener
todavía algunos reparos; se descuidó la cuestión de nuevas tecnologías tanto
para las campañas como para blindar el programa de resultados preliminares o
introducir la urna electrónica; no se quiso ir más lejos en la centralización
de las elecciones mediante la creación de un Instituto Nacional de Elecciones
que concentre la facultad de organizar todos los comicios del país, con lo cual
se frenarían las irregularices que suelen presentarse en los institutos
electorales estatales, muchas veces sometidos a los poderes fácticos y
cacicazgos locales (la ley sólo establece la posibilidad de que el IFE organice
comicios estatales a petición de los propios poderes formales de cada entidad);
tampoco se quiso unificar los tiempos electorales para todo el país, lo cual
representaría un enorme ahorro de recursos y esfuerzos. Y como éstos, hay
muchos asuntos pendientes más.
Pero además de
las omisiones, se introdujeron en la Constitución y en la ley secundaria
algunos puntos muy polémicos que bien podrían ser calificados de retrocesos.
Tal es el caso de la creación de la figura de un contralor del IFE designado
por los partidos en el Congreso que tendría las tareas de vigilar la actuación
de los Consejeros Electorales y sugerir su remoción a criterio del mismo. Es un
retroceso porque vulnera la autonomía que debe prevalecer en el Instituto y
permite a los partidos interferir en los asuntos internos del mismo. Algo
similar puede decirse de la intención de impedir las coaliciones o que en el
caso de candidaturas comunes a cada partido se le abonen sus propios votos para
establecer si conservan o no el registro. Obviamente el tema inquieta sobre
todo a los así llamados partidos pequeños, pero no en aras de restarles fuerza
puede sacrificarse lo que en sí mismo es una conquista: la posibilidad de
establecer alianzas y coaliciones electorales. Tarde o temprano, la ley deberá
buscar una fórmula distinta a la que ha trascendido ahora para atender
prudentemente este punto.
4. A manera de conclusión
En su momento, la acalorada
discusión pública sobre las muchas omisiones y despropósitos de la reforma
electoral de 2007 nos hizo pensar a muchos que los legisladores introducirían
los ajustes pertinentes antes de aprobar las reformas para que éstas no
vulneraran derechos fundamentales o para que se impusiera la prudencia en
muchos temas que suscitaban controversia. Lamentablemente, esto no ocurrió. Al
final, los partidos mayoritarios se impusieron y, como suele ocurrir, la
opinión pública fue simplemente ignorada por ellos. Con todo, es bueno que se
reconozcan desde ahora los activos y los pasivos de esta reforma. Simplemente
es cosa de esperar una nueva coyuntura favorable para que se den los acuerdos
con un objetivo de miras más ambicioso que el que se pudo observar en esta ocasión.
Sin embargo, las oportunidades son más bien escasas y cada vez que se
desperdicia una se abona más a la incertidumbre y la desazón que a la
estabilidad y la fortaleza de la democracia.
Que el
gradualismo haya sido en el pasado reciente la estrategia dominante para
avanzar en la transición tiene mucho sentido. Antes se buscaba preservar al
régimen priista a toda costa, como abrir cautamente la arena electoral. De
hecho, la elite gobernante siempre pudo imponer a conveniencia sus preferencias
y opciones en las reformas electorales, con una lógica minimalista más que
maximalista. Pero esto que resulta obvio en el pasado, no tiene sentido en el
presente, una vez que hemos llegado a la democracia por la vía de la
alternancia. Hoy no hay razones que justifiquen el gradualismo como estrategia
para “perfeccionar” la ley electoral vigente. Si el minimalismo tuvo buenas
razones en el pasado, poner al día nuestra democracia hoy para que funcione
adecuadamente exige por parte de todos los actores políticos una estrategia
maximalista, despojada de intereses inmediatistas o cortoplacistas. En la
actualidad, una vez que ha cristalizado la alternancia y se ha dejado atrás al
autoritarismo, no deberían caber posiciones timoratas y gradualistas para
reformar la ley electoral. ¿Hasta cuándo?
5. Post-Scriptum
Reproduzco a continuación dos
artículos de mi autoría publicados en El
Universal (1 y 15 de febrero de 2007, respectivamente) escritos en el
contexto de la designación de los nuevos Consejeros Electorales del IFE, una
vez aprobada la reforma electoral de 2007, y en los que desapruebo dicho
proceso y renuncio públicamente a mi candidatura para ocupar una plaza en el
mismo.
¡Déjenlo ir!
Si todo ocurre según lo previsto,
la próxima semana serán nombrados por los diputados los primeros tres
Consejeros Electorales —incluyendo al Consejero Presidente — que habrán de
integrar el nuevo IFE, después de que los legisladores decidieron posponer el
nombramiento más de un mes, contraviniendo así a capricho la propia
Constitución. Como quiera que sea, el proceso de selección ha generado gran
expectación, pues malas decisiones en el pasado por parte de los legisladores
llevaron a la conformación de un IFE sumamente cuestionado y desacreditado.
Como se sabe,
en esta ocasión el Congreso decidió modificar el proceso de selección de los
consejeros para que éste fuera más transparente y abierto. En ese sentido, se
hizo una convocatoria pública, a la que siguió una revisión curricular y una
entrevista a todos los candidatos. Sin embargo, el proceso ha dejado mucho que
desear y todo hace indicar que en la designación prevalecerán a final de
cuentas criterios discrecionales, o sea se elegirán como consejeros a aquellos
candidatos que mantienen vínculos reconocidos con algunos de los partidos mayoritarios.
Así, por ejemplo, no podía ser más burda la defensa del ministro Genaro Góngora
por parte del PRD o el hecho de que la Comisión de selección haya subido en
tres ocasiones el número de los candidatos finalistas, hasta llegar a 39, para
que pudieran entrar en la lista los respectivos “gallos” de los partidos
mayoritarios, pese a que muchos de ellos quedaron plenamente exhibidos en sus
limitaciones e inconsistencias durante la entrevista que sostuvieron con la
Comisión.
Llegados a
este punto, considerando que el que esto escribe es uno de los 39 candidatos
finalistas, muchos me preguntan si ha valido la pena participar en esta
Convocatoria. A lo que respondo con un rotundo NO. Me inscribí pensando que la
necesidad de dotar de credibilidad e imparcialidad al IFE daría lugar a un
procedimiento de selección neutral y objetivo. Sin embargo, muy pronto me di
cuenta que el proceso ha estado contaminado de principio a fin por los partidos
mayoritarios y sus afanes por mantener posiciones en el IFE acordes a sus
intereses, por lo que los académicos independientes no tenemos ninguna
posibilidad de figurar, por más que nuestros méritos profesionales sean excepcionales.
En virtud de ello, repruebo completamente el proceso de selección y renuncio
públicamente a mi candidatura.
Asimismo,
anticipo que el desenlace de esta simulación será fatal, pues el Congreso habrá
perdido una oportunidad histórica para consolidar al IFE. Con ello, los
partidos nos estarán diciendo con sus acciones que aún no están preparados para
(o simplemente no les interesa) dejar ir completamente al IFE de sus manos, de
su ámbito de control, pese a que la autonomía de este órgano es una condición
indispensable para su adecuado desempeño y para que nuestra democracia electoral
adquiera su mayoría de edad.
Ahora es tarde
para exigir que se reponga el proceso de selección de los consejeros bajo
nuevas reglas, pero no lo es para exhortar a los diputados para que sean
exclusivamente los méritos profesionales y la independencia intelectual de los
candidatos los criterios que prosperen en la decisión. En ese sentido, no está
de más insistir en el perfil idóneo de los próximos consejeros y que debería
prevalecer en la selección final que hagan los legisladores: 1) tener solidez académica, liderazgo y
prestigio intelectual en el campo político-electoral; 2) contar con una obra académica profusa y reconocida tanto en
México como en el extranjero; 3)
contar con una trayectoria comprometida con el avance de la democracia y la
reforma del Estado en México; 4) contar
con una obra crítica y no complaciente con intereses políticos y partidistas de
ningún tipo; 5) haber dado muestras
fehacientes de absoluta independencia partidista; 6) no haber estado vinculado o haber trabajado como asesor,
consultor, ideólogo o funcionario en ningún partido, fundación de un partido,
dependencia pública estatal o paraestatal, o gobierno a lo largo de toda su
trayectoria profesional; 7) no
participar o haber participado de los grupos, camarillas o instituciones
intelectuales o académicos que tradicionalmente han monopolizado e
intercambiado entre sí cuotas de poder e influencia y se han repartido
arbitrariamente puestos, cargos y privilegios; 8) no haber fungido como vocero o representante o candidato de
organizaciones civiles de ningún tipo tan proclives a autoproclamarse como
“representantes” de la sociedad civil y muchas de las cuales han hecho de esa
supuesta representación una forma de lucro de sus líderes más que de lucha
social auténtica; 9) no haber ocupado
en el pasado alguna responsabilidad en el IFE o en algún otro organismo
electoral del país y mucho menos como Consejero titular o suplente, pues
resultaría a todas luces incongruente con las pretensiones de la nueva
legislación electoral nombrar como funcionario electoral a alguien que ya había
sido favorecido antes por los partidos mediante el tan cuestionado mecanismo de
cuotas que prevaleció en el pasado inmediato; 10) y por las mismas razones, no haber ocupado en el pasado ninguna
responsabilidad en algún otro organismo constitucional autónomo (IFAI, CNDH,
etcétera), donde más que los méritos profesionales lo que ha contado en el
nombramiento de sus cuadros son sus simpatías, vínculos y contactos con los
partidos y otras autoridades.
Con este titulo, en estas mismas páginas,
publiqué en 2003 un artículo acerca de la designación de los nuevos consejeros
electorales del IFE. En aquella ocasión me pareció que nada calificaba mejor
que esa frase el proceso de designación de Luis Carlos Ugalde y secuaces. Sostenía
también que con esa designación nuestra joven democracia había sufrido un golpe
fulminante, que quedaba mal parada, pisoteada por los propios actores políticos
que deberían preservarla y apuntalarla, y que el IFE quedaba en entredicho por
los propios personajes que al final ocuparían las sillas del Consejo General.
Cuatro años después no tengo mas
remedio que recurrir otra vez a este título para referirme al nuevo proceso de
designación de consejeros y que ya arrojó los nombres de los primeros tres funcionarios
electorales: Leonardo Valdés Zurita, como Consejero Presidente, Marco Antonio
Baños y Benito Nacif. Con la diferencia de que ahora el desaguisado es peor que
el de 2003 por la sencilla razón de que en esta ocasión —presionados por la
necesidad de volver a dotar de credibilidad al IFE, una vez que por su culpa
prácticamente lo sepultan—, los partidos optaron por inventar un proceso
aparentemente democrático de selección de consejeros que terminó revelándose
como un burdo montaje para preservar sus intereses y seguir eligiendo mediante
cuotas a los consejeros con los que mantienen más afinidades y vínculos
políticos.
La designación ahora es más grave
que hace cuatro años porque si antes era un descaro ahora hubo de por medio una
gran mentira a la sociedad, un engaño mayúsculo, una simulación que no hace
sino mostrar el poco aprecio que nuestros representantes tienen por la
ciudadanía: una masa sin rostro, ignorante y apática, que puede manipularse a
conveniencia y sin ningún tipo de reparo. La simulación fue tan sucia que los
propios partidos se encargaron de destapar la cochambre con sus declaraciones
tan absurdas como contradictorias entre sí.
En lo personal, aunque con
anticipación me deslindé públicamente en estas mismas páginas del proceso de
selección, me siento avergonzado por haber pensado en algún momento que dicho
proceso podía ser, ahora sí, dadas las exigencias de la coyuntura, transparente
e imparcial; consideración que me llevó a registrar mi candidatura y llegar
hasta la lista final de los candidatos. Me llama la atención, por ejemplo, que
en una de sus primeras declaraciones, el nuevo Consejero Presidente dijera que
se entrevistó personalmente con los ocho líderes de las bancadas partidistas y
con más de doscientos diputados para promover su candidatura al IFE.
Obviamente, la pasarela con los diputados estaba reservada a unos cuantos, a
aquellos que mantenían vínculos directos con algún partido o estaban
respaldados por un político importante, no para cualquier hijo de vecino. Pese
a todo, todavía hace dos semanas exhortaba a los partidos a que “dejaran ir” al
IFE, que en la designación prevalecieran más los perfiles independientes de los
candidatos que los perfiles políticos. De nada sirvió. Al final, los partidos
mayoritarios se repartieron los puestos con la cuchara grande.
Como resultado, el nuevo IFE seguirá
siendo motivo de todo tipo de suspicacias, quedará expuesto al cuestionamiento
y el escarnio público al igual que en las elecciones del 2006. Además, si se
revisan los antecedentes de los nuevos Consejeros, se perfila un nuevo IFE
integrado por miembros dóciles, leales y afines ideológicamente a los partidos
políticos.
Así, por
ejemplo, Leonardo Valdés es un académico tan gris como su paso por diversos
órganos electorales. Como investigador no ha producido nada relevante y como
funcionario ha despertado enconos y ha dividido a sus colegas. Sus antecedentes
lo ubican como un hombre de izquierda (militante del PMT y el Frente
Democrático Nacional), pero ha sido también asesor del panista Felipe Calderón
Hinojosa cuando era diputado y antes de Cuauhtémoc Cárdenas. En esta ocasión,
llegó a la presidencia del IFE gracias al apoyo de Arturo Núñez, reconocido por
sus vínculos con el poderoso senador priista Mario Fabio Beltrones. En fin, es
la trayectoria típica de un tránsfuga, de un funcionario lo suficientemente
hábil como para moverse con los vaivenes de la política. Benito Nacif, por su
parte, más que una realidad, era una promesa de la academia (su obra se reduce
a un par de trabajos de divulgación); llega muy inflado al Consejo pero también
muy desprestigiado por sus vínculos cercanos y directos con Diódoro Carrasco,
ex gobernador de Oaxaca y ahora diputado panista y, por si fuera poco,
¡presidente de la comisión que filtró los candidatos del IFE! Durante su
entrevista en el proceso de selección quedó expuesto en sus inconsistencias y
fue muy mal calificado, algo que al final no importó. Además, con su
designación, se mantiene la costumbre de premiar a los grupos, camarillas o
instituciones intelectuales o académicos —en este caso el CIDE— que
tradicionalmente han monopolizado e intercambiado con las élites políticas cuotas
de poder e influencia y se han repartido arbitrariamente puestos, cargos y
privilegios. Finalmente, Marco Antonio Baños es simplemente un funcionario
priista. No navega con banderas de académico ni oculta sus vínculos con el PRI
o con Beltrones. Pero de eso se trataba ¿no? Más claro ni el agua.
*
Con este ensayo presenté mi candidatura para ocupar una plaza en el Consejo
General del Instituto Federal Electoral, de acuerdo a la Convocatoria
presentada por la Cámara de Diputados en 2008. Con el mismo, llegué hasta la
fase final de selección, antes de que renunciara públicamente a mi candidatura
por considerar que el proceso había sido una simulación más del Poder
Legislativo y un insulto a todos los mexicanos, tal y como doy cuenta en el
post-scriptum que recojo al final del ensayo.
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