martes, 5 de abril de 2011

©Viaje inútil a los ínferos mexicanos


Cual moderno Dante llevado de la mano de Virgilio
, Agustín Basave desciende en su nuevo y muy publicitado libro Mexicanidad y esquizofrenia (México, Océano, 2010) en los ínferos mexicanos. Pero a diferencia del escritor florentino, quien supo describir magistralmente los horrores del infierno, el viajero criollo se chamusca en el camino y no alcanza sino a balbucear puras incoherencias de su experiencia en el averno nacional. El resultado es una obra sin ningún valor literario (la escritura no se le da al infortunado autor) y mucho menos heurístico, pues el susodicho se pierde en disquisiciones estériles y falsamente eruditas que en lugar de echar luces sobre un tema tan fascinante como la identidad del mexicano, lo obscurece sin remedio.

Para empezar, Basave inicia su recorrido de la peor manera posible: exculpándose con los mexicanos por lo que va a decir, pues se declara consciente de que sus argumentos pueden lastimar a algún lector incauto; aunque, añade, “sólo quien bien te quiere te hará llorar”. Obviamente, con premisas tan ridículas no se puede llegar demasiado lejos. Además, si algo produce el libro de Basave en sus lectores no es precisamente dolor y llanto, sino hilaridad y perplejidad por tanta sandez en tan pocas páginas. De ahí que, anticipo de una vez, si Basave ha perdido completamente el piso, que no nos endilgue su esquizofrenia a todos los que, además de él, habitamos este país, con el argumento de que su libro es una “autocrítica”. Por lo demás, si un escritor escribe con culpa por lo que va a decir, antes que escribir debe tratarse con su psicoanalista o confesarse con su sacerdote. Por cierto, las confusiones del autor sobre el carácter de su propia obra, también son de diván, que si es o no es un ensayo, que si es o no es un tratado, que si es o no es una investigación científica…

Pero si de despropósitos se trata, Basave advierte en la introducción que su inquietud por el tema de la idiosincrasia mexicana nace de contrastar nuestros muchos rezagos como país con los extraordinarios avances en todos los órdenes de los países desarrollados: “¿por qué ellos —se pregunta con candor (me recuerda a mi abuelo)— son más responsables, ahorrativos y puntuales que nosotros?, ¿por qué ellos cumplen sus compromisos, son respetuosos de los demás y de la naturaleza, planean su futuro y obedecen la ley, y nosotros no?” Ni siquiera hay que mencionar que reflexionar sobre la mexicanidad con estándares o raseros culturales foráneos es la peor manera de proceder, pues más que indagar sobre lo que nos hace mexicanos, se termina buscando lo que no nos hace europeos o anglosajones, lo cual es un sinsentido (¡menos mal que Basave aclara desde el inicio que su estudio se deslinda de cualquier explicación genética o racista!) Por lo demás, el autor, que se declara devoto de México, no oculta sus verdaderas simpatías por aquellos pueblos supuestamente más prósperos, trabajadores y honestos, por lo que su diagnóstico de los mexicanos nace más de la frustración de que no seamos como ellos que del deseo genuino de comprender lo que sí somos, con sus muchos claroscuros y contradicciones. De ahí que el libro comience mal y prosiga peor.

Pero si algo molesta del libro de Basave de principio a fin no son sus juicios descarnados sobre los mexicanos, pues nadie mejor que nosotros conocemos nuestras debilidades y propensiones, sino su presuntuosa pretensión de querer psicoanalizarnos sin mayores armas que la intuición y la ocurrencia. El diagnóstico del psicoanalista Basave es contundente: “los mexicanos somos esquizofrénicos”, “vivimos entre la cordura y la demencia”, “nuestra disociación de la realidad (predilección por la fantasía) nos hace ser desorganizados y propensos a las alucinaciones”. Pero las incoherencias (del autor, no de los mexicanos) se encadenan solas. Si los mexicanos somos bipolares y estamos disociados de la realidad, entonces, sostiene nuestro distinguido psicólogo, somos como aquella deidad romana de dos caras conocida como Jano, o sea somos “mexiJanos”. ¡Brillante! (¿En verdad no hubo nadie que tuviera acceso al manuscrito de Basave, antes de convertirse en libro, como para persuadirlo de no cometer tal logocidio?) Como buen galeno, Basave promete en la introducción una terapia infalible que nos permitirá a los mexicanos “ser más honrados, menos mentirosos, más respetuosos de la ley, menos egoístas, más responsables, menos improvisados, más ahorrativos, menos desordenados, más innovadores, menos impuntuales…” ¡Uff, qué alivio!

Pero veamos en detalle el diagnóstico que nos ofrece Basave. En el capítulo 1 reitera que “los mexicanos somos un compendio de dualidades esquizofrénicas”, y añade, “Tenemos un vacío mental (sic) que nos impide embonar nuestros anhelos con nuestras circunstancias…” (Haber, ¿los mexicanos somos unos cretinos mala onda o unos estúpidos? Ya no entendí). Y prosigue “…y que deriva en una disonancia cognoscitiva (sic, más frases domingueras) que nos frustra y deprime… no es tanto que soñemos mucho cuanto que no sabemos soñar.” (Pues no sé si él padezca insomnio, pero yo sueño re-que-te-bien). Pero si de pasear la estulticia se trata, la siguiente frase de nuestro psicoanalista, no tiene desperdicio: “Lo que nos falla a los mexicanos es el preconsciente (sic), esa suerte de intersección entre el inconsciente y el consciente del que hablaba Freud”, o sea, aclara, “somos incapaces de unir los sueños con la realidad”. Me rindo. Pero si el diagnóstico nos deja perplejos, espérense a la recomendación médica: “debemos forjar nuestro maridaje entre abstracción y praxis… Lo que nos hace falta es soñar con realismo”. Sin comentarios.

No termina uno de asimilar tanta sabiduría, cuando Basave asesta otro golpe de erudición: “los mexicanos disociamos entre ética y funcionalidad”, “vivimos en dos mundos, en el de la pleitesía a la ley y la violación a la misma”, “la ética es un fardo… que hace la vida difícil a quien decide cargarlo”, por lo que todos recurrimos a “las mañas y las transas”. Podemos compartir que los mexicanos no somos muy apegados a la ley, pero Basave comete una trampa en su argumento: se refugia en la generalización. Veamos, decir que “los mexicanos exaltamos la Constitución mientras la violamos sin rubor” no hace justicia a los hechos, pues los primeros en violarla son los poderosos o las autoridades, ya que para comprar la ley o a los jueces se requieren ante todo recursos e influencias que sólo una minoría posee, mismos que alimentan la maquinaria de la corrupción y la impunidad. En otras palabras, Basave deja ver, además de un profundo desprecio por los mexicanos, una gran ignorancia de lo que queremos y anhelamos como sociedad. En efecto, los mexicanos no queremos violar la ley, no es parte de una supuesta “disonancia esquizofrénica” o como quiera llamarla Basave, lo que queremos son simplemente leyes justas y un sistema de procuración de justicia confiable. No es que los mexicanos seamos natural o culturalmente propensos a violar la ley sino que el país está secuestrado por poderes fácticos y autoritarios a los que les conviene mantener intactas las zonas de impunidad y corrupción.

Por fortuna, Basave se da cuenta que acababa de cometer una generalización burda y trata de protegerse diciendo: “No pretendo caer en generalizaciones simplistas” (algo parecido a cuando Andrés Manuel López Obrador le dijo al presidente de México “¡Cállese chachalaca!”, para después corregir, “…con todo respeto”). Pero la aclaración lo mete en más problemas: “No todos los mexicanos son iguales —corrige—, aunque tengo la impresión de que sólo una minoría tiene piedad por la patria.” (No me ayudes compadre). Y de ahí pasa a las preguntas que él llama “retóricas” (siempre se agradece la autocrítica, pues si algo caracteriza al libro de Basave es, precisamente, su retórica hueca): “¿Cómo se traduce nuestro orgullo nacional… en sacrificios concretos para nuestro país?... ¿Cuántos connacionales lo abandonarían si pudieran vivir en el extranjero?” Pero ahí van las dos interrogantes más asombrosas: “¿cuántos aceptarían trabajar horas extras sin cobrarlas como hicieron los alemanes después de la segunda guerra mundial?”, “¿cuántos estarían dispuestos a pagar los impuestos que pagan los suecos para aspirar a un Estado de bienestar como el que ellos tienen?” Ahora sí, de plano, lo de Basave es crónico. Si alguien necesita un psiquiatra urgente es él, pues aquí sí que se la jaló. Tal parece que nuestro autor no se da cuenta de la realidad del país en el que vive. Si aspirar a que seamos como los alemanes o los suecos es de por sí una soberana tontería, es peor negarse a ver que la inmensa mayoría de quienes vivimos en este país o nuestros compatriotas que emigraron a Estados Unidos para logar mejores condiciones de vida, somos auténticos héroes más que villanos. ¿O le parece poco sacrificio a Basave que los mexicanos tengamos que soportar a una casta política voraz e insensible como la que tiene secuestrado al país, o sobrevivir todos los días con salarios de hambre, o salir todos los días a la calle y no saber si regresaremos a casa por la inseguridad que nos acecha, o viajar diariamente en un transporte público desvencijado dos o más horas para llegar a nuestros trabajos o a nuestras casas, etcétera? Señor Basave, no se equivoque. Mirar el país desde el Pedregal de San Ángel no es lo mismo que sufrirlo todos los días en Iztapalapa.

Pero esto sólo es el principio, pues Basave se ha propuesto denostar con argumentos culturalistas lo único digno y rescatable que tiene nuestro país, o sea a sus ciudadanos. Decir, por ejemplo, que los ciudadanos en México “nos quejamos de todo pero evadimos nuestras propias obligaciones” no es más que otra forma velada de sustraernos o negarnos nuestra calidad de ciudadanos. Pero a esto regresaré más tarde.

En el capítulo 2, Basave examina la distancia entre la norma y la realidad que nos caracteriza a los mexicanos, pero en el intento comete errores básicos (la tentación de comentarlos todos es mucha, pero por cuestiones de espacio me concentraré sólo en uno). Según Basave los mexicanos tenemos la “manía (sic) de crear normas alejadas de la realidad”, por lo que tenemos “leyes inflexibles que se aplican flexiblemente en lugar de lo contrario”, amén de “leyes complejas e irrealizables”. La razón de ello, según nuestro autor, es aceitar la corrupción, pues le da a los jueces, inspectores y burócratas suficientes armas para “culpar al ciudadano y pedirle algo a cambio de salvarlo”. Me temo que Basave confunde la causa con el efecto. Que las leyes sean tan elásticas no se debe a la corrupción, sino que la corrupción prolifera al cobijo de dicha legislación. El problema de fondo está en otra parte. Que las leyes sean “flexibles” o “complejas” no es lo importante, sino que sean ambiguas o imprecisas en sus contenidos, pues la ambigüedad de la norma es consustancial a un régimen autoritario, o sea que conviene a la clase gobernante para reproducirse en el poder y de algún modo blindarse de cualquier amenaza, pues le toca a ella decir la última palabra en el momento de interpretar y aplicar la ley (así ocurrió durante setenta años de dictadura priista, régimen del cual, dicho sea de paso, el Sr. Basave fue un destacado representante y beneficiario directo como dirigente y diputado del PRI durante el sexenio más autoritario de todos, el de Salinas de Gortari). En parte, aquí reside uno de los grandes obstáculos y retos para apuntalar nuestra joven democracia, pues después de la histórica alternancia en el poder del año 2000 se mantuvieron intactos las normas y los patrones del viejo régimen autoritario priista, o sea que no se reformó la Constitución para adecuarla a las exigencias y necesidades de una democracia. El resultado es desastroso, una democracia en lo electoral y un autoritarismo en todo lo demás. Huelga decir que nuestra Carta Magna no sólo es contradictoria con la democracia, sino también obsoleta en la mayoría de sus preceptos y leyes secundarias. Pero en la interpretación de Basave hay un problema oculto aún más grave. Considerar que la Constitución mexicana es como es (o sea, en palabras de Basave, irrealizable, compleja y elástica) debido a cuestiones culturales, es una falacia muy peligrosa, pues si el trasfondo es cultural todos somos responsables o, lo que es lo mismo, nadie es responsable; al universalizarse, las culpas se difuminan (lo mismo vale para la corrupción en sí misma, que más que un fenómeno cultural, como cree Basave, es un problema sociopolítico). No, señor Basave, debo ser claro y enérgico, que los mexicanos tengamos leyes tan ambiguas como las que siempre hemos padecido, no es una cuestión cultural sino un asunto de intereses políticos concretos, o sea, de políticos profesionales y partidos por convenir a sus propios beneficios. Igual que en el pasado autoritario, que nuestra Constitución no se haya reformado después de la alternancia no es culpa de los ciudadanos (o de nuestras “manías” culturales) sino de la clase política en su conjunto, pues mantener lo que hay le resulta más ventajoso que transformarlo, en la perspectiva de preservar e incrementar sus privilegios derivados del ejercicio del poder (como son la discrecionalidad, la impunidad, la no exigencia de rendirle cuentas a nadie, el abuso de autoridad, la corrupción, etcétera). De hecho, en las actuales circunstancias del país, ninguna reforma legal será digna de la ciudadanía si con ella no se reducen los muchos privilegios y prerrogativas que hoy detenta la clase política que nos gobierna. Lamentablemente, como reformar las leyes es una facultad de la propia clase política no se ve por dónde puedan prosperar dichas reformas.

Y así llegamos al que considero el principal peligro del libro de Basave: al achacar a la cultura y la tradición todos nuestros males nacionales, terminan difuminándose las responsabilidades. Por esta vía no sólo se distorsionan los hechos sino que, implícitamente, se siembra cierto conformismo, o sea exactamente lo contrario que, si le creemos a su dicho, Basave aspira lograr con su obra, pues cambiar algo tan arraigado como la cultura de los pueblos se antoja muy difícil. Por ello, las recomendaciones de Basave se reducen a la misma cantaleta de siempre: si el problema es cultural lo que se requiere es más y mejor educación cívica del pueblo. Cómo explicarle al señor Basave que, por citar un ejemplo, los valores de la democracia no se enseñan sino que sólo anidan en una sociedad cuando la clase política predica con el ejemplo, algo por lo demás muy lejano en el México actual.

En el capítulo 3, Basave se propone examinar los patrones de comportamiento de la clase política, tanto los políticos de la vieja guardia, como los tecnócratas y los recién llegados al poder. Es un capítulo muy tendencioso que requiere leerse entre líneas. No me detendré en la descripción puntual que el autor hace de cada uno de ellos. Baste mencionar que, extrañamente, Basave habla de la clase política en tercera persona, desde la barrera, como queriendo ocultar el hecho de que él fue, como diputado, dirigente del PRI y funcionario público en la época más autoritaria del viejo régimen, uno de ellos, o sea un corrupto, un autoritario, un demagogo, un inmoral y un cínico. Que Basave le apueste a la desmemoria de los lectores es una muy mala apuesta, pues la verdad siempre sale a relucir. El haberse retirado de la política para refugiarse después en la academia a escribir libelos como el que nos ocupa, tampoco lo exime de su complicidad con las atrocidades, los abusos y los excesos del salinato. Pero si pretender despistar a los lectores no fuera suficiente, Basave concluye su crítica a los políticos profesionales de la peor manera posible: responsabilizando a la sociedad por ello. Júzguese si no la siguiente afirmación: “Sí, prevalece una enorme inmoralidad arriba, pero ya es tiempo de sincerarnos (sic) sobre lo que la hace posible abajo” (colocar a los políticos “arriba” y a la sociedad “abajo” ya de por sí retrata muy bien las propensiones elitistas del autor). “Unos más, otros menos, todos somos el problema y lo seguiremos siendo mientras prevalezca la funcionalidad de la corrupción con sus raíces históricas y culturales”. No, señor Basave, si usted quiere redimirse por las fechorías que cometió en el pasado siendo dirigente del PRI y funcionario público, no quiera redimir a todos sus pares políticos con la vieja treta de que, dado que la corrupción es cultural, la sociedad es corresponsable de la inmoralidad de sus políticos.

Como si no hubiera sido suficiente con lo dicho hasta aquí, nuestro autor retoma su argumento final, con nuevas variantes, en los capítulos 4 y 5, o sea está empeñado en demostrar que “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen” y que en México “no sólo los representantes sino también sus representados son corruptos”. Obviamente, ni al caso insistir en algo tan obtuso. Si acaso comentar que nuestro autor se vuelve a poner en este capítulo la bata de psiquiatra para endilgarnos nuevas patologías: “los mexicanos somos alérgicos (sic) a la legalidad”, “somos individualistas y egoístas”, y “tenemos un chip autoritario” (recontra sic). Pero la siguiente frase no tiene desperdicio: “Nuestro país padece de anemia estatal, una enfermedad causada por la infección autócrata y la hemorragia neoliberal, cuyos síntomas son palpitaciones de injusticia, taquicardia de corrupción y depresión o disfuncionalidad de leyes e instituciones, todos ellos reflejados en una gran debilidad”. ¡Qué Freud ni qué Lacan, Basave es el nuevo gurú del psicoanálisis! A estas alturas ya no sé si reír o llorar (pero no de dolor por haber “descubierto” todo lo enfermos que estamos los mexicanos sino por tanta sandez). Bueno, mejor veamos qué sigue.

Tal parece que Basave quedó tan deslumbrado de la excelsitud que alcanzó su prosa al final del capítulo cinco, que decidió proseguir por el mismo camino en el capítulo 6: “Los mexicanos hemos sido profetas que auguramos constantemente un pasado mejor, historiadores que escudriñamos eternamente un futuro invisible… (¿?) Los mexicanos arreglamos las cosas… para que no se vayan… para que se queden en ese limbo del tiempo mexicano que es el pasaturo (¿?). Es el tiempo irreparable, el que ningún alambre es capaz de echar andar (sic). Es la dimensión temporal de nuestro desdoblamiento de personalidades.” ¡Uff, qué tortura! Pero ya llegué hasta aquí y ahora me aguanto.

El resto del libro es lo más flojo, aunque decir eso es ya un eufemismo. El capítulo 7 trata de las simulaciones de nuestro federalismo, pues en realidad el centralismo nos sigue asfixiando; el capítulo 8 habla sobre la convivencia asimétrica con nuestro vecino del norte; el capítulo 9 incursiona en las razones de nuestra peculiar manera de expresarnos sin decir nada ni llegar a ninguna parte (Cantinflas dixit); y, finalmente, el capítulo 10 trata sobre nuestros propensiones racistas largamente negadas pero evidentes. En fin, no hay nada digno de comentar, pues el autor desarrolla aquí puros lugares comunes y simplificaciones groseras. Ninguna tesis original y sí mucha cochambre.

En las conclusiones del libro, Basave aventura algunas recetas para que los mexicanos podamos comenzar a desandar nuestra esquizofrenia cultural. Así, por ejemplo, plantea que es necesaria una nueva Constitución más acorde con las exigencias de los nuevos tiempos y más sensible a las necesidades sociales. Finalmente, una coincidencia con Basave. El punto es que para llegar a esta conclusión no era necesario hacer un psicoanálisis del mexicano. El tema de edificar un nuevo entramado normativo e institucional en México, o sea de una nueva Carta Magna, lo venimos planteando desde hace más de dos décadas un puñado de mexicanos convencidos de que sólo por esa vía puede hacerse tabla rasa del pasado autoritario. Otras recetas de Perogrullo son: “sólo creyendo en nuestra grandeza podremos dejar de ser pequeños”, “debemos dejar atrás nuestro colonialismo mental, que nos desubica y nos compele a imitar”… Pero la conclusión que sigue es, como decía un conocido cronista deportivo, para finiquitar el partido, apagar las luces del estadio e irnos a dormir: “Si nuestro comportamiento cívico y ético se pareciera más al de los ciudadanos del primer mundo, menguarían los rasgos folclóricos de nuestra idiosincrasia, pero los resultados se reflejarían en un mayor y mejor desarrollo”. zzzz… zzzz… zzzz…

En síntesis, el libro de Basave es una verdadera vergüenza y una deshonra para la larga y rica tradición de pensamiento sobre la mexicanidad, desde Alfonso Reyes hasta Octavio Paz, pasando por José Vasconcelos, Samuel Ramos, José Gaos, Leopoldo Zea, Roger Bartra y tantos más. (Por cierto, lo único rescatable del libro de Basave es el prólogo de Bartra, aunque no me explico por qué el conocido antropólogo se prestó a ello). En suma, estamos en presencia de una obra destinada al basurero por más que sus editores nos quieran hacer creer que con ella su autor “se confirma como uno de los principales analistas y estudiosos de México y lo mexicano”. Ver para creer.