miércoles, 7 de diciembre de 2011

El deslugar del cambio

Este artículo es una reseña al libro de Carlos Fuentes, La silla del Aguila. Fue publicado en 2004 en El Universal, pero después de la pifia de Enrique Peña Nieto al confundir al autor de este libro, cobra actualidad, por eso lo reproduzco aquí.

Siempre he creído que hay más sabiduría política en una buena novela que en un tratado de ciencia política. El terreno de la ficción, de la imaginación creativa, siempre será más fértil que el del método científico para dar cuenta de la experiencia política. Mientras que el científico aspira a reducir la complejidad del mundo que observa a categorías empíricas impermeables, verdaderas camisas de fuerza, el escritor no tiene más límite que su imaginación y su talento. Así, por ejemplo, la novela histórica o política, es decir, la narrativa que recrea pasajes, personajes o situaciones concretas del pasado o del presente o de un futuro conectado con hechos reconocibles aquí y ahora, no tiene porque ser fiel a los acontecimientos que narra, y en esta lisonja de la imaginación reside su potencial y su superioridad respecto de otras maneras de aproximarse a la vida. Mientras que el científico de la política no tiene más remedio que contentarse, en el mejor de los casos, con lo meramente fenomenológico, la buena narrativa política escarba siempre en la condición humana, es decir, nos pinta mundos posibles, por más lejanos que nos parezcan a primera vista.

Con todo, hay ocasiones en que el dilema del escritor de novelas históricas o políticas no es el de la mayor o menor fidelidad a los acontecimientos que narra si no el de la prudencia o no en el momento de recrearlos en su obra. Y es que, aunque sea una frase hecha, la realidad siempre supera a la ficción. No hace mucho, el laureado escritor Mario Vargas Llosa señaló en ocasión de la aparición de su extraordinario libro La fiesta del chivo, en el que se narra la sangrienta y muy larga tiranía del general Trujillo en República Dominicana, que si en su novela hubiera recreado en detalle los excesos del dictador tropical en el poder, y sobre todo la brutalidad con la que eliminaba a sus adversarios o imponía su voluntad, todos hubieran cerrado el libro horrorizados y exclamado que Vargas Llosa ahora si había exagerado la nota. Como quiera que sea, esta novela desgarradora, pese a la prudencia con la que fue escrita según confiesa su propio autor, ilustra perfectamente lo que he venido diciendo hasta aquí; es decir, que se pueden encontrar más claves para entender la política, o mejor, la experiencia política, la política de hombres de carne y hueso, en la buena literatura que en la ciencia más sofisticada. Quien quiera entender la lógica del poder ilimitado, de la tiranía, bien haría en incursionar en las páginas de esta obra maestra.

Esta premisa vale igualmente para la más reciente novela del extraordinario escritor Carlos Fuentes, La Silla del Águila, en la que se narra una historia de intrigas y ambiciones políticas en un futuro no muy lejano en México, en el 2020 para ser precisos, segundo año sexenal y que marca, según los usos y costumbres políticos nacionales, el inicio temprano de la carrera por la sucesión presidencial, en este caso del 2024. La novela de Fuentes es simplemente genial. Se podrá o no estar de acuerdo con las tesis que proyecta para el México del porvenir, pero por ningún motivo pueden subestimarse o rechazarse por ingenuas o descabelladas. Hay en esta novela no solo los recursos literarios a los que nos tiene acostumbrados su autor como para considerarla una obra magistral: fuerza argumentativa, originalidad para crear la ambientación, la trama y los personajes, pulcritud narrativa, etcétera, sino que también contiene una tesis inquietante sobre el futuro político de nuestro país que amerita la mayor atención.

Sin menoscabo de los aspectos estrictamente literarios de la novela de Fuentes, quisiera ocuparme en lo que sigue de la parte prospectiva de la misma, es decir, del México futuro que Fuentes imagina —o que alguna vez soñó, según confesó él mismo—. Y en este punto he de señalar que esta obra me causó una enorme consternación. Ciertamente, toda obra, al publicarse, deja de pertenecer de algún modo al autor y pasa a ser propiedad de los lectores. Como en cualquier otra experiencia estética, toca a los espectadores o, en este caso, a los lectores deconstruir el texto que nos interpela. Apunto lo anterior porque encuentro una tesis fuerte en la obra de Fuentes que me inquieta, pero no se hasta dónde este hallazgo nace de una intuición mía y hasta dónde habla realmente en ella el autor. El hecho es que el México del 2020 de Fuentes bien puede ser el México del presente, un presente que en buena medida sigue atrapado en las inercias autoritarias del pasado priísta, pero sobre todo es un México que mantiene más rasgos de continuidad que de ruptura con el México de la era priísta.

En el 2020 la lucha por el poder es igual de descarnada y sórdida que en el pasado reciente. Permanecen en el futuro todos los lugares comunes de la cultura política priísta, como si fueran una herencia maldita imposible de sacudirnos. La corrupción y los abusos de autoridad, la deslealtad y los golpes bajos, la impunidad y la conspiración, la línea y la traición, el dedazo y el tapado, el líder charro y el lambiscón, la transa y el trinquete, el chayotazo y la calumnia... Y de repente, en algún momento, en el momento justo, Fuentes atesta su verdad, una verdad que golpea y apendeja: el sexenio panista de Vicente Fox fue un mero accidente en la historia de México, un evento absolutamente contingente que no se repetirá más. En el futuro, después de este experimento inútil, el PRI, o mejor, los priístas, para el caso da lo mismo el nombre del otrora partido oficial, retoman el poder sin mayor dilación. Con los priistas en el poder vuelve la “normalidad” al país, pues el PRI es más que un partido, es una cultura, y aunque nos disguste todos somos en mayor o menor medida priistas, somos priistas como somos guadalupanos.

¿Descabellado? De ninguna manera. La realidad es que el México de la alternancia es el deslugar del cambio. Aquí nadie ha estado a la altura de las expectativas de transformación que se generaron con la alternancia del 2000. Además, si el PRI regresa al poder en el 2006, como anticipa Fuentes, se montará en las mismas estructuras y normas que le permitieron perpetuarse por más de setenta años. Huelga decir que si no se avanza seriamente en la reforma del Estado, si el gobierno de Fox no coge al toro por los cuernos para introducir las reformas estructurales que el país requiere para dar contenido y horizonte a la transición democrática, habrá que vislumbrar con Fuentes un México donde la alternancia fue un accidente y terminó imponiéndose otra vez la vulgaridad política.

miércoles, 8 de junio de 2011

©De la dictadura perfecta a la democracia imperfecta









Primicia de mi libro: La fragilidad del orden deseado. México entre revoluciones (México, BUAP, 2011)

Cuando un régimen político, otrora poderosísimo, empieza a derrumbarse, ¿qué cae primero: los rituales del poder, es decir el conjunto de mecanismos y prácticas consuetudinarias y simbólicas que los detentadores del poder fueron diseñando para reproducirse ahí y eventualmente legitimarse, o el poder de los rituales, o sea la capacidad de esos poderosos para crear y recrear permanentemente esos mismos rituales? Es difícil establecerlo con certeza, pero si aceptamos con Jesús Reyes Heroles —ideólogo y estudioso del viejo régimen priista—, que en política la forma es fondo y el fondo es forma, no queda más remedio que admitir que los cambios en los usos y las costumbres de una particular forma de organización política, o sea de los rituales del poder, anticipan grandes cambios estructurales, o sea de y en el andamiaje institucional y normativo en su conjunto.

Ni duda cabe que México ha vivido grandes transformaciones políticas en las últimas décadas. En particular, el paso de un régimen autoritario a uno democrático, cuyo momento de inflexión puede ubicarse en la alternancia del año 2000, ha supuesto importantes cambios en las formas como se ejercía y distribuía el poder político; muchos rituales del poder comenzaron a derrumbarse incluso antes que el otrora “partido oficial” perdiera el poder, y otros nuevos empezaran a afirmarse tibiamente. Sin embargo, estos cambios morfológicos no siempre se han traducido en prácticas políticas acordes a la lógica de funcionamiento o las exigencias propias de una democracia moderna. Por el contrario, para decirlo en palabras del escritor peruano Mario Vargas Llosa, al pasarse de una “dictadura perfecta” a una “democracia imperfecta” —sobre todo porque la alternancia no ha ido acompañada hasta ahora de una reforma del Estado que haga tabla rasa del pasado autoritario—, los nuevos modos de ejercer el poder distan de ser virtuosos o de haberse sacudido por completo las viejas mañas o estilos autoritarios.

El objetivo de este ensayo es precisamente examinar algunas de estas mutaciones políticas en el México de la transición o, para plantearlo en los términos sugeridos en el preludio: ¿qué tanto se ha renovado nuestro ordenamiento político en sintonía con las nuevas exigencias democráticas?, ¿qué tanto ha pesado la larga tradición política postrevolucionaria a la hora de ensayar transformaciones en clave democrática en los usos y las costumbres políticos?, ¿qué tanto el mantenimiento sin grandes modificaciones del entramado institucional y normativo heredado del viejo régimen vulnera, inhibe o pervierte las prácticas políticas del nuevo régimen democrático en construcción? Mi tesis es que la mayoría de las nuevas prácticas políticas que han venido sustituyendo lentamente a las viejas no necesariamente constituyen avances democráticos sino que hay que ubicarlas en algún punto intermedio entre las prácticas propias de un régimen autoritario y las propias de una democracia liberal. Más aún, en ausencia de reformas institucionales y normativas de envergadura, las prácticas políticas que se han abierto paso en la nueva realidad del país entran con frecuencia en tensión o contradicción con lo que debería ser normal y rutinario en una democracia; es decir, se manifiestan, una vez más, como desviaciones, excesos, patologías o perversiones de la propia democracia, al igual que el viejo régimen priista creó sus rituales de poder para disfrazar su condición autoritaria con afeites pseudodemocráticos desgastados y burdos.

Ciertamente, las transformaciones de las que daré cuenta aquí (casualmente diez en total) no son todas las que se pueden reconocer, pero sí algunas de las más importantes: 1) de la presidencia imperial a la presidencia advenediza, 2) del Congreso sometido al Congreso insumiso, 3) del partido hegemónico a la hegemonía de partidos, 4) del Estado paternalista a la orfandad estatal, 5) del estatismo orgánico al antiestatismo desorganizado, 6) del corporativismo estatal al corporativismo fragmentado, 7) de la corrupción silenciosa a la corrupción estridente, 8) de la politización del derecho a la juridización de la política, 9) del narco-Estado al Estado anti-narco, y 10) del centralismo federal al federalismo centralizado. Por fortuna, paralelamente a estos cambios poco o nada alentadores, hay al menos uno que abre una rendija al optimismo: los mexicanos hemos pasado ya de nuestra sempiterna condición de súbditos a la de ciudadanos (de ciudadanos imaginarios a ciudadanos reales), cuestión a la que destinaré mi reflexión final.

1. DE LA PRESIDENCIA IMPERIAL A LA PRESIDENCIA ADVENEDIZA

El último Informe de Gobierno del presidente Ernesto Zedillo, y en consecuencia el último de la era priista, marcó una evidente ruptura de las formas políticas que antaño solían ser constitutivas del protocolo en el que, además de consumarse y recrearse la tácita subordinación del poder Legislativo al Ejecutivo en la práctica y el imaginario políticos del Estado mexicano, cada presidente en turno ensayaba un discurso totalizador sobre la realidad nacional.

El mensaje del presidente Zedillo en ese crucial año 2000 no fue como aquellos informes faraónicos, omniabarcantes, de un pasado no tan remoto, que pretendían enunciar una verdad totalizadora sobre la situación del país, sino que ofreció apenas un conjunto de “consideraciones” o “reflexiones” sobre el “avance social, económico y político de la Nación”. Después de ese Informe nada sería como antes. En efecto, con la caída del régimen priista todo comenzaría a cambiar, empezando por los rituales que la élite gobernante fabricó durante décadas para perpetuarse en el poder.

Es común que los regímenes políticos recurran a diferentes mitos para ofrecer una imagen de unidad y trascendencia ante la sociedad. El deseo de protección y certidumbre que expresan no pocos grupos y sectores sociales suele ser capitalizado por grupos políticos indistintos que se asumen como portavoces o representantes de la voluntad general. Para ello, inventan o actualizan figuras y rituales que buscan encarnar simbólicamente los sentimientos del pueblo o la nación. Una de las figuras que mejor estelarizó en nuestro país ese montaje político-teatral durante el viejo régimen fue el presidente de la República. Su enorme poder no sólo descansaba en el conjunto de facultades constitucionales o metaconstitucionales de que disponía, sino, sobre todo, en su aura de infalibilidad. El presidente simbolizaba la unidad de los mexicanos; la certidumbre frente a un futuro que no siempre anunciaba mejores tiempos.

Al final de su gobierno, la figura presidencial de Zedillo fue sometida una vez más a la prueba de la democracia, que no es otra que la de la contingencia y la pluralidad. La división de poderes no es una afrenta contra nadie, sino una simple materialización del gobierno democrático. Por fortuna, poco a poco se fueron desmontando públicamente los mitos que le daban a la figura presidencial su condición cuasi divina. Primero, fue interpelado (Porfirio dixit). Más tarde, fue abucheado. Posteriormente, un opositor le respondió su mensaje ante el Congreso (Porfirio dixit-bis). Después, un opositor lo cuestionó. Y ya en tiempos de alternancia, el informe presidencial simplemente se suprimió de la liturgia política dominante.

De hecho, desde el gobierno de Zedillo la presidencia en México dejó de ser lo que el viejo régimen quiso que fuera, o sea una “presidencia imperial” (según una muy afortunada definición del historiador Enrique Krauze), una presidencia incontrastable y con un poder inconmensurable por encima de todo y de todos. En su lugar, el presidente comenzó a estar cada vez más acotado en sus facultades de acción y ya en la nueva realidad democrática, después de la alternancia y la llegada de Vicente Fox a los Pinos, de plano fue asfixiado y maniatado por el poder Legislativo, en el marco de lo que se conoce como “gobierno dividido”, o sea una situación donde el partido gobernante no cuenta con mayoría absoluta en el Congreso. Se pasó así intempestivamente de una presidencia ilimitada a una limitada, por más que la presidencia como institución sigue manteniendo todas las facultades y prerrogativas que, por disposición u omisión, le otorga la Constitución vigente. La consecuencia de ello ha sido desastrosa para el ejercicio político: parálisis en las decisiones, incapacidad de llegar a acuerdos entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, descalificaciones recíprocas entre ambos poderes, entre muchas otras cosas.

Que una democracia cuente con equilibrio de poderes y mecanismos adecuados de pesos y contrapesos es una condición para el buen funcionamiento de la misma. Por eso, que en el México postautoritario se haya pasado de un presidencialismo omnímodo a uno limitado, pero estéril en el terreno de las decisiones públicas, se debe más bien a la persistencia, después de la alternancia, de un entramado institucional que en materia de forma de gobierno fue pensado más para la concentración del poder que para la distribución del mismo. Así, por ejemplo, el marco legal heredado sin modificaciones del pasado autoritario simplemente no está diseñado para lidiar con situaciones de gobierno dividido, una circunstancia inimaginable en la mejor época del presidencialismo imperial y por ello inexistente en cualquier precepto de la Constitución vigente.

En suma, esta primera metamorfosis en el México postautoritario más que acercarnos al ideal de la democracia se transmuta en los hechos en una desviación de la misma. Tan perversa y perjudicial resultaba una presidencia imperial en el pasado, como una presidencia advenediza en la actualidad, una condición que en los hechos inhibe y debilita el liderazgo del Presidente. Esto es lo patológico. Lo normal para una transición democrática sana hubiera sido que la presidencia imperial cediera su lugar a una presidencia fuerte, aunque acotada en el marco de un auténtico equilibrio de poderes.

2. DEL CONGRESO SOMETIDO AL CONGRESO INSUMISO

Además de los cambios que a nivel federal ha significado la derrota del PRI en las elecciones presidenciales del 2000, se ha conformado un mapa político inédito en toda la geografía del país, ya sea con gobiernos divididos, en el que el partido del titular del Ejecutivo local no controla el poder Legislativo, como con legislaturas en las que se manifiesta un empate entre la fracción del titular del Ejecutivo y alguna o algunas fracciones de los opositores. En ese sentido, de ahora en adelante lo que menos veremos en el país será el así llamado “carro completo” para algún partido político. Por el contrario, en teoría, lo que veremos cada vez más será la búsqueda de equilibrios entre las fuerzas para evitar parálisis legislativas, pues no se podrán imponer los “mayoriteos” y otras formas de calificación o aprobación de leyes que antaño se daban una vez sí y la otra también. Además, cada vez es más común que el electorado divida su voto en los procesos electorales tanto federales como locales. En suma, para llevar a cabo transformaciones sustanciales en la vida política de nuestro país serán cada vez más necesarios el diálogo y la negociación como herramientas privilegiadas para lograr acuerdos y consensos que permitan la gobernabilidad democrática, o sea que los actores políticos del país han debido redefinir a partir de las elecciones del 2000 todas las formas de interrelación tradicionales y largamente dominantes durante el régimen priista, como las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo.

Como es sabido, uno de los rasgos característicos de los sistemas de gobierno presidenciales es el principio de separación de poderes; condición que implica, por un lado, el origen diferenciado (y en la mayoría de los casos, popular) del Ejecutivo y el Legislativo, y por el otro, la relativa independencia de un poder frente al otro, en el conjunto de responsabilidades públicas. Uno de los planteamientos torales de la crítica al sistema presidencial, conduce a la advertencia sobre los peligros que conlleva una situación donde los poderes Ejecutivo y Legislativo se confronten. Más aún, si se presenta el caso donde el poder Legislativo esté dominado por uno o varios partidos distintos al del titular del Ejecutivo, es decir, cuando se vive una situación de “gobierno dividido”. En el caso de México, resulta indudable que este tipo de experiencias se volverá cada vez más frecuente, tanto a nivel federal como estatal, conforme se incrementa la competencia política, con lo que el mosaico geopolítico se vuelve cada vez más complejo.

Ahora bien, el nuevo papel y protagonismo del Poder Legislativo en la nueva realidad democrática del país quedaría sólo en buenas intenciones si este organismo no es capaz de fortalecer los vínculos entre el Estado, la sociedad y los ciudadanos y recuperar credibilidad en las instituciones y actores políticos. En efecto, si el Congreso de la Unión no es capaz de involucrar a los ciudadanos en la cosa pública corre el riesgo de convertirse en un espacio vacío que sólo será ocupado por los políticos profesionales. Para evitar este posible vaciamiento desde arriba, el Congreso está en condiciones de impulsar iniciativas para, por un lado, publicitar su actividad interna y ejercer austeramente su presupuesto, y por el otro, para democratizar las organizaciones sociales y reconocer el derecho de los ciudadanos a participar en el proceso legislativo a través de las figuras del plebiscito, el referéndum y la iniciativa popular.

Pero independientemente de las acciones que podrían posicionar al poder Legislativo entre los ciudadanos, considerando su nuevo protagonismo en la vida política nacional, una cosa es cierta: el paso de un Congreso sometido a uno dividido después de la alternancia del 2000 no ha estado libre de situaciones anómalas que en lugar de aproximarnos al ideal de la separación de poderes nos alejan del mismo. En efecto, en ausencia de reformas en materia de régimen político y equilibrio de poderes consecuentes con las nuevas exigencias políticas, el nuevo protagonismo del poder Legislativo ha desembocado en una partidocracia, entendida como una perversión de la democracia en la que no existen suficientes mecanismos formales para contrarrestar o limitar el poder de facto de los partidos mayoritarios. Esto es lo patológico. Lo normal para una transición democrática sana hubiera sido que el nuevo pluralismo partidista se acompañara de reformas constitucionales que previeran situaciones de parálisis en el caso de gobiernos divididos. En la actualidad, la mayoría de las democracias del mundo contempla este tipo de situaciones y se han diseñado toda suerte de blindajes legales, más o menos eficaces, para neutralizar sus efectos negativos.

3. DEL PARTIDO HEGEMÓNICO A LA HEGEMONÍA DE PARTIDOS

Para los fines de este ensayo, recurrir a las socorridas categorías “sistema de partido hegemónico” y “sistema pluripartidista” para referirnos a los cambios que ha sufrido la vida partidista en México, resulta insuficiente. En efecto, si el interés es reconocer mutaciones morfológicas en las maneras como los partidos buscan legitimarse o en las formas en que se relacionan entre sí o con la sociedad o con el Estado, debemos considerar otras categorías más convenientes como “partido de Estado” o “Estado de partidos”.

De entrada, estas dos categorías hacen intervenir en su seno a dos sistemas interrelacionados: de un lado, el sistema jurídico-político, entendido aquí como un conjunto de órganos cuya estructura, competencias y relaciones recíprocas han sido configuradas jurídicamente; y, de otro, el sistema sociopolítico de los partidos compuesto por organizaciones de formación libre en relaciones de concurrencia entre sí por el ejercicio o la participación en el ejercicio del poder del Estado, dotadas de sus propios objetivos, su propia disciplina y, por tanto, de sus propias relaciones de dominación y subordinación, y obedeciendo a su propia dialéctica. Es sabido que la interacción entre sistemas produce una recíproca adaptación entre ambos frecuentemente acompañada de mutaciones en la estructura, función y relaciones en cada uno de ellos.

A partir de estas premisas, por partido de Estado se entiende aquel Estado cuya estructura, funcionamiento y ordenación reales están condicionados por un partido único capaz de controlar (o aun monopolizar) la mayoría de las mediaciones políticas de la sociedad y los ámbitos de decisión, gracias a la existencia de una reglamentación, muchas veces ambigua, que le otorga de facto y de hecho esa centralidad. Por su parte, por Estado de partidos se entiende aquel Estado cuya estructura, funcionamiento y ordenación reales están condicionados por el sistema de partidos con relativa autonomía de su configuración jurídico-formal, dejando de lado los indudables influjos del Estado sobre la configuración del sistema de partidos, tales como las leyes electorales —que pueden favorecer la bipolaridad o la multiplicidad del sistema—, la reglamentación de las subvenciones, etcétera. A partir de estas definiciones resulta interesante advertir una suerte de paradoja. Si bien en la situación de “partido de Estado” el partido único tiene una enorme centralidad política, su capacidad de incidir en las decisiones de gobierno permanece acotada puesto que se concibe más como un operador o instrumento del poder que como el cerebro o el vértice del mismo; además, al no descansar su centralidad en una competencia efectiva entre pares, el partido único no tiene manera de apelar a alguna fuente de legitimidad adicional para aspirar a más de lo que es. Por su parte, en el Estado de partidos, ningún partido concentra las enormes facultades o capacidades con los que cuentan los partidos únicos propios de las situaciones de partido de Estado; y sin embargo, en el Estado de partidos, tras las decisiones jurídicamente imputables a los órganos del Estado están las decisiones tomadas unilateral o concordantemente por los partidos, de tal manera que los órganos políticos del Estado podrían calificarse como recipientes abstractos y vacíos de poder para ser concretizados y llenados por los partidos o, dicho de otro modo, como mecanismos y marcos para la conversión de la voluntad de los partidos en voluntad del Estado.

De acuerdo con estas consideraciones, es claro que México ha experimentado con la alternancia del 2000 un tránsito de una situación de partido de Estado a una de Estado de partidos. Sin embargo, en ambos casos, por la ambigüedad que ha caracterizado a sus respectivos andamiajes normativos e institucionales, se ha tratado de situaciones hasta cierto punto híbridas con respecto al modelo teórico. Así, por ejemplo, la situación de partido de Estado que prevaleció en México durante buena parte del siglo XX nunca tuvo como uno de sus componentes a un partido único como el que tuvieron muchos otros países con regímenes totalitarios. En efecto, el PRI, como “partido oficial”, siempre coexistió con otros partidos, aunque las reglas formales e informales impedían de facto que estos partidos pudieran diputarle el poder en manos del tricolor. Por su parte, en la situación de Estado de partidos que sustituyó a la del partido de Estado después de la caída del PRI, los partidos más favorecidos por el electorado (incluido el propio PRI, pero como partido de oposición) han experimentado un crecimiento inusitado en sus atribuciones y prerrogativas capaz de condicionar el funcionamiento del arreglo institucional en su conjunto, incluso por encima de las facultades y capacidades de otras instancias. A este fenómeno también se le conoce como partidocracia y es típico de situaciones en las que la estructura jurídico-formal no se ha dado formas maduras y eficaces de división de poderes, reconocida tanto tácita como expresamente en los textos constitucionales. Más específicamente, una condición no colmada aún satisfactoriamente en nuestro tránsito tardío a la democracia ha sido elevar a cada uno de los poderes a la condición de órganos constitucionales del Estado, cada uno supremo e independiente in suo ordine, de modo que sus decisiones no pueden ser determinadas por otro poder u órgano del Estado. Esta formulación, de indudable validez jurídica, no excluye la posibilidad política de que distintos poderes u órganos sean ocupados mayoritariamente por un mismo partido o coalición de partidos y que, en tal eventualidad, la voluntad que promueve las decisiones atribuidas jurídicamente a tales órganos no radique en ellos mismos, sino en un centro decisorio institucionalmente extraño.

En suma, si en el viejo régimen un solo partido concentraba enormes facultades para condicionar el conjunto de las relaciones políticas existentes, en el régimen postautoritario varios partidos, incluso adversarios entre sí, concentran esta posibilidad, aun en detrimento de los demás poderes formalmente constituidos. Huelga decir que esta mutación refleja más bien una situación anómala que una normal para una democracia, por más que el poder político, por primera vez, se haya descentralizado y desconcentrado. Lo que tenemos es entonces, para decirlo con la jerga convencional, un tránsito de un sistema de partido hegemónico a uno de partidos hegemónicos. Esto es lo patológico. Lo normal para una transición democrática sana hubiera sido que el partido hegemónico cediera su lugar a un sistema pluripartidista, en el marco de una legislación que restringiera a los partidos las excesivas prerrogativas y privilegios con los que cuentan en la actualidad.

4. DEL ESTADO PATERNALISTA A LA ORFANDAD ESTATAL

El Estado mexicano posrevolucionario heredó sus características definitorias de un largo proceso histórico, en el que cada etapa dejó su impronta. Una de estas características es el patrimonialismo, que se origina en la etapa colonial. De acuerdo con el sociólogo alemán Max Weber, el patrimonialismo es una forma tradicional de dominación opuesta a las formas legal-racionales propias de la modernidad. La forma de dominación patrimonialista basa su legitimidad en la tradición, en lazos consanguíneos y en la costumbre, y se traduce en un poder centralizado en la figura de una persona, en un Estado paternalista, cuya estructura es jerárquica y dependiente del monarca-patriarca, y que básicamente impone relaciones de vasallaje con los súbditos.

Obviamente, que el patrimonialismo sea una forma de dominación premoderna no significa que algunos de sus rasgos no perduren en muchas sociedades contemporáneas. Este es el caso de nuestro país. El patrimonialismo llegó a ser y en buena medida sigue siendo un componente cultural de la vida política en México; es decir, define el modo característico general en que se efectúa la relación entre gobernantes y gobernados. Piénsese si no en la subordinación y veneración al Presidente, en el paternalismo del Estado y en la personalización del poder.

Huelga decir que ahí donde prevalecen fuertes rasgos culturales paternalistas difícilmente puede prosperar la responsabilidad individual del ciudadano, condición sin la cual la democracia occidental del liberalismo clásico no encuentra terreno fértil para su desarrollo. Seamos claros, si bien la democracia moderna no se entiende sin la confirmación política de la ciudadanía, que es mucho más que participación en elecciones, tampoco se entiende si no es en el marco de un Estado de derecho. En ese sentido, el reconocimiento de la soberanía popular, o sea la afirmación de un espacio público para la discusión y toma de decisiones sobre el modo como el pueblo ha de organizar su vida social, supone también que todos los ciudadanos habrán de reconocerse entre sí como iguales y libres, todos ellos han de tener las mismas oportunidades y derechos a ser oídos públicamente y consideradas sus propuestas.

Como se sabe, el paternalismo cultural encontró un caldo de cultivo extraordinario durante el régimen priista, el cual tuteló durante décadas los intereses sociales mediante una compleja estructura clientelista y corporativa, en detrimento de un Estado de derecho democrático. Por ello, la caída del viejo régimen y el ascenso al poder de un partido liberal democrático tenía casi como imperativo existencial reemplazar las prácticas paternalistas de antaño por prácticas encaminadas a responsabilizar a los ciudadanos de sus acciones como ocurre en cualquier Estado de derecho.

La verdad de las cosas es que el primer gobierno de la alternancia no sólo ignoró la importancia de proceder así para ser congruente con la doctrina liberal del nuevo partido gobernante, sino que reprodujo en varias ocasiones las prácticas paternalistas de sus antecesores. Que en la sociedad mexicana prevalezcan culturalmente rasgos paternalistas, no significa que éstos van a condicionar en automático la actuación de un gobierno que se define como democrático, pero el gobierno panista de Vicente Fox no lo pudo entender.

Así, por citar un ejemplo cualquiera, mucha consternación y perplejidad provocaron en su momento los continuos bloqueos de carreteras federales por parte de grupos campesinos durante el sexenio de Fox, así como la ineficaz actuación de las autoridades federales y locales para impedirlo. Consternación, porque un pequeño grupo de individuos, independientemente de la validez o no de sus demandas, fue capaz de violar la ley impunemente y secuestrar la voluntad de millones de mexicanos, y porque el gobierno federal actuó en este caso sin ejercer maduramente la autoridad que el Estado le confiere. Perplejidad, porque terminó imponiéndose en ese sexenio un patrón de comportamiento según el cual la violencia y el chantaje eran los mejores instrumentos para “negociar” con el gobierno, y porque éste cedía dócilmente una y otra vez a las presiones, aun a costa de dañar su ya de por sí deteriorada imagen. Obviamente, no cuestiono aquí el carácter social que debe primar en la actuación del Estado, sino que se sigan reproduciendo desde el gobierno patrones paternalistas de actuación, contradictorios con la democracia y con el Estado de derecho.

El asunto tiene muchas aristas y resulta muy oportuno ventilar sus implicaciones, pues pone en cuestión la vigencia y la pertinencia de nuestro Estado de Derecho. Por una parte, no sólo el Estado enfrentó la amenaza de los campesinos inconformes de manera patrimonialista, sino también éstos mostraron que la percepción paternalista del Estado en términos culturales sigue prevaleciendo en amplios sectores de la población (hay que recordar que la demanda de los campesinos era que el Estado les proporcionara un subsidio para enfrentar la pérdida de sus cosechas debido al mal clima). Por otra parte, el incidente deja ver una contradicción muy curiosa: desde cierta perspectiva, la rebeldía campesina podría interpretarse como una acción de resistencia social y de lucha legítima; sin embargo, desde otra, esto es sólo aparente, pues detrás de las específicas demandas de los campesinos subyace una ancestral condición de servidumbre y sometimiento al Estado, una condición propia de una concepción patrimonialista de la dominación que hace de los ciudadanos menores de edad y del Estado la figura paterna responsable de satisfacer todas nuestras necesidades.

De ahí que es cuestionable la actuación del gobierno federal con respecto a las presiones arbitrarias de los campesinos, pues no sólo consintió la violación de la ley, sino que también cedió plenamente a sus peticiones, dejando ver a un Estado medroso que antes que aplicar la fuerza legítima que le corresponde, prefirió hacerse de la vista gorda para no mostrarse como intransigente o intolerante, algo inconcebible durante el viejo régimen. Pero tan aberrante resulta un Estado paternalista como el del régimen priista —ogro y filántropo al mismo tiempo, para decirlo con Octavio Paz—, como un Estado medroso como el actual —acomplejado y complaciente—. Por ello mismo, el gobierno de Fox dejó entre los mexicanos la sensación de un vacío de poder, mismo que su sucesor en el cargo, Felipe Calderón, trató de llenar con una declaración de guerra al narcotráfico y el crimen organizado, pero que, paradójicamente, muy pronto exhibió las muchas debilidades del Estado mexicano, en abono de la tesis de la actual orfandad estatal. Esto es lo patológico. Lo normal para una transición democrática sana hubiera sido que los nuevos inquilinos del gobierno hicieran valer en los hechos, sin complejos ni reminiscencias del pasado, el ideario liberal democrático y las exigencias propias de un verdadero Estado de derecho.

5. DEL ESTATISMO ORGÁNICO AL ANTIESTATISMO DESORGANIZADO

A fines de 2003 la Cámara de Diputados rechazó la iniciativa de reforma fiscal propuesta por el Poder Ejecutivo, lo que suscitó, indirectamente, un debate muy interesante y necesario para el México de hoy. Dicho debate tiene que ver con el tamaño ideal del Estado mexicano para que éste pueda afrontar con algún éxito sus responsabilidades en materia social. Sin embargo, a poco andar nos damos cuenta que existe mucha paja al respecto, muchos lugares comunes alimentados más por convicciones ideológicas que por la reflexión madura.

Así, por ejemplo, un senador por el PRD se lamentaba amargamente de la decisión de su partido de no apoyar la reforma fiscal, pues en su opinión más que propinar un revés al neoliberalismo, el rechazo de la reforma constituye un triunfo de las ideas neoliberales. Según esta lectura, el PRD se equivocó, pues la izquierda, para ser consecuente con sus objetivos históricos y distanciarse de la derecha, debe apoyar el fortalecimiento del Estado y no su debilitamiento, y la única vía razonable para hacerlo es asegurándole recursos suficientes que le permitan cumplir con su responsabilidad social. Ante este argumento, algunos analistas nos pronunciamos enérgicamente. En lo personal, señalé entonces que el verdadero problema del Estado se obscurece cuando pasa por el prisma de la querella izquierda/derecha. Para empezar, sostuve, la izquierda mexicana confunde con facilidad Estado social con Estado fuerte, en contrapartida al Estado mínimo del neoliberalismo, donde supuestamente los fuertes serían los grandes capitalistas. De ahí que el PRD empate ahora con el PRI (el más tradicional) en un engaño, en pensar que la justicia social pasa por el tamaño del Estado, siendo que el nacionalismo revolucionario, que tuvo en el cardenismo su expresión más acabada, sólo fue un afeite de la verdadera desigualdad e injusticia que deliberadamente tejió el viejo régimen para perpetuarse.

Evidentemente, el tema da para mucho. Puedo aceptar que la democracia y la justicia son imposibles sin un Estado fuerte, y que no puede haber un Estado fuerte sin recursos (de ahí que soy partidario de una auténtica reforma fiscal que coadyuve a este objetivo). Pero creo que el compromiso social del Estado tiene que ver más con esta última fortaleza —o sea con la capacidad del Estado de allegarse de recursos, de producir riqueza y de distribuirla de manera más equitativa—, que con el tamaño del Estado. En ese sentido, considero que el dilema entre estatismo y antiestatismo es en la actualidad un falso dilema que sólo se mantiene por razones ideológicas. El problema de la pobreza no se resuelve con un Estado obeso que alardeé de su compromiso social por su herencia revolucionaria sino con un Estado responsable en el uso de sus recursos, manejados más con criterios racionales que por intereses clientelistas, corporativos y electoreros, como ha ocurrido históricamente en nuestro país.

El Estado mexicano contemporáneo se ha distinguido por reunir una serie de atributos que no aparecieron en los demás Estados latinoamericanos. Fruto de la primera revolución social del siglo XX y de la confrontación y/o el acuerdo entre las distintas facciones revolucionarias que participaron en la misma, el Estado mexicano postrevolucionario consiguió mantener durante más de media centuria un margen considerable de consenso y legitimidad sin recurrir a prácticas e instituciones democráticas o castristas que dominaron en otros países latinoamericanos.

Durante más de cinco décadas, el Estado mexicano ocupó un lugar estratégico en la vida económica y social del país. Gracias a la escasa infraestructura, a la incipiente actividad industrial, comercial y de servicios, y a la debilidad de los actores productivos, el Estado no sólo se ocupó de la promoción y rectoría de las actividades económicas, sino también participó activa y directamente en las mismas. El modelo de desarrollo aplicado en el país descansó en un fuerte intervencionismo estatal que generó diferentes consecuencias: privilegió la formación de una burguesía nacional, primero industrial y después financiera; fortaleció el mercado interno; garantizó tasas elevadas de crecimiento económico; etcétera. La eficacia del llamado desarrollo estabilizador no fue gratuita. Su viabilidad estuvo asociada directamente a dos fenómenos: por una parte, el control corporativo que se ejerció sobre los sectores sociales (obreros, campesinos, burócratas, sectores profesionales, etcétera), quienes edificaron un peculiar pacto con el Estado que garantizaba la fidelidad y lealtad de los primeros a cambio de que el segundo les ofreciera puestos de representación y mínimos satisfactores a sus líderes y bases; y por el otro, la cerrazón política que se instrumentó contra los opositores al régimen, que comprendió desde fraudes electorales hasta represión y asesinatos.

Sin embargo, con la crisis económica de finales de los setenta y principios de los ochenta, el modelo económico empezó a mostrar serias debilidades. El salvamento se encomendó a un nuevo tipo de Estado que empezó a adquirir sus signos distintivos en el sexenio de Miguel de la Madrid y consolidó sus características durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. A partir de la premisa de disminuir las funciones y reducir el tamaño del Estado, es decir, pasar del Estado máximo al Estado mínimo, el Estado neoliberal ha instrumentado un conjunto de políticas económicas y sociales que se han dirigido a debilitar el intervencionismo del Estado, fortalecer al mercado como mecanismo regulador de la economía y garante de la distribución de bienes y servicios, y desmantelar el pacto social postrevolucionario. El nuevo modelo estatal, caracterizado por la apertura indiscriminada de las fronteras a las mercancías y capitales extranjeros, la venta de empresas paraestatales y la implementación de programas sociales selectivos y clientelares, ha provocado, sin embargo, desastrosas consecuencias para el tejido económico y social del país: cierre de pequeñas y medianas empresas; pérdida de conquistas sociales (empleo, salario, prestaciones); profundización de la brecha entre ricos y pobres, entre otras, sobre todo porque persistieron intactos los esquemas autoritarios del pasado. En conclusión, el estatismo orgánico de otros tiempos se transformó en un anti-estatismo, pero absolutamente desorganizado e irresponsable si lo evaluamos por sus resultados.

Pero además de esta constatación, el Estado mexicano no ha sido sometido todavía a una reforma integral de sus órganos e instituciones internos. Ni la emergencia de una sociedad más plural y participativa ni la consolidación de un sistema de partidos competitivo, han propiciado una reforma profunda de las bases y pilares constitutivos del Estado mexicano con el objetivo de adecuarlo a los nuevos tiempos políticos. De ahí que el verdadero problema no es cuánto Estado sino cómo modernizarlo. Lo patológico está entonces en que el antiestatismo desorganizado que por necesidad sustituyó al estatismo orgánico del viejo régimen no se ha hecho cargo responsablemente de promover un desarrollo sustentable. Lo normal hubiera sido que la nueva realidad democrática proveyera al Estado un nuevo piso normativo sin los lastres del corporativismo estatal y el clientelismo asfixiantes del pasado. Bastardo

6. DEL CORPORATIVISMO ESTATAL AL CORPORATIVISMO FRAGMENTADO

Es ampliamente conocida la relación corporativa que a lo largo del viejo régimen mantuvieron el movimiento sindical y el Estado. Los diferentes gobiernos del PRI (partido integrado por sectores que representan en bloque a los grupos sociales) sustentaron muchas de sus acciones y políticas públicas con base en el apoyo aportado por instancias como la Confederación de Trabajadores de México, la Confederación Regional Obrera Mexicana, la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos y demás centrales que se pierden en el mar de siglas de organizaciones con escasa representación efectiva.

El sistema político posrevolucionario no se explica sin el concurso del corporativismo antidemocrático; los subsistemas partidista y electoral encontraron sustento en la utilización clientelar de los contingentes obreros, cuyo apoyo político al régimen explica mucho de la estabilidad social y la gobernabilidad que prosperaron en nuestro país, salvo movilizaciones y protestas esporádicas, por más de setenta años.

De la misma manera que la relación entre ciudadanos y Estado estuvo mediada por un partido oficial; la relación entre el Estado y los trabajadores estuvo mediada por sindicatos más o menos oficialistas que controlaban a los trabajadores mediante instrumentos caducos de representación autoritaria. La separación efectuada por el sindicato entre condición ciudadana y condición productiva del trabajador, permitía la expropiación de la ciudadanía, despojada de la cual, los trabajadores quedaban inermes y limitados para ejercer efectivamente su participación y representación colectiva.

En el pasado autoritario era normal que se omitiera que los sindicatos estaban integrados no por meros trabajadores, sino por ciudadanos con problemáticas y demandas específicas que no se agotaban en lo laboral, sino que lo trascendían en sus dimensiones de género, educación, edad y perfil cultural. Por eso, el fin del régimen priista, con su estructura corporativa tutelada por el Estado, representaba en teoría la posibilidad de rescatar la condición ciudadana de los trabajadores y de esta manera avanzar en la transformación de los mecanismos de representación y control en manos de las estructuras sindicales antidemocráticas.

Pero el relajamiento de los controles corporativos a partir de la derrota electoral del PRI, que plantea la existencia de condiciones más propicias para que las bases ensayen nuevas formas de representación sindical, más propositivas y participativas, implicaba también el debilitamiento de las estructuras tradicionales y un agotamiento de los esquemas dominantes de representación y control, cosa que no ha ocurrido, no al menos con la velocidad que muchos esperaban.

De entrada, muchas organizaciones como la CTM y otras de igual talante no quisieron desmarcarse del PRI para adscribirse a otro partido, aunque el hecho de afiliarse en bloque a un partido carece cada vez más de sentido y peso político efectivo. En segundo lugar, ha habido un “éxodo” de trabajadores y de organizaciones de trabajadores de las grandes corporaciones obreras para adoptar formas de representación por rama o empresa, lo que resta capacidad de negociación cupular y debilita la fuerza política del sindicalismo tal como se le conoce ahora; pero que en el mediano plazo podría significar un relanzamiento del actor sindical en la medida que logre contar con dirigencias democráticas, responsables y representativas.

A lo largo de su historia, el movimiento sindical mexicano no basó su fuerza política en su membrecía efectiva, sino en su condición de actor estratégico en la definición de la agenda política y económica. Sin embargo, esta fortaleza decayó en la última fase del régimen priista al grado de que el movimiento obrero organizado en torno al PRI dejó de tener cuotas políticas asignadas a representantes obreros en órganos de representación y cargos de elección popular. Este debilitamiento corrió paralelo a una cada vez mayor obsolescencia de los sindicatos en las negociaciones salariales y en el diseño de la política social y económica del régimen, situación que los orilló a avalar políticas públicas contrarias a los intereses obreros y a asumir pasivamente la conversión de la agenda laboral en instrumento de la política económica.

Instalado el PRI en la oposición (lo que implica la clausura de los canales de acceso a recursos públicos, un limitado apoyo oficial a liderazgos poco representativos, y la desarticulación del aparato de control clientelar); el sindicalismo mexicano enfrenta la necesidad histórica de cancelar o reformular su “alianza histórica” con el régimen que en el 2000 llegó a su fin. Entablar una relación en iguales términos con los gobiernos postautoritarios no será una tarea sencilla ni una rápida maniobra política, además de que, para lograrlo, se requeriría contar con la pasividad y/o aquiescencia de los trabajadores. Por lo pronto, lo que queda del otrora poderoso sindicalismo oficial no sólo se encuentra debilitado debido a las nuevas condiciones políticas, económicas y sociales del país, sino muy desarticulado y desprestigiado. Huelga decir que lo normal para una transición democrática, donde el partido único es sustituido por una pluralidad de partidos, hubiera sido que el corporativismo estatal del viejo régimen fuera reemplazado por un corporativismo social, o sea autónomo y democrático. Pero si hay un lugar donde sobreviven los actores políticos más retrógrados del ancient regime ese es el sindicalismo de viejo cuño, cuya desestructuración actual no le han restado poder e influencia a líderes antediluvianos, como en el conocido caso del magisterio.

7. DE LA POLITIZACIÓN DEL DERECHO A LA JURIDIZACIÓN DE LA POLÍTICA

En lo que va del nuevo régimen político hemos presenciado un hecho inédito en nuestro país: un creciente protagonismo del Poder Judicial de la Federación en situaciones de controversias constitucionales o de desacuerdos de difícil solución que involucran al gobierno o a los partidos políticos. ¿Cómo interpretar este hecho?, ¿qué implicaciones tiene y puede tener para el avance de la democracia en nuestro país?

En varias ocasiones el Poder Judicial ha sido convocado para dirimir situaciones políticas muy delicadas, por lo que su veredicto, al tocar intereses políticos muy concretos, termina vulnerando al propio Poder Judicial. De ahí que es importante advertir con energía que el nuevo protagonismo del Poder Judicial en la vida política del país, lo que se ha dado en llamar la “juridización de la política”, lejos de aproximarnos al ideal de la división y el equilibrio de los poderes propio de la democracia, conlleva un riesgo para la nueva institucionalidad democrática que se intenta abrir paso en el país. Es decir, si no reconocemos la atipicidad de nuestra transición a la democracia y del momento que estamos viviendo después de la alternancia, es muy fácil dar por normal lo que en realidad representa una situación anómala e incluso contradictoria.

Ciertamente, nadie puede negar la contribución que el Poder Judicial ha tenido para que la transición democrática en nuestro país avance por cauces mínimos de legalidad y estabilidad. Sin su valiosa participación como árbitro ante controversias de todo tipo, seguramente estaríamos viviendo en la zozobra y la incertidumbre permanentes. Sin embargo, la juridización de la política desvirtúa el sentido clásico de la idea de la división de poderes, pues el Poder Judicial está pensado única y exclusivamente para aplicar la ley, no para hacer política, como de hecho ocurre cada vez que se ve impelido a fallar sobre controversias que van a afectar o favorecer intereses políticos en pugna. Además, el creciente protagonismo del Poder Judicial en México más que resultado de una evolución sana y normal de nuestra democracia, es resultado de una transición atípica que no ha terminado de edificar por las vías normales de la negociación su nuevo piso normativo e institucional que haga tabla rasa de las viejas prácticas y normas autoritarias del pasado.

En estas circunstancias, cuando la actuación del Poder Judicial en una democracia comienza a ser cada vez más frecuente, esto se puede deber a cualquiera de las siguientes razones: porque los demás poderes no son capaces de ponerse de acuerdo en decisiones estratégicas, o porque infringen la ley, o porque la ley vigente presenta amplias zonas de ambigüedad o de obsolescencia, lo cual conduce a controversias constitucionales que sólo el Poder Judicial puede dirimir.

Me temo que en México este último es el problema de fondo, pues las leyes vigentes en nuestro país, incluyendo las electorales, no sólo ya no corresponden a la lógica de funcionamiento de un régimen democrático sino que lo confrontan permanentemente además de poner en riesgo la gobernabilidad. En efecto, el entramado normativo vigente fue funcional al viejo régimen pero ha dejado de serlo en el actual régimen postautoritario. Que la ley, por ejemplo, fuera sumamente ambigua en muchos aspectos, tenía una razón de ser: que la autoridad, el poder en el vértice del sistema político, pudiera interpretarla y aplicarla discrecionalmente y a su conveniencia. En una democracia, por el contrario, la ley no puede dejar nada oscuro o a la interpretación interesada y subjetiva.

8. DE LA CORRUPCIÓN SILENCIOSA A LA CORRUPCIÓN ESTRIDENTE

La corrupción ha sido un componente habitual de la vida política en México. Sin embargo, a diferencia del pasado, cuando el viejo régimen priista gozaba de estabilidad y la elite gobernante disponía a su favor de los mecanismos institucionales para manipular a los medios y ocultar las evidencias, hoy resulta cada vez más difícil contener el creciente flujo de información sobre casos particulares de enriquecimiento, soborno, contubernio con el narcotráfico, abusos de autoridad, y otros fenómenos de corrupción.

Muchas cosas tuvieron que pasar en el país en los últimos años para que esto fuera posible. Pero sobre todo un proceso gradual de apertura política en dirección democrática que terminó generando mejores condiciones para la competencia y la participación. Es decir, por la vía de una liberalización política se edificaron nuevos equilibrios de poder entre el partido gobernante y la oposición así como mayores espacios de contestación a un régimen no democrático que supo preservarse en el poder por más de setenta años. Simultáneamente, los medios masivos, por razones de credibilidad, tuvieron que mostrarse más plurales y críticos ante una sociedad mucho más sensible y exigente que en el pasado. De hecho, las elecciones fundacionales del 2 de julio de 2000, que marcaron la derrota del longevo PRI por la vía de la alternancia, fueron ante todo un triunfo de la ciudadanía que votó por el cambio debido a un verdadero hartazgo hacia un régimen político que hizo de la corrupción y los abusos de autoridad su modus vivendi.

Durante los últimos años, las evidencias sobre casos de corrupción en México se multiplicaron como nunca antes. Por momentos, parecía que ningún político quedaría inmune de este virus. A veces las informaciones llegaban del extranjero, como en el caso de algunos prófugos de la justicia mexicana, o de la propia dinámica interna, donde día a día se destapaba una cloaca. El hecho es que durante años hemos vivido instalados en el escándalo político.

En países como México existe un conjunto de condiciones culturales e históricas que hacen de la corrupción un asunto muy difícil de neutralizar desde el espacio público. Para una clase política acostumbrada a no rendir cuentas a nadie de sus actos, el cinismo se convierte también en una costumbre. La frontera entre el cinismo y la impunidad es casi imperceptible. En ausencia de los canales institucionales apropiados de contestación y disenso, es frecuente que las autoridades adopten un lenguaje irónico y retórico al referirse a sus actos (“un político pobre es un pobre político”, sentenció alguna vez un funcionario de la vieja guardia). Huelga decir que un discurso de este tipo supone casi siempre para el emisor un receptor acrítico y pasivo, incapaz de vulnerarlo o contestarlo. Así, el cinismo de las autoridades tiene como condición una masa silenciosa incapaz de responder, ya sea por conformismo, por costumbre, o por ausencia de los canales apropiados.

México ha sido tradicionalmente un país de cínicos. Los políticos por no rendir cuentas de sus actos y abusar de la retórica, y los ciudadanos por permitirlo. Este diagnóstico, sin embargo, debe reconocer también que ha sido precisamente la sociedad mexicana el verdadero motor de las transformaciones que ha venido experimentando el país durante los últimos años. La creciente concientización política de los ciudadanos contrasta cada vez más con el estancamiento de la clase política, que en su gran mayoría sigue actuando con los patrones autoritarios tradicionales.

Precisamente por esta contradicción entre un reclamo democrático creciente, que hoy ha obligado a introducir en la legislación electoral mejores condiciones para la competencia y la participación, y una clase política atrapada en su propia retórica, sorprende cada vez más el cinismo con el que siguen moviéndose algunas autoridades y funcionarios. Ciertamente, la impunidad ha sido durante muchas décadas un componente de nuestro régimen político, pero hoy la sociedad mexicana ya no acepta tan dócilmente como en el pasado el engaño y la burla.

En síntesis, la permanencia de la corrupción aún después de la alternancia del 2000, constituye un signo más de la inmadurez democrática de nuestro ordenamiento político (teóricamente, el grado de corrupción en un país mantiene una relación inversamente proporcional con el grado de democratización alcanzado en términos institucionales). En efecto, todos los mexicanos hemos sido testigos involuntarios de grandes escándalos de corrupción que involucran a muchos políticos y partidos, mismos que no tardamos en calificar de “videoescándalos”. Obviamente, más que un problema de cantidad —establecer si ahora hay menos o más corrupción que en el viejo régimen— es una cuestión de visibilidad o sonoridad de las prácticas corruptas. Si antes permanecían soterradas ahora se ventilan en el espacio público, incluso motivadas por los propios actores políticos para saldar cuentas con sus adversarios.

Frente a la corrupción desmedida de nuestros políticos, que sólo revela la ausencia de instituciones apegadas a derecho y capaces de articular a la sociedad, sólo cabe anteponer la defensa de la sociedad civil. En los hechos, frente a la incapacidad del Estado no sólo para legitimarse sino para obtener resultados mínimamente coherentes, ha sido precisamente la sociedad civil, con sus iniciativas, con sus reclamos, con sus formas todavía incipientes de contestación, la que ha empezado a ocupar el espacio público político.

9. DEL NARCO-ESTADO AL ESTADO ANTI-NARCO

Durante el régimen priista, el tema de los nexos entre los poderes político y militar fue tratado con extrema cautela por parte de muy escasos analistas. El Ejército Mexicano fue más bien una institución hermética y de la cual muy poco trascendía al espacio de la discusión pública. Tras la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y la proliferación de varias organizaciones armadas en el territorio nacional se fue incrementando la presencia y la visibilidad del Ejército: comenzó a ocuparse cada vez más de actividades policiacas y de inteligencia, y su intervención en la lucha contra el narcotráfico pasó en tiempos recientes de meras funciones de rastreo, detección, interceptación y destrucción de estupefacientes a funciones de búsqueda, persecución, enfrentamiento directo y detención de narcotraficantes, por disposición del presidente Felipe Calderón, quien al inicio de su gestión declaró la guerra del Estado mexicano contra el crimen organizado.

Sin embargo, el elevado precio pagado por el Ejército Mexicano por intervenir en los aspectos más turbios de la gobernabilidad (seguridad, narcotráfico, inteligencia, contrainsurgencia, etcétera) ha sido indudable. Puede expresarse sobre todo en términos de su desgaste institucional y el desprestigio que le provoca la negligente y corrupta participación de algunos de sus miembros. De esta manera, los elevados índices de confianza de los que tradicionalmente gozaban las fuerzas armadas se ven severamente afectados por los ilícitos en que se ven inmiscuidos algunos militares, lo que muestra la necesidad de evaluar la conveniencia política de utilizar al Ejército en funciones policiacas de seguridad e inteligencia.

Con la alternancia política no sólo las estructuras políticas han debido redefinirse para adecuarse a una nueva realidad política sino también muchos actores que ven amenazados sus intereses con las nuevas relaciones de poder. Este es el caso de las mafias organizadas del narcotráfico que durante décadas tendieron puentes con funcionarios, políticos y militares en distintos niveles para asegurar sus negocios e incrementar sus fortunas.

La posibilidad de que malos funcionarios y ahora también los militares puedan ser sancionados e incluso cesados de sus funciones por motivos de corrupción o por sus presuntos vínculos con el narcotráfico es un fenómeno relativamente reciente. Sin embargo, este hecho no es suficiente para disminuir los efectos del problema de fondo que propicia el narcotráfico y cuyo combate frontal ha colocado al país en una ola de violencia e inseguridad crecientes.

En ese contexto, ha surgido con nueva fuerza el debate sobre la existencia o no de pactos entre el Estado mexicano y los cárteles de la droga tendientes a minar el poder corrosivo y violento del crimen organizado. Obviamente, la respuesta oficial ha sido negar contundentemente cualquier tipo de acercamiento semejante, mientras que muchos analistas se han apresurado a decir que un acuerdo con el narcotráfico amén de imposible es una puerta falsa para abatir la delicada situación que vivimos en materia de seguridad nacional.

Que las cosas se pongan en esos términos es políticamente correcto y necesario, pero queda la duda. No porque apoyemos salidas negociadas con los delincuentes, sino porque simplemente parece que un día, después de la alternancia del 2000 para ser precisos, algo se rompió en algún lugar donde se acuerdan y toman las decisiones, y ese rompimiento se tradujo de la noche a la mañana en la violencia incontenible que estamos padeciendo todos, algo como un acuerdo que al venir a menos se convirtió en una guerra sin cuartel. Luego entonces, si en el pasado, durante el régimen priista, la violencia no se había manifestado como ahora pese a la existencia de importantes cárteles de la droga, por qué descartar a priori que los acuerdos con los poderes fácticos no son una invención sin sustento arraigada en el imaginario popular.

De hecho, si la negociación con el narcotráfico no representa una opción, y por lo visto la guerra tampoco, la única manera de combatirlo eficazmente es legalizando la producción y el consumo de los enervantes, es decir una solución drástica pero eficaz. Drástica, porque al legalizar la droga se derrumba un negocio millonario que vive precisamente de la informalidad y la economía soterrada; eficaz, porque la competencia entre cárteles pasaría de la lógica del control violento de territorios a la del mercado. Sin embargo, debido a que nadie parece dispuesto a sacrificar nada, ni los cárteles ni las autoridades, conscientes de que la economía subterránea es un auténtico salvavidas para la economía formal, este tipo de opciones ni siquiera se vislumbran en el largo plazo. Si no lo hacen naciones poderosas como Estados Unidos, por qué ha de hacerlo la nuestra.

En la actualidad, resulta difícil pensar que economías débiles, como la nuestra, puedan mantenerse sin sobresaltos sin el dinero que proviene del tráfico de drogas. Tal parece que el narcotráfico adquiere aquí una dinámica propia e incluso irresistible. Alrededor del crimen organizado no sólo se enriquece un puñado de delincuentes y autoridades corruptas, sino que su impacto macroeconómico puede resultar y de hecho resulta benéfico desde la perspectiva de su evidente estímulo al crecimiento económico indirecto. No se puede negar que las divisas del narcotráfico estimulan importantes rubros de la economía interna, tales como la construcción, los servicios, el turismo, las finanzas, etcétera.

Por todo ello, vivimos una auténtica descomposición de la política que alienta el fortalecimiento de poderes autónomos que no pasan por el Estado, como el narcotráfico, y que al mismo tiempo obliga a una creciente militarización del país. Huelga decir que en estas circunstancias, la democracia es superada por vía de los hechos. En su lugar, crece la informalización de la política, la represión, los poderes discrecionales, la supresión de garantías, la corrupción incontenible, etcétera. Pero más grave aún, la guerra declarada al narcotráfico induce un ominoso ambiente de desestabilización, amenazando la ya de por sí frágil y precaria eficacia decisional y estratégica del gobierno, poniendo además en entredicho su integridad y legitimidad.

A estas alturas, son patentes las muestras de incapacidad del gobierno federal para concebir una estrategia de seguridad pública y combate al narcotráfico integral, progresiva, por lo que es previsible que las energías y los recursos gubernamentales sigan gastándose en operativos vistosos, mediáticamente explotados, pero ineficaces, y que no auguran una mejoría sustancial en las condiciones de la gobernabilidad en México.

10. DEL CENTRALISMO FEDERAL AL FEDERALISMO CENTRALIZADO

Por momentos parece que en materia de democracia todo está por hacerse en México, desde el perfeccionamiento de nuestras leyes y normas electorales, hasta el rediseño institucional de nuestro sistema político en su conjunto. Los pendientes y déficit democráticos son tantos que la tarea parece titánica. De todos ellos destaca por su importancia estratégica repensar y redefinir todo lo concerniente al federalismo y el municipalismo.

Después de dos siglos de centralismo político y concentración del poder en el vértice del ordenamiento institucional mexicano, suele pensarse que lo normal en política es lo que se mueve del centro a la periferia. Pero bien miradas las cosas, el federalismo que quedó plasmado en nuestra Constitución muy temprano en la vida independiente del país, bajo el influjo del federalismo estadounidense, proponía exactamente lo contrario. Ciertamente, no es fácil desandar concepciones y prácticas tan arraigadas, pero ya es tiempo de llenar al federalismo de contenidos más acordes a los principios originales que lo animan y dan sentido y que se diluyeron en el camino. La construcción de la democracia en México también pasa por revalorar en ámbito de lo local, no como el residuo de la política sino como su basamento.

En los hechos, el federalismo mexicano sigue siendo una simulación. Así, por ejemplo, la ley no otorga a las legislaturas de los estados la facultad para darle a su entidad el régimen interior que más le convenga con las prescripciones de la Constitución Política como único límite; impide trasladar a dichas legislaturas las facultades que les ha usurado el gobierno federal así como reordenar las facultades de los tres órdenes de gobierno, generando incentivos para la cooperación en ellos y entre ellos; no concede plena autonomía político-administrativa a los estados y municipios; y no establece al municipio como un orden de gobierno depositario de la soberanía ni lo define como parte integrante del Estado federal.

En virtud de estas deficiencias y omisiones, el centralismo federal del viejo régimen no ha podido reconvertirse hasta ahora en un federalismo descentralizado más congruente con la realidad democrática plural y múltiple del país. Si acaso, se ha transitado a un federalismo centralizado en función de las presiones que muchos gobiernos locales han debido ejercer hacia el gobierno federal para obtener de éste ciertos apoyos o compromisos. Algo simplemente impensable en la era del presidencialismo omnímodo, donde la primera regla era el sometimiento dócil y servil a los designios del centro. Con todo, el interlocutor de las autoridades políticas estatales sigue siendo por necesidad el titular del Ejecutivo federal. A él llegan todas las propuestas y de él emergen todas las decisiones.

UNA REFLEXIÓN FINAL

La democracia no es sólo un conjunto de reglas y procedimientos formales sino sobre todo una forma de legitimación del Estado que tiene como base a los ciudadanos. Si en un régimen autoritario le son conculcados a los ciudadanos sus derechos civiles y políticos, en un régimen democrático existen las condiciones mínimas de igualdad y libertad para que los ciudadanos puedan cuestionar y enfrentar cualquier norma o decisión que no haya tenido su origen o rectificación en ellos mismos. Los representantes políticos sólo son legítimos cuando ejercen el poder en tensión creativa con la sociedad que los elige. Si las autoridades no toman en cuenta las propuestas que emanan de la sociedad, entonces el poder corre el peligro del totalitarismo. En síntesis, la esfera pública es el factor determinante de retroalimentación del proceso democrático.

En el terreno concreto, la afirmación de la ciudadanía a través de iniciativas sociales de todo tipo nos enseña que la democracia es siempre un proceso inacabado. La soberanía popular no puede ser congelada en el momento de su institucionalización jurídica o legislativa. Adquiere su verdadera condición en la infraestructura de una esfera pública política en permanente transformación. Esto no significa que las agrupaciones de la sociedad civil (movimientos sociales, iniciativas ciudadanas, asociaciones políticas no gubernamentales y otras asociaciones de base social) puedan cambiar a corto plazo los procesos de aprendizaje y decisión de los sistemas políticos, aunque, eso sí, son portadores de impulsos y señales decisivas para transformar el sistema político hacia un mayor desarrollo democrático.

En ese sentido, la democracia no depende exclusivamente de una transición exitosa o de una nueva política económica. Lo que el resurgimiento de la sociedad civil demuestra en muchos países es que corresponde precisamente a ella llenar de contenidos a la política real. La democracia nace pues de las propias iniciativas ciudadanas y sus expresiones de lucha. Este proceso de confirmación política de la ciudadanía se opone claramente a las visiones que reducen su participación a una mera legitimación a posteriori vía el sufragio de lo que las elites políticas previamente acordaron.

La democracia no es entonces, un orden social dado de una vez por todas, plasmado en una Constitución inamovible, sino un conjunto de instituciones y leyes sujeto a constante revisión por el pueblo, único detentador legítimo de la soberanía política. Hablar hoy de democracia es hablar de individuos cuya acción libre y contingente, más o menos asociada, define cotidianamente los contenidos simbólicos de lo político. La contingencia es el supuesto de la libertad democrática, la libertad. De ahí que la democracia nunca esté cumplida; la democracia como el Estado de derecho que le da cobijo siempre está insatisfecha, sometida al vértigo de un “desarrollo” jamás cumplido en modo absoluto. Pero eso no significa que la democracia sea sólo conquista, sino que también es supuesto de más y mejor democracia. Como el ejercicio de la libertad siempre trae más libertad, también la genuina democracia siempre ha de traer más democracia, pero con el riesgo, también inherente a toda acción libre, de traer lo contrario. El desarrollo, quiebras y sin-sentidos de la historia de la democracia representativa, sometida a todos los avatares de la conflictividad social, es un ejemplo del vértigo de la libertad democrática.

El entero orden político no puede fundamentarse en la obediencia inespecífica de los ciudadanos al Estado, sino en el compromiso recíproco de crear una Constitución y defenderla en la vida cotidiana de modo conjunto. La democracia, por lo tanto, no es sólo un régimen político sino, sobre todo y fundamentalmente, una forma de vida.

Sirvan estas consideraciones para evaluar los avances alcanzados en México en materia de participación y afirmación ciudadana. De entrada, observamos que tampoco en este caso las categorías o definiciones convencionales sobre ciudadanía encajan perfectamente. Así como en el viejo régimen priista no podemos hablar en estricto sentido de “súbditos”, tampoco en la nueva era postautoritaria podemos hablar de ciudadanos en pleno uso de derechos y garantías democráticas. De hecho, en ambos casos lo que tenemos son formas híbridas de ciudadanía, lo que ha llevado a los especialistas en el tema a introducir todo tipo de adjetivos para calificarnos antes y después de la alternancia: “ciudadanos imaginarios”, “ciudadanos pasivos”, “ciudadanos de baja intensidad”, etcétera. Y sin embargo, si ha habido un ámbito de la realidad nacional realmente dinámico en nuestro tránsito del autoritarismo a la democracia ese ha sido precisamente la sociedad mexicana, tal y como quedó de manifiesto en el hecho de que fuimos precisamente los ciudadanos los que decidimos derrocar al régimen priista en las urnas. Que en el pasado la sociedad haya sido sometida o manipulada o controlada por las prácticas clientelistas y corporativas dominantes no significa que no latiera en su seno una vocación de renovación y emancipación, aunque fuera reprimida sistemáticamente; y que ahora esa misma sociedad haya hecho valer su voluntad de libertad electoralmente no significa que cuente ya con un marco legal (léase un Estado de derecho democrático) apropiado para hacer valer sus garantías y libertades.

Lo que estos datos contradictorios nos revelan es que sigue existiendo un corto circuito entre las elites y la sociedad en general. Mientras que las elites, por la vía de los hechos, siguen sustrayendo o negando a los mexicanos su condición de ciudadanía (piénsese si no en las elites políticas, cuando actúan impune y arbitrariamente a espaldas de la ciudadanía; en los medios, cuando manipulan la información a su conveniencia; en los empresarios, cuando excluyen a sus trabajadores de beneficios laborales, etcétera), la sociedad ha dado muestras fehacientes de madurez política.

En conclusión, así como dormita en buena parte de la sociedad mexicana un dinosaurio alimentado por décadas de represión y autoritarismo (que se traduce en conformismo, inmovilismo, desinformación y desinterés), en otra parte cada vez mayor terminó por anidar una idea de democracia que llegó para quedarse (que se traduce en acciones sociales de todo tipo, participación y cuestionamiento constante a las autoridades). Sin embargo, la clase política le sigue debiendo a la ciudadanía la edificación de un marco legal y normativo (reforma del Estado) que coloque al ciudadano en el centro del andamiaje político e institucional, y que deje en el pasado cualquier rémora de su antigua condición de súbditos o siervos. Baste con mencionar la ausencia de leyes adecuadas en materia de democracia directa, rendición de cuentas, medios de comunicación, federalismo, etcétera.

lunes, 6 de junio de 2011

©La revuelta silenciosa










Prólogo de mi libro La revuelta silenciosa, Democracia, espacio público y ciudadanía en América Latina, México, BUAP/ALED, 2011.

Hace quince años, en un libro intitulado América Latina: ¿renacimiento o decadencia? (Cansino y Alarcón, 1994), publicado en los albores del nuevo orden mundial posterior a la caída del Muro de Berlín y después de la llamada “década perdida” para América Latina, concluí que, pese a los muchos avances democráticos registrados, el futuro de la región era poco promisorio; que las difíciles condiciones económicas imperantes podían hacer resurgir actores y discursos populistas, con soluciones semi-constitucionales o semi-militares, con altos costos para la consolidación de las democracias latinoamericanas. Lamentablemente, al cabo del tiempo, el pronóstico no sólo se confirmó sino que fue rebasado sobradamente por la realidad. Así, por ejemplo, a la “década perdida” de los ochenta le siguió otra igualmente recesiva y depresiva en lo económico y lo social; varios países experimentaron crisis políticas profundas, como Brasil, Argentina, Colombia, México, Perú, Venezuela, y en algunos casos emergieron líderes populistas que han significado peligrosos retrocesos autoritarios en sus naciones, como Abdalá Bucaram, Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Evo Morales, etcétera; reaparecieron igualmente en muchos de nuestros países, aunque con nuevas características, movimientos guerrilleros de todo tipo y filiación ideológica, sembrando el terror y el miedo, mientras que el narcotráfico y otras expresiones del crimen organizado han crecido de manera incontenible, contaminándolo todo a su paso y acrecentando la informalización de la política; por su parte, los poderes fácticos se han fortalecido, amenazando con rebasar al Estado una y otra vez. Y sin embargo, América Latina conserva a su favor un activo primordial que es frecuentemente soslayado: una sociedad civil cada vez más madura, informada, crítica y participativa que contrasta con los cada vez más anquilosados y obtusos políticos profesionales. De hecho, lo cual constituye una de mis tesis en este nuevo libro, si nuestras maltrechas democracias han logrado persistir en el tiempo, salvo algunos casos lamentables como Venezuela, no es por los afanes de nuestros partidos y gobernantes sino por la terquedad de los ciudadanos y las ciudadanas del continente que sabemos o intuimos que sólo en el horizonte de la democracia, con todo y los rezagos y los problemas acumulados, es posible aspirar a más y mejor libertad, a más y mejor justicia, y que fuera de él sólo existe la amargura y el desasosiego de la obscura noche totalitaria.
De ahí que si en algún lugar se juega hoy la persistencia de la democracia en América Latina, pese a la crisis que padece y los enormes peligros que la amenazan y acechan, ese es precisamente el espacio de lo público-político (llámese la calle, la plaza, la escuela, la fábrica, la ONG, el barrio, el chat, el facebook…), o sea el lugar donde los ciudadanos ratifican cotidianamente su voluntad de ser libres, el ámbito donde se producen los contenidos simbólicos cuya resonancia coloca cada vez más en vilo al poder instituido.

Que la sociedad en nuestros países ya no pueda ser leída con los conceptos y las categorías generados por las ciencias sociales y los paradigmas dominantes no hace mucho, no significa que haya que renunciar al intento de comprenderla. Así, por ejemplo, que las formas de articular y canalizar demandas sociales ya no pase como antes, en la era del Estado benefactor, por el partido de masas o la central sindical o las grandes corporaciones, no significa que la sociedad haya renunciado a agregar intereses y a demandar soluciones, si acaso lo hace de manera distinta, desde la radical diferencia de los individuos, desde la pluralidad de sus intereses que ya no pueden ser homologados por agencias o agentes externos. La individualización democrática, o sea que los ciudadanos sean de facto el principio y el fin de la democracia y no las organizaciones de masas, no significa que la sociedad se haya atomizado o pulverizado sino que por primera vez se ha constituido y afirmado como lo que realmente es y nunca debió dejar de ser: un conjunto de individuos radicalmente diferentes pero invariablemente iguales ante la ley. En todo caso, la sociedad sigue tanto o más viva que antes, porque los ciudadanos ahora sabemos que sólo depende de nosotros y de nadie más orientar el destino de nuestras comunidades o naciones, mediante la deliberación pública con los demás, transparentando nuestros intereses y expectativas, buscando empatar nuestras afinidades y gestionando bienes en común. Si antes el Estado social, con una retórica más o menos populista, se encargaba de homologarnos y estabularnos, de derramar selectivamente dádivas a cambio de apoyos, haciendo de la libertad una moneda de cambio, ahora el imperativo individualista de la igualdad ante el derecho tiende a prevalecer sobre la noción de defensa de los intereses colectivos. En ese sentido, la deliberación pública y la cuestión social cobran un nuevo significado. La gestión de los conflictos pasa a ser inseparable de un esfuerzo colectivo para encontrar consensos sobre lo que es justo e injusto; y la política democrática se vuelve un camino común entre una maraña de preferencias individuales, escalas de valores y conceptos raramente coincidentes. En suma, la política democrática es un esfuerzo por hablar una misma lengua y ponerse de acuerdo sobre lo justo y lo injusto, cuestión que en América Latina no tendría sentido si no mediante el reconocimiento de una enorme deuda social dramática y lacerante.

Esta es precisamente la trama del presente libro: la revuelta silenciosa de nuestras sociedades que ha conducido de manera intermitente a la redefinición de lo público y la afirmación de la ciudadanía en América Latina, en un contexto regional de profunda crisis de la democracia realmente existente y de persistentes rezagos económicos y sociales. Si hace algunos años, cuando empezaron a caer las dictaduras militares, la pregunta que en un nivel teórico inquietaba a muchos estudiosos de América Latina era qué hace que los distintos actores políticos y sociales elijan democracias costosas, dadas las condiciones económicas adversas y los muchos intereses que había que empatar, ahora la pregunta es qué hace que las maltrechas democracias de la región, incapaces de resolver los problemas más apremiantes de sus sociedades, con gobiernos y partidos corruptos e ineficaces, atravesadas por tantas amenazas y peligros, puedan persistir en el tiempo. En principio, la respuesta más aceptada es que si tenemos democracias tan deficientes se debe ante todo a la ignorancia de la gente, a su débil participación, a su escasa cultura cívico-democrática y a su baja politización, que vuelve a los ciudadanos presa fácil de políticos y partidos ambiciosos y corruptos. Obviamente, por lo expuesto arriba, no comparto esta visión. Por el contrario, como ya lo había anticipado, mi respuesta es que si la democracia se ha mantenido en la región, pese a sus muchas inconsistencias y graves problemas, es gracias precisamente —lo cual no deja de ser paradójico—, a la sociedad civil, a su creciente politización e involucramiento en los asuntos públicos y a una percepción muy clara de lo que significa vivir (y no vivir) en democracia, o sea a una cultura política cada vez más democrática. Es cierto que no se puede generalizar, que el grueso de nuestras poblaciones está tan ensimismado en resolver el día a día que lo menos que le interesa es la política, pero el dinamismo de aquella parte de la sociedad cada vez más consciente de su condición de ciudadano es tal que termina por “contaminarlo” todo, por apuntalar un andamiaje institucional y normativo que, aunque maltrecho, nos da cobijo y resguardo. Es más, este nuevo protagonismo o activismo social (la nueva cuestión social, como la he llamado aquí) ni siquiera se debe a un acto voluntario, o no sólo, sino sobre todo a una nueva realidad histórica que no dejaba más alternativa: el tránsito de un Estado social y proveedor a uno desobligado de dicha responsabilidad, el tránsito de la política de intereses colectivos al de intereses individuales, el tránsito de sistemas cerrados a sistemas abiertos, de regímenes autoritarios donde se pisoteaban indiscriminadamente los derechos civiles y políticos a regímenes democráticos que garantizan condiciones mínimas de libertad e igualdad a sus ciudadanos, el tránsito de sociedades articuladas por el Estado-fuerza a sociedades secularizadas donde más que el orden predomina el conflicto, el tránsito de modelos y patrones de conducta patrimonialistas y paternalistas fuertemente arraigados a otros donde los ciudadanos no tenemos más remedio que valernos por nosotros mismos. Con esto quiero dejar asentado que la mía no es una enésima reedición del credo o del ideal latinoamericanista o de la utopía de Nuestra América encaminada a pintar de esperanza el futuro de nuestra región, ni mucho menos propone una concepción de la sociedad civil como algo intrínsecamente virtuoso enfrentado a la maldad del Estado, sino que es una concepción profundamente realista. No hace más que levantar acta de una realidad. En ese mismo tenor, así como debe constatarse la existencia de una nueva y prometedora cuestión social, también debe advertirse que la profunda crisis política, económica y social de nuestros países se ha traducido de igual forma en una profunda crisis moral. En efecto, el malestar, la pobreza y la ignorancia van de la mano de una creciente violencia y descomposición social, que lleva a la delincuencia, la drogadicción y el vandalismo a muchos de nuestros jóvenes, que engrosa las filas del desempleo y la informalidad, que lleva a que muchas comunidades hagan justicia por su propia mano, con linchamientos y juicios sumarios a quienes consideran enemigos públicos, y una lista interminable de situaciones anómicas y patológicas. Por eso, hay poco espacio para el optimismo en América Latina.

Y sin embargo, pensar la democracia como forma de vida y a la política, o sea al espacio público, como el lugar decisivo de la existencia humana, no deja de tener un ingrediente optimista. En efecto, aunque no tengo ningún argumento para demostrarlo, estoy convencido que las sociedades que avanzan, que conquistan mayores y mejores márgenes de democracia y libertad, difícilmente pueden preferir algo que las haga retroceder, algo que las perjudique; las sociedades que hicieron valer en algún momento su deseo de ser libres, difícilmente regresarán —no al menos voluntariamente— a la servidumbre del pasado autoritario. Es por eso que sostengo que así como la democracia aspira a cada vez más y mejor democracia, también las sociedades libres aspiran a cada vez más y mejor libertad. Con todo, tengo claro que hablar de la democracia desde lo social supone reconocer la total indeterminación de lo político. En efecto, ahí donde coinciden hombres y mujeres al mismo tiempo iguales y diferentes todo puede pasar, la sociedad puede alcanzar consensos o terminar más dividida o fragmentada que antes; puede incluso, en una situación extrema, renunciar a su libertad y optar por el sometimiento (como se sabe muchos tiranos del siglo XX llegaron al poder por la vía electoral).

Cualquiera que sea el derrotero de nuestros países en el futuro inmediato, una cosa es cierta: nada preexiste al momento del encuentro o la interacción de los ciudadanos; es aquí, en el espacio público, donde se definen y afirman los valores (y los contenidos de esos valores) que como tales han de articular a la sociedad. Es más, reconocer la centralidad del espacio público para la democracia es reconocer que todo, absolutamente todo, es o puede ser politizable, a condición de que sea debatible, que se convierta en un asunto de deliberación pública e interés social.

Pero volviendo a mi argumento, para decirlo contrafácticamente, de no ser por la sociedad civil, o mejor por el dinamismo de aquella parte de la sociedad que ha decidido activarse políticamente —ya sea cuestionando las decisiones ilegitimas o impopulares, ya sea oponiéndose a los abusos de la autoridad, ya sea organizándose de mil maneras para gestionar bienes colectivos o simplemente opinando sobre los temas que le atañen o inquietan—, hace mucho que nuestras maltrechas democracias hubieran sucumbido a manos de tiranos antediluvianos, dictadores tropicales, populistas recalcitrantes, líderes mesiánicos y antipolíticos, militares golpistas, rebeldes sin causa, guerrilleros trasnochados, narcotraficantes de corrido, y todo tipo de personajes y acciones que por lo demás no nos son ajenos o extraños. Que quede claro, así como no puede entenderse la persistencia de nuestras democracias sin la concurrencia de la sociedad civil, los escasos avances alcanzados hasta ahora —ya sea la ampliación de derechos a sectores antes discriminados o la extensión de derechos civiles y políticos a grupos sociales minoritarios o cualquier otro logro—, todos sin excepción, son conquistas sociales que ningún político puede abrogarse como éxitos propios sin faltar a la verdad; son conquistas sociales porque primero fue la idea y luego la acción, y la idea no es una ocurrencia de un tecnócrata sino una necesidad sentida de la sociedad. En suma, el Estado de derecho o incluso una Constitución sólo pueden perfeccionarse o reformarse en tensión creativa con la sociedad, con sus necesidades, anhelos y sueños. No lo olvidemos, en las democracias modernas, la institución verdaderamente instituyente —para decirlo en palabras de Cornelius Castoriadis— es la sociedad; toca a ella y sólo a ella, a final de cuentas, establecer y definir los patrones y los valores a partir de los cuales ha de desenvolverse todo, incluyendo a ella misma. En otras palabras, si la democracia institucional se mantiene en la región y además muestra algunos avances aunque lentos es debido primordialmente a la intervención de la sociedad civil más que a las virtudes y el compromiso social de los políticos profesionales, y si la democracia se mantiene como está, o sea atravesada por enormes problemas e inconsistencias, es debido primordialmente a la incompetencia, las ambiciones desmedidas o simplemente el desinterés de la clase política en su conjunto más que a la ignorancia, la desinformación o la apatía de la sociedad. En efecto, no conozco todavía a ningún ciudadano que no aspire a tener mejores gobernantes, mejores partidos, mejores representantes, mejores leyes, mejores garantías y mejores libertades, pero sí conozco a muchos políticos profesionales que sólo aspiran a ascender en sus carreras políticas, con o sin el respaldo social. Por eso, en el fondo, resultan insustanciales todos los sondeos de opinión elaborados por reconocidas agencias internacionales (como Latinobarómetro, International Transparency o el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) que año con año atestiguan que la mayoría de los latinoamericanos estaría dispuesta a sacrificar la democracia o sus libertades políticas y civiles si eso contribuyera a mejorar las difíciles condiciones económicas y sociales de la gente. Resultan insustanciales desde el momento que le solicitan a los encuestados elegir entre los extremos de una falsa disyuntiva, como si el bienestar socioeconómico y las libertades básicas fueran mutuamente excluyentes o no pudieran caminar juntas, lo cual es una disociación de laboratorio o de cubículo que la gente de a pie simplemente no se coloca y nunca se colocaría. En efecto, la idea, o mejor el ideal, de bienestar o de desarrollo o de progreso es integral o no es.

Si esto es así, habría que poner en tela de juicio aquellas posiciones que miran con desdén el aporte ciudadano a la democracia en América Latina, y que se refieren a los ciudadanos de nuestra región como “ciudadanos de baja intensidad” (v. gr.: O’Donnell, 1994) o “ciudadanos precarios” (v. gr.: Durand Ponte, 2010). En contra de este tipo de posiciones, considero que no es poca cosa para cualquier sociedad tener que cargar sobre sus espaldas con todo el peso que significa mantener democracias tan endebles y frágiles como las latinoamericanas (sometidas a tantos embates que la amenazan permanentemente, empezando por la ineficacia y el desinterés de las elites políticas). Es más, en contraste con lo que ocurre en democracias consolidadas, donde las instituciones y las prácticas democráticas, por así decirlo, caminan solas, en democracias no consolidadas, el papel de la ciudadanía es por necesidad más activo y decisivo, pues si los individuos en estas realidades insuficientemente democráticas flaquean y no se hacen cargo de dichas inconsistencias lo más probable es que se retrocedería a estadios predemocráticos a los que la mayoría no quisiera regresar bajo ninguna circunstancia.

No ignoró que una posición como la mía pueda llevar a muchos nostálgicos de la “lucha de clases” a calificarme de iluso o incluso de reaccionario, en la medida que sostengo que la nueva fuerza de lo social reside en individuos democráticos libres y radicalmente diferentes más que en un hipotético sujeto colectivo (llámese “multitud”, “pueblo” o cualesquiera otra expresión que los partidarios del neomarxismo han venido introduciendo en fechas recientes para referirse a lo mismo que antes llamaban “proletariado”), un sujeto colectivo capaz de englobar los reclamos de todos los explotados del mundo y los conduzcan a la emancipación final contra la hegemonía que hoy mantienen el capitalismo, el imperio estadounidense, el neoliberalismo y la globalización. A lo que reitero que mi propósito en este libro no es ideológico, no es calificar de bueno o malo lo que ha venido configurándose en la región, en sus sociedades y en sus estructuras políticas, sino simplemente levantar acta de la realidad y tratar de comprender mejor su problemática. En ese sentido, creo que los viejos esquemas de análisis, marxistas y posmarxistas, estructuralistas y postestructuralistas, tan recurrentes y persistentes entre los latinoamericanistas para dar cuenta de nuestra situación, simplemente han dejado de ser pertinentes para comprender la nueva complejidad social; es decir, la propia realidad se ha encargado de mostrar su obsolescencia. Si muchos estudiosos se aferran todavía a sus preceptos es porque permanecer en ellos les ahorra la tarea de pensar, basta aplicar el esquema de las contradicciones de clase, de los buenos y los malos, para explicar todo cuanto se quiera. En ese sentido, debo señalar también que no comulgar con dichas perspectivas simplistas y reduccionistas no me convierte en automático en un neoliberal irredento. De hecho, el individuo que reivindico, el individuo democrático, no es el mismo que presupone el neoliberalismo, es decir un individuo atomizado, aislado y egoísta. Si bien ambos pueden coexistir y de hecho coexisten sin problemas, el individuo democrático es uno que, al contrario del individuo en el mercado, sabe que sólo con los demás puede hacer política, sólo con los otros puede ejercer su libertad y construir ciudadanía. Que esto sea una quimera, me parece una crítica insustancial, pues hasta ahora el verdadero motor de los pueblos ha sido su deseo de ser libres más que cualquier otra cosa. Y ya que hablamos de quimeras, ¿puede haber algo más ilusorio para América Latina que el supuesto Estado benefactor que muchos ven con nostalgia? Que el Estado providencia haya sido un instrumento invaluable para el desarrollo social en Europa o Estados Unidos, no significa que haya ocurrido lo mismo en América Latina. Aquí lo único que tuvimos fueron oligarquías oportunistas que en nombre de la justicia social se hicieron infinitamente ricas y poderosas mientras que nuestros pueblos se hacían cada vez más pobres y desiguales. Si el Estado benefactor sucumbió en todas partes fue porque se volvió insostenible (crisis fiscal del Estado, crisis de gobernabilidad o crisis de legitimidad), no porque el neoliberalismo haya irrumpido maquiavélicamente con la espada desenvainada. Aquí cabe una analogía: así como el socialismo realmente existente cayó en 1989 por sus propias contradicciones y excesos, por el reclamo de libertad de sus propias sociedades, sin una sola bala desde el exterior, también el Estado social se agotó desde el momento que le fue imposible seguir satisfaciendo las enormes y crecientes expectativas que generó. Ahora bien, querer ver en este tránsito forzado por las circunstancias históricas la “derrota de la sociedad” (v. gr.: Touraine, 1989) me parece francamente un despropósito. Por el contrario, como enseña una tradición de pensamiento que va de Hannah Arendt a Claude Lefort y Cornelius Castoriadis, cuya característica dominante es pensar la democracia en clave postotalitaria, es ahora y no antes cuando la sociedad se reconcilia por primera vez consigo misma, es ahora y no antes cuando los individuos pueden concebirse y asumirse como sujetos políticos, y es ahora y no antes cuando la democracia puede entenderse como una forma de vida y no sólo como una forma de gobierno. Que el principal instrumento al alcance de los ciudadanos para promover soluciones o buscar consensos sea ahora la política, o sea el debate y la deliberación públicas (aunque en muchas ocasiones es igualmente legítima la resistencia y la desobediencia, siempre y cuando sean civiles y pacíficas, o sea que no atenten contra los derechos de terceros), y ya no la mítica lucha de clases o la confrontación violenta en cualquiera de sus expresiones, no significa que la sociedad civil haya perdido valor, congruencia o radicalidad, sino simplemente que ha aprendido a aceptar como un dato incontrovertible de su tiempo la pluralidad compleja y heterogénea que la cruza y, en consecuencia, lo intransigentes e intolerantes que resultan todas aquellas posiciones que se creen portadoras de verdades universales por lo que sus partidarios las quieren imponer al resto de la sociedad a como dé lugar. Que ya no se pueda reducir el conflicto en las sociedades actuales a una lucha entre clases sociales o a una disputa por la hegemonía entre dos grandes proyectos antagónicos no significa que la sociedad no esté atravesada por conflictos de todo tipo o que el conflicto haya dejado de ser una condición inherente a la misma, sino simplemente que las modalidades de expresión de las diferencias es distinto que en el pasado. Obviamente, actitudes como las criticadas arriba resultan absolutamente incompatibles y contradictorias con las realidades democráticas postotalitarias; es decir, realidades donde el pensamiento único, la determinación rígida de lo social y la imposición de consensos desde el poder fuerza son simplemente inconcebibles.

Sin embargo, como hemos visto aquí, vivir en democracia en América Latina es vivir al borde, en el filo frágil y breve de un vaso que corta y que en cualquier momento puede quebrarse. Los peligros que la amenazan son tantos que apostar por su consolidación resulta en ocasiones ingenuo. Ahí están, por ejemplo, los peligros de la (re)militarización, del predominio de los poderes fácticos, de la corrupción desmedida, del populismo y la personificación de la política, de la desigualdad social y de la informalización de la política. Pero vivir en democracia en América Latina, además del desencanto y la frustración que ha supuesto para muchos, es conquista y afirmación permanente de ciudadanía, es decir de hombres y mujeres libres que nos sabemos cada vez más artífices de nuestro destino, que intuimos que cualquier decisión que no haya emanado de la propia sociedad, de sus necesidades y expectativas, de sus valores y posicionamientos, será ilegítima e impopular. Vivir en democracia es en suma, hacer democracia, inventarla todos los días en los espacios públicos, en el encuentro cotidiano con los otros; es corroborar que somos nosotros, los ciudadanos, los verdaderos sujetos de la política, a condición de participar en los asuntos públicos, o sea de debatir y opinar; es un reclamo permanente de ciudadanía contra todos aquellos que nos la expropian arbitrariamente, es una suerte de revuelta silenciosa.

Pero así como encuentro hoy una relación significativa, vital, entre sociedad civil y persistencia de la democracia en América Latina, también tengo que llamar la atención sobre una nueva tendencia que comienza a asomarse tibiamente en varios de nuestros países y que quizá termine por modificar en unos cuantos años nuestras certezas o convicciones actuales. Me refiero a lo que se podría llamar un “retorno a lo básico” por parte tanto de la sociedad civil como de los políticos profesionales como consecuencia de un deterioro abrupto de las condiciones políticas, económicas y sociales de la región ya de por sí muy delicadas. Por retorno a lo básico me refiero a un cambio de perspectivas e intereses de las personas desde aquello que les permite trascender su realidad, como los valores de la libertad, la equidad y la justicia, a aquello que les permite simplemente sobrevivir, y no hablo de medios materiales de subsistencia sino de lo que les da a los seres humanos seguridad a sus vidas y pertenencias. En efecto, en un contexto de desencanto extremo, donde la violencia se vuelve cotidiana y normal, donde impera la ley del más fuerte, donde el Estado es rebasado una y otra vez por los poderes fácticos e informales, pese a la existencia de prácticas y reglas democráticas, los ciudadanos muy bien pueden optar, como en las figuras políticas emblemáticas del Behemoth y el Leviatán, por apoyar a aquellos políticos que ofertan esa seguridad aún a costa de sacrificar sus derechos y libertades cívicas. Obviamente, este escenario es distinto al de la emergencia de líderes y retóricas populistas o neopopulistas tan frecuente durante los últimos años en la región, cuyo resorte se encontraba en una promesa oportunista de justicia social, equidad y combate a la corrupción y a los malos políticos. Lejos de ello, el retorno a lo básico no significa aquí abrazar o priorizar consignas populistas antipolíticas sino consignas tan elementales como las de “mano dura al crimen organizado”, “combate a la delincuencia”, “seguridad para la gente”. De hecho, ante la creciente inseguridad en todas partes (no sólo en América Latina), ya sea por el terrorismo, la violencia organizada, el narcotráfico, la guerrilla, etcétera, este tipo de consignas ya empiezan a pesar en el ánimo de mucha gente y a dominar las batallas electorales entre políticos y partidos en algunos países (piénsese si no en la campaña electoral que le permitió a George W. Bush reelegirse como presidente de Estados Unidos). Lo paradójico del asunto es que hoy por hoy, dada la magnitud de la violencia que sacude a las sociedades contemporáneas, ningún gobierno o autoridad en el mundo puede prometer fehacientemente a sus ciudadanos dicha seguridad. Huelga decir que de imponerse este escenario en América Latina no tendré más remedio que escribir dentro de quince años un nuevo libro para manifestar que mis expectativas de ahora fracasaron rotundamente, que las democracias de la región sucumbieron frente a los poderes fácticos y que nuestros pueblos han dejado de soñar. Ojalá me equivoque.

Hasta aquí el planteamiento inicial de mis objetivos y convicciones sobre el tema que me ocupa. Paso a continuación a especificar las premisas teóricas y conceptuales que orientan mi búsqueda.