martes, 31 de mayo de 2011

©Las diez mentiras de la Reforma Política

Este texto se publicó hace un año, pero después de los desaguisados en el Congreso de la Unión entorno a la Reforma Política cobra hoy mayor vigencia



En este año de centenarios y bicentenarios es frecuente escuchar todo tipo de proyecciones y vaticinios para nuestro país. Muchos consideran, por ejemplo, que el 2010 está llamado a ser un parteaguas en nuestra historia, igual que lo fueron en su momento la Independencia Mexicana de 1810 y la Revolución Mexicana de 1910. Obviamente, la coincidencia de las fechas abona a esta creencia. Y si bien el México actual requiere grandes transformaciones para superar la grave crisis política, económica y social que padece, pensar así no hace más que proyectar hacia el futuro inmediato nuestros propios deseos, anhelos y frustraciones, pues nada asegura que el 2010 será un año decisivo. Pero, si insistiéramos en las coincidencias, ¿qué tipo de ruptura o revolución nos podría deparar el 2010? En mi opinión, las opciones se reducen a tres: a) conflictos o estallidos sociales más o menos violentos como resultado de la recesión económica y la depresión social, acompañados de represión; b) regresión autoritaria con intervención militar en un contexto de creciente ingobernabilidad y conflicto social; y c) instauración de un autentico Estado de derecho democrático mediante una reforma del Estado integral que refunde al país. De estos tres escenarios sólo el tercero constituye una ruptura hacia adelante, un cambio hacia algo mejor, el cierre de una era y el inicio de otra, la culminación definitiva de la larga etapa autoritaria y el inicio de una democracia asentada en instituciones y normas inobjetablemente democráticas. Por su parte, los primeros dos escenarios —una revolución social o un golpe militar— significarían el fracaso del país, la constatación de la inutilidad de la clase política para conducir a la nación por el camino de la legalidad y la civilidad.

En los hechos existen suficientes elementos como para no descartar ninguno de estos escenarios, pero nada sería más deseable que nos enfiláramos hacia el tercero. Obviamente, no está dicho que llegar a los consensos necesarios en esa dirección conjure del todo los otros escenarios, ni que la ausencia de una reforma del Estado aceleraría el estallido social. Quizá el país puede seguir caminando como hasta ahora sin que el profundo deterioro que acusa en todos los órdenes se traduzca en un cambio histórico, como sugiere la coincidencia secular. Quizá el 2010 pase en blanco y la gran transformación tenga que esperar para otro momento en el futuro. Quizá el gran cambio que muchos esperan se adelantó en el 2000, con la histórica alternancia de ese año, y lo que venga ahora sean sólo ajustes graduales y periódicos para apuntalar la democracia que de ahí emergió y que hasta ahora no ha logrado plasmarse en leyes e instituciones claramente democráticas.

En ese contexto de dudas e interrogantes, cobra sentido preguntarse sobre el alcance y las posibilidades de la así llamada iniciativa de “reforma política” presentada para su discusión en el Congreso por parte del presidente de la República Felipe Calderón Hinojosa a fines de 2009. Más específicamente, ¿constituye esta iniciativa el detonador de la reforma del Estado que nuestro país requiere, indispensable para dejar atrás las inercias autoritarias del pasado y encauzar a nuestra joven democracia hacia el camino más promisorio de su consolidación y firme establecimiento?, ¿de ser así, el 2010 será el año de la reforma del Estado, un año de ruptura definitiva con el pasado autoritario y de apertura hacia una nueva etapa de plenas libertades y derechos democráticos, un año histórico de quiebre cuya trascendencia sólo sea comparable con el inicio de la Independencia hace dos siglos o de la Revolución hace uno, con lo que se cierra un ciclo de revoluciones en dirección de un orden deseado pero nunca alcanzado plenamente: primero, revolución emancipadora, después, revolución social, y ahora, revolución democrática?

Hacia ahí quieren caminar mis reflexiones en este epílogo. De entrada, anticipo que mis conclusiones serán más bien pesimistas. El 2010 no será el año de la reforma del Estado, pues no existen todavía en la clase política ni la voluntad, ni la visión de futuro, ni el patriotismo necesarios para acometer la tarea. La lógica seguirá siendo el escamoteo y la descalificación de cualquier tentativa de reforma, la preservación obsesiva de los intereses partidocráticos, la demagogia y el cinismo.

En esa perspectiva, quizá el país pueda mantenerse un tiempo en el precipicio antes de despeñarse sin remedio en las aguas turbias de la ingobernabilidad y el estallido social. Como quiera que sea, el futuro es poco halagüeño, y si la nación logra resistir a los malos presagios en los próximos tres años es simplemente por la ilusión o el espejismo de poder atestiguar finalmente un cambio por la vía de las urnas, o sea en los comicios del 2012, renovación sexenal de las ilusiones que como tal constituye un resabio del viejo régimen.

Por lo pronto, la iniciativa de reforma política enviada al Congreso por parte del presidente de la República ha suscitado todo tipo de reacciones entre la clase política. La cantidad de mentiras, engaños y simulaciones que se han ventilado desde entonces es tan vulgar que retrata de cuerpo entero a nuestros políticos, atrapados en sus gastadas retóricas, tan ambiciosos como cínicos, impermeables a las exigencias sociales, mezquinos y despreciables. Para el efecto, considérese la siguiente lista de diez mentiras o engaños en torno a la reforma política.

1. EN TIERRA DE CIEGOS…

Contrariamente a lo que sostiene la propaganda oficial, la reforma política enviada por Calderón al Congreso no tiene paternidad. No es “la Reforma de Calderón”, pues las propuestas que la conforman son resultado de años de discusiones y reflexiones en las que hemos estado inmersos cientos de estudiosos y ciudadanos convencidos de la necesidad de una reforma del Estado en México, como instrumento para apuntalar nuestra democracia y neutralizar las inercias del pasado autoritario. Lo único que hizo Calderón fue “palomear” diez tópicos de los muchos que ya existen en innumerables iniciativas de reforma, pero principalmente en la diseñada por la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado (CERE), creada en 2000 por el entonces presidente electo Vicente Fox y encabezada por Porfirio Muñoz Ledo. Cabe señalar que dicha propuesta no prosperó, pues ni Fox ni los partidos en el Congreso mostraron la voluntad necesaria para impulsarla, aunque todos se comprometieron públicamente con ella. En ese sentido, si Calderón propone ahora resucitar el tema y atribuirse la paternidad de la reforma política, sólo puede hacerlo con fines de legitimación y propaganda, apostando a la desmemoria colectiva o a la manipulación mediática.

Por lo demás, la selección de temas en la iniciativa de Calderón es totalmente arbitraria, forzada, parcial y subjetiva, por lo que se desdibuja la integralidad y la coherencia que una reforma del Estado debe contemplar si es que se aspira a edificar con ella un nuevo régimen político más que a resanar aspectos aislados del entramado institucional y normativo. Huelga decir que este hecho abona más al fracaso que al éxito de la iniciativa de Calderón, tal y como sucedió previamente con la así llamada Ley para la Reforma del Estado que promovió el PRI (Partido Revolucionario Institucional) en la pasada Legislatura y que arrojó pésimos resultados, como la reforma electoral de 2007, un ejemplo más que elocuente de cómo se puede arruinar la legislación en manos de una casta partidista voraz e ignorante.

Más allá de las justificaciones esgrimidas por Calderón al proponer la reforma política, tales como restarle poder a las burocracias partidistas, ampliar las facultades de los ciudadanos, propiciar un mejor entendimiento entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, la verdadera intención de Calderón es política, o sea rasguñar algo de legitimidad a mitad de un sexenio que es percibido por la mayoría de los mexicanos como una verdadera tragedia. En ese sentido, como veremos en otro punto, más que la reforma política en sí, lo que le interesa a Calderón es contar con una carta política para buscar adeptos a su supuesta cruzada democratizadora así como exhibir a sus adversarios (señaladamente el PRI) como antidemocráticos, una estrategia nada despreciable si constatamos lo difícil que lo tiene el PAN (Partido Acción Nacional) rumbo a las presidenciales del 2012 en contraste con la tendencia que parece favorecer al PRI en sus aspiraciones por regresar a Los Pinos. En ese sentido, resulta lógico pensar incluso que la reforma propuesta por Calderón está diseñada para que no se apruebe, pues sólo en ese escenario el presidente puede hacer ostensible que el PRI, el enemigo a vencer, es un partido anclado en su pasado autoritario, contrario a la “genuina” renovación democrática que el PAN y Calderón encabezan. De hecho, en caso de que se aprobaran, los diez puntos contenidos en la reforma propuesta por Calderón dañarían sensiblemente los intereses y prerrogativas de las cúpulas partidistas, algo que el PRI no está dispuesto a consentir, mucho menos con vistas a su posible regreso triunfal al poder.[1] No hay pues, nada ingenuo. La propuesta de reforma política y los diez temas palomeados por Calderón que la integran nacen de un cálculo político concreto por parte de la oficina de la presidencia. Sólo el tiempo dirá qué tan eficaz resulta. Por lo pronto, el presidente se anota un punto a su favor en lo que a estrategia política se refiere, en medio de la mediocridad prevaleciente y de tantos fracasos acumulados durante su gestión.

2. NO TODO LO QUE BRILLA ES ORO

Al anunciar la reforma política, Calderón la ha hecho aparecer como la reforma del Estado que el país requiere. Pero esto es insostenible. La reforma propuesta por Calderón es tan sólo una que mira a corregir algunos aspectos aislados de nuestro régimen político, pero no al régimen en su conjunto. Conviene pues, no confundirlas. Sólo puede hablarse de reforma del Estado en presencia de una reforma integral del andamiaje normativo e institucional que heredamos prácticamente intacto del viejo régimen autoritario y, por lo mismo, incompatible con las exigencias y necesidades de una democracia. En ese sentido, la iniciativa de reforma enviada por Calderón sólo propone cambios en algunos aspectos muy localizados, sobre todo en materia de democracia electoral, tales como reelección de diputados y senadores, segunda vuelta electoral, candidaturas independientes, iniciativa popular, reducción del número de diputados y senadores, entre otras, y se dejan de lado otros temas igualmente cruciales para apuntalar nuestra democracia, tales como el federalismo, la rendición de cuentas, la revocación de mandato, la ley de medios, una auténtica ley de transparencia, una ley de partidos, el equilibrio de poderes, entre muchos otros. Por eso debemos insistir que la reforma política anunciada por Calderón, aunque toca aspectos importantes, no es suficiente por sí sola para reformar nuestro entramado institucional ni califica para ser llamada reforma del Estado, como los voceros de Calderón han querido venderla a la ciudadanía.

Para entendernos, conviene precisar mejor el significado de reforma del Estado, sobre todo porque este es uno de esos conceptos que de tan usados con fines políticos, es decir, para justificar ciertas acciones o iniciativas de los actores políticos, terminan vaciándose de significados fuertes o son empleados para referirse a cosas muchas veces contradictorias. La precisión conceptual es necesaria antes que la reforma del Estado termine siendo algo insustancial y que se emplee para referirse a todo y nada a la vez.

En primer lugar, habrá que decir que el significado de esta noción no tiene nada que ver en la actualidad con los significados que adoptó en el pasado, es decir durante el régimen priista. Así, por ejemplo, no tiene nada que ver con el pretendido “proyecto modernizador” que se propuso durante el sexenio 1988-1994. En aquel entonces, la reforma del Estado se planteó como una transformación para sentar las bases de una nueva relación entre el Estado y una sociedad cada vez más informada y participativa así como para reducir el papel económico del Estado mediante una política liberalizadora acorde con las nuevas exigencias de la economía global. En los hechos, más allá de modificaciones en las competencias del Estado en relación con la economía en sintonía con el modelo neoliberal entonces en auge, dicha reforma del Estado no alteró de manera significativa, independientemente de algunas modificaciones constitucionales menores, el entramado normativo e institucional vigente, es decir, del régimen político mexicano, cuyos primeros rasgos constitutivos datan de 1929, año en que se fundó el PNR (Partido Nacional Revolucionario).

En segundo lugar, el actual debate sobre la reforma del Estado en México está definido por la culminación de un largo y lento proceso de apertura política que posibilitó de manera pacífica y ordenada una alternancia en el poder y con ello la oportunidad histórica de redefinir el régimen político mexicano en su totalidad a fin de adecuarlo a una nueva lógica de funcionamiento democrático, mediante un nuevo pacto o contrato social amplio e incluyente. Es decir, la actual agenda de la reforma del Estado no es la de una reforma coyuntural para adecuar al Estado a las nuevas necesidades globales del mercado y el comercio internacionales, sino una reforma política y normativa, una reforma para refundar al Estado mexicano en su conjunto sobre nuevas bases claramente democráticas. En ese sentido, la reforma del Estado en la actualidad no responde directamente a exigencias externas de tipo económico, aunque sí permitiría al país adquirir indirectamente un mayor reconocimiento internacional, autoridad moral y congruencia normativa, que repercutiría en sus relaciones comerciales multilaterales. Tampoco es una reforma que siga los patrones de otras que con el mismo nombre se emprenden en la actualidad en otros países, sino una que sólo atañe al nuestro en función de las opciones de instauración democrática que se abrieron con la alternancia en el año 2000.

En tercer lugar, la reforma del Estado se concibe hoy como el paso lógico y necesario en el proceso de transición democrática subsiguiente a la alternancia en el poder que se registró en el 2000 y que marcó un parteaguas con el pasado autoritario. En efecto, todas las transiciones exitosas han enfrentado en algún momento el desafío que supone redefinir o rediseñar su entramado político y normativo en dirección democrática. Se trata de una etapa ineludible para avanzar en la construcción firme y la eventual consolidación del nuevo régimen democrático y para dejar en el pasado todo resabio autoritario que lo inhiba. Como es obvio, las transformaciones producto de pactos y acuerdos entre todos los actores políticos durante esta etapa son fundamentalmente jurídicas y por regla general conducen a la reelaboración de la Constitución o a la introducción de cambios integrales a la misma. Por este hecho, suele asociarse a la reforma del Estado con términos como “ingeniería constitucional” o “arquitectura institucional” o “construcción del Estado de derecho”.

En cuarto lugar, no debe confundirse la reforma del Estado con otras reformas igualmente importantes y necesarias en las actuales condiciones del país, pero que tienen un carácter más acotado. En alguna medida, la reforma del Estado tiene conexión con otras reformas más específicas o delimitadas, pero no por ello deben colocarse en el mismo saco. Así, por ejemplo, es prioritario para el país que se avance en la aprobación de reformas estructurales, como la fiscal, la laboral y la energética, pero dichas reformas no entran en estricto sentido en el proyecto más ambicioso y general de la reforma del Estado. El criterio para distinguirlas es que las primeras apuntan más bien a generar las condiciones más convenientes para que el Estado desempeñe adecuadamente sus competencias sustantivas en sintonía con las cambiantes exigencias sociales y económicas del país, mientras que la reforma del Estado se encamina a crear una democracia constitucional, es decir, aspira a hacer compatible en el horizonte del largo plazo la estructura constitucional con la democracia. En ese sentido, la reforma del Estado toca temas distintos aunque relacionados a los que plantean las así llamadas reformas estructurales, tales como la declaración de los derechos y las garantías y su justiciabilidad, el equilibrio de los poderes de la Unión y los de la Federación, el federalismo, la estructura político-electoral, las obligaciones económicas del Estado y los propios procedimientos de reforma constitucional.

En quinto y último lugar, no es prudente colocar en el mismo nivel la reforma del Estado y las reformas que con el mismo nombre se están realizando o promoviendo en varias entidades del país y que presumiblemente introducirán modificaciones en sus Constituciones locales. Si bien ambos tipos de reforma del Estado se orientan en la misma dirección de ajustar sus respectivas constituciones a las exigencias de una democracia en construcción, la reforma del Estado de la que aquí se habla engloba necesariamente a todas las demás, pues a la larga todos los Congresos locales deberán redefinir su legislación estatal en sintonía con los cambios normativos e institucionales que se concierten en el Congreso de la Unión a nivel federal, es decir, en la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos. Asimismo, podrán dar curso a procesos de reforma en el ámbito de sus competencias y en el marco de la libertad de gestión de la que actualmente carecen y que una reforma democrática del Estado les daría.

En síntesis, por reforma del Estado debe entenderse en el México postautoritario el rediseño normativo e institucional de nuestro ordenamiento político en su conjunto con el fin de adecuarlo a una lógica de funcionamiento claramente democrático que hoy, por las fuertes herencias autoritarias del pasado, sólo se asoma de manera contradictoria y parcial. Cabe añadir, por último, que la reforma del Estado sólo se puede concretar mediante un pacto social amplio e incluyente entre las distintas fuerzas políticas y con el escrutinio de la sociedad en su conjunto.
Otra manera de colocar las cosas es distinguiendo entre cambio de régimen y cambio en el régimen. Como es sabido, México transitó a la democracia por la vía de la alternancia en el 2000, pero este tránsito no estuvo mediado por un nuevo pacto que refundara a la nación, como suele ocurrir en todas las transiciones exitosas. En lugar de ello, heredamos del viejo régimen un entramado normativo e institucional incompatible con la democracia. De ahí que nuestro país sigue esperando más que por cambios parciales y aislados en el régimen por un cambio de régimen o, como suele definirlo la literatura especializada, por una auténtica instauración democrática. Por todo ello, la reforma política de Calderón, al proponer tan sólo algunos ajustes, se inserta en la mejor lógica del gradualismo con la que se han ido reformando las leyes en nuestro país y que nos ha conducido a la ambigüedad normativa que padecemos, un gradualismo que le va bien a la casta política para preservar sus intereses y disminuir así el riesgo que puede representarle introducir cirugías normativas mayores, pero que condena al país a los extravíos que sufrimos y deja a nuestra joven democracia expuesta a múltiples embates autoritarios. Es decir, la reforma política de Calderón es más un placebo para reanimar temporalmente a nuestra democracia que la cirugía definitiva que realmente requiere, una reforma de oropel.

3. UNA GOLONDRINA NO HACE VERANO

Como ya adelanté, la iniciativa de reforma política de Calderón no nace de una genuina vocación democrática por parte del presidente, como sus promotores lo han querido explotar, sino que constituye una mera estrategia política diseñada en la oficina presidencial.

Si hay una frase emblemática acuñada durante el viejo régimen imprescindible para entender la política en México esa es: “la forma es fondo y el fondo es forma”. Nada más cierto para entender la iniciativa de reforma política enviada por el presidente Calderón al Congreso de la Unión, pues en este hecho nada hay de azaroso ni casual, empezando por el momento en que se presenta hasta las reacciones esperadas al presentarla. Dicho en otras palabras, todo estaba calculado meticulosamente, en este caso por la oficina presidencial. Calderón terminó el 2009, o sea la primera mitad de su sexenio, totalmente zarandeado y golpeado: su partido perdió la mayoría en el Congreso en las elecciones intermedias, la crisis económica se ensañó con el país y mostró la ineficacia del gobierno para enfrentarla con planeación y tino; la inseguridad y la violencia se han apoderado de toda la geografía nacional, azuzada por una guerra al narcotráfico fallida, misma que fue enarbolada por el presidente más con fines de legitimación que por convicción; los índices de corrupción se han incrementado; la descomposición social es escandalosa; orillados por la frustración y la desesperación muchos exigen la salida inmediata de Calderón de los Pinos; etcétera. En ese contexto de creciente cuestionamiento, a Calderón no le quedaba más opción que buscar nuevas vías para tratar de conquistar un umbral de legitimidad mínimo que le permitiera concluir su sexenio lo menos traumáticamente posible, y de paso descargar en sus adversarios políticos parte del desprestigio que hoy sobrelleva en sus espaldas. Para ello, en un país inacabado y con tantos déficit en todos los rubros como el nuestro, pero sobre todo con una democracia tan enclenque y maltrecha como la que tenemos, los gobernantes siempre cuentan con el recurso de autoproclamarse los paladines de la democratización para buscar legitimarse y neutralizar en alguna medida el descontento acumulado. Así lo hicieron en el pasado Luis Echeverría con la “apertura democrática”, José López Portillo con la “Reforma Política”, Ernesto Zedillo, con su malogrado “Pacto de los Pinos” y ahora Calderón con su “reforma política”. Los contenidos y los alcances de cada iniciativa propuesta pueden cambiar de un caso al otro, pero la intensión no confesa siempre ha sido la misma: recuperar legitimidad en un contexto de desprestigio y malestar crecientes. La diferencia de la iniciativa de Calderón respecto a las de sus predecesores es que ocurre en el marco de una democracia, que aunque incipiente supone ya la presencia de interlocutores, de pesos y contrapesos, de pluralismo partidista, de más de un centro de poder.

De ahí que enarbolar con decisión y una buena proyección mediática la bandera de la democratización, no sólo puede darle a Calderón buenos dividendos para revertir en parte el desprestigio que acusa, sino que también puede exhibir de rebote a sus adversarios (pero principalmente al PRI) como autoritarios y reaccionarios si es que estos no lo secundan en su supuesto compromiso con la democracia y escamotean su iniciativa de reforma política. Dicho en otras palabras, en el cálculo del presidente se envía al Congreso una reforma política con inspiración democratizadora, misma que el PRI, que es mayoría en el Congreso, no va a aprobar bajo ninguna circunstancia, y mucho menos en vísperas de poder recuperar la presidencia en el 2012, o sea se propone una reforma sabiendo de antemano que no será aprobada. La jugada no podía ser más oportuna, se trata de un juego a suma cero donde siempre gana Calderón y pierde el PRI: si la reforma prospera gana Calderón porque finalmente es su iniciativa, si la reforma no prospera el resultado es el mismo, porque Calderón queda como el demócrata y el PRI como el autoritario, percepción social que bien utilizada puede ser capitalizada por el partido de Calderón en las elecciones del 2012, aunque es prematuro anticiparlo.
En ese contexto, al PRI sólo le queda una opción para invertir el resultado: enarbolar seriamente la bandera de la democratización y proponer una reforma mucho más profunda y trascendental que la de Calderón, una reforma que la incluya pero que sea mucho más amplia, pues la mera descalificación de la iniciativa de Calderón no le basta al PRI para cambiar las cosas, considerando que el presidente siempre contará con el recurso de convocar a la ciudadanía contra los que obstaculizan el avance del país (señaladamente el PRI), o sea contra quienes inventan todo tipo de pretextos demagógicos con tal de mantener sus privilegios. Por lo pronto, la pelota está en la cancha del PRI, y nada le gustaría más a Calderón que los priistas la metan en su propia portería. En esas circunstancias, las posibilidades de que la reforma de Calderón no prospere son mayores a que sí lo haga, pues, como veremos más adelante, se trata de una reforma que vulnera sensiblemente las prerrogativas y los intereses de las cúpulas partidistas. De hecho, ninguna reforma política sería digna de ese nombre si no le restara poder a los partidos.

Que la reforma política propuesta por Calderón constituye más una estrategia política que un compromiso genuino del presidente con la democracia, queda igualmente ilustrado por dos hechos: a) si para Calderón apuntalar nuestra democracia fuera realmente prioritario, hubiera promovido la reforma política al inicio de su sexenio y no a la mitad del mismo, cuando es más complicado lograr acuerdos; y b) si rastreamos en la biografía política de Calderón es posible encontrar situaciones ambivalentes que ponen en entredicho su presunta vocación democrática, como su rechazo, siendo diputado federal, a la iniciativa de reforma electoral que terminó aprobándose en 1996, y su complicidad con el ignominioso rescate bancario del tristemente célebre Fobaproa. De ahí que sostenga que una golondrina no hace verano.

4. ¿COLA DE LEÓN O CABEZA DE RATÓN?

Así como exagerar las virtudes de la reforma política propuesta por Calderón es un engaño, escamotearla sólo puede hacerse desde la mentira y la simulación. Más específicamente, si la reforma de Calderón es de por sí limitada, denostarla o descalificarla para no aprobarla sólo puede hacerse desde la mezquindad política. Para ello, los partidos de oposición pueden utilizar todo tipo de recursos, como convocar a “expertos” para que “sustenten” lo que las cúpulas partidistas quieren proyectar sobre la reforma de Calderón, y de paso descalificar al presidente, pero esto sólo puede hacerse de manera interesada, pues en el fondo los partidos no están dispuestos a perder sus privilegios, mucho menos si hacerlo depende de ellos mismos mediante reformas como ésta. Que quede claro. Las reformas propuestas son limitadas, pero es lo mínimo de lo mínimo a lo que podemos aspirar en tiempos de cinismo político como el que padecemos. En ese sentido, el debate no es si las reformas propuestas son buenas o son malas, si son contraproducentes o no, si son técnicamente pertinentes o viables, etcétera, el tema es más bien si son necesarias o no en la perspectiva de apuntalar nuestra democracia. Ya vimos que tal y como están formuladas no son suficientes, pero eso no significa que no sean necesarias, o sea, aunque limitadas y parciales, son importantes para ir viendo un avance, comenzando por restarle privilegios a los partidos y lograr mejores equilibrios entre los poderes. Por todo ello, así como sostener que la reforma de Calderón es una gran reforma es una mentira, decir que las propuestas contenidas en ella no son necesarias también es un engaño. En realidad, el contenido de la reforma propuesta por Calderón es tan básico y elemental, que lo sorprendente es que nuestra joven democracia pueda preciarse de serlo sin haberlos incorporado hasta ahora, o sea que no hay ninguna razón, ni técnica, ni jurídica, ni arquitectónica, que justifique su ausencia. De hecho, ninguna democracia en el mundo califica hoy como tal en ausencia de tales contenidos elementales, como son la reelección de diputados y senadores, alcaldes y gobernadores, la reducción del número de legisladores, el incremento de los topes exigidos para que los partidos mantengan su registro, las candidaturas independientes, la segunda vuelta electoral, etcétera. Ninguno de estos tópicos debería estar a discusión, simplemente son indispensables. Llenarlos de objeciones y dudas técnicas sólo constituye un ardid para desecharlas.

Por todo ello, no sorprende que los partidos de oposición, pero principalmente el PRI y el PRD, hayan objetado las reformas con el respaldo de varios “especialistas” convocados por el Senado de la República para “discutir” su pertinencia. La reacción del PRI, por ejemplo, no podía ser más descarada, emulando las viejas mañas que el otrora “partido oficial” inventó para perpetuarse en el poder. “La reforma es tendenciosa y limitada”, se apresuraron a pontificar sus correligionarios más distinguidos, en una estrategia muy bien orquestada para despachar y denigrar la propuesta. Pero las cosas no terminaron ahí. El PRI desempolvo su vieja y desgastada retórica nacionalista y de justicia social para relegar descaradamente la reforma política. Lo que México necesita en estos tiempos tan difíciles —se apresuraron a señalar— son sobre todo reformas económicas y sociales, por lo que la reforma política puede esperar. Ni siquiera vale la pena criticar una posición tan obtusa y perversa como ésta, si acaso notar que por esta vía retórica lo político es nuevamente relegado por otras cuestiones que supuestamente son más relevantes o apremiantes para los mexicanos. Una posición muy cómoda para una clase política, en este caso la que alberga el PRI en su seno, que al jerarquizar los problemas y relegar la política, subestima su propia complicidad con la debacle que padecemos. La crisis que nos aqueja, no hay que olvidarlo, es sobre todo una crisis política y moral, que tiene como principal protagonista a una casta política ambiciosa y cínica, insensible a las exigencias sociales, cerrada e impermeable.

5. ABRACADABRA

Como ya adelanté, el debate sobre la reforma política propuesta por el Ejecutivo tal y como lo han perfilado los partidos de oposición es un falso debate. La discusión no es sobre la pertinencia o no de la reforma, sus implicaciones o sus efectos, sino si es necesaria o no es necesaria y si es suficiente o no lo es. Y ahí debemos sostener que si bien es cierto que la propuesta de reforma es básica y muy limitada, no hay argumento válido para despacharla, a no ser por la mezquindad de los partidos que no quieren ver acotados los enormes privilegios y prerrogativas de los que hoy disfrutan. De ahí que apoyarse en disciplinas “científicas” como la ingeniería constitucional para descalificar los contenidos de la reforma política es un ardid de los partidos con la que buscan legitimar su rechazo a la misma. Ese es el tono que prevaleció precisamente en el seminario convocado por el Senado de la República para discutir la reforma política y en el que se dieron cita los “expertos” de siempre, analistas a modo que llevaron la discusión hacia donde los partidos de oposición querían llevarlo.

El engaño consiste en que por esa vía se puede objetar todo, pues siempre puede fabricarse un argumento técnico para mostrar las inconsistencias de una propuesta o para anticipar consecuencias contraproducentes. Pero he ahí que el rasero de los especialistas para descalificar los contenidos de una iniciativa de reforma es tan intangible como arbitrario: la gobernabilidad que supuestamente permite o inhibe. En efecto, para la ingeniería institucional, una subdisciplina de la ciencia política empírica tan banal e inútil como todas las demás, la política es un asunto de instituciones, y éstas deben diseñarse en función de los resultados que produce, o sea la eficacia y la gobernabilidad. Obviamente, se trata de una mirada muy estrecha de la política, sobre todo si se consideran los muchos imponderables que la cruzan. Por ello, depositar en la ingeniería institucional demasiada confianza para corregir los problemas institucionales es una convicción insostenible. Lo mismo puede decirse del recurso a sus preceptos “científicos” para descalificar una iniciativa concreta. De hecho, la ingeniería constitucional sólo ha producido fracasos, siendo el más sonado la reforma política que diseñó y propuso el propio inventor de esta disciplina para Italia a fines de los noventa, el afamado politólogo Giovanni Sartori, una reforma que ha conducido a su país a una auténtica debacle política. La lección es clara. No hay una regla única e inobjetable para preferir un diseño institucional u otro para una democracia en construcción.

En suma, recurrir a la ingeniería institucional puede vestir de un halo de autoridad “científica” una opinión, pero nada asegura que sea válida o correcta. En materia de diseño institucional todo es relativo y cualquier reforma admite diversas posiciones, incluso antagónicas, pues lo que resulta “eficaz” para un país puede ser un desastre para otro. Por todo ello, llevar la discusión a este terreno mediante un debate entre expertos fue una estrategia muy rentable convocada por los partidos, sobre todo el PRI y el PRD, para despachar la reforma. Además, los expertos especializados que intervinieron en el seminario son todos analistas o intelectuales políticamente correctos, la mayoría de ellos asesores muy bien pagados por sus servicios profesionales ya sea para el gobierno o para alguna dependencia pública, intelectuales que se saben acomodar perfectamente a los intereses en disputa para seguir siendo considerados en el presupuesto. No tengo que decir sus nombres, pues están en todas partes. Basta ver o escuchar los programas de análisis político de las grandes cadenas para ubicarlos inmediatamente, o leer sus editoriales y artículos vacíos en periódicos y revistas para identificarlos. Son los intelectuales de siempre, repetidores de la cochambre, ideólogos de turno, mercenarios sin convicciones.

Pero el relativismo al que conduce invariablemente la ingeniería institucional no debe llevarnos a engaño. Como veremos más adelante, los temas contenidos en la propuesta de reforma política de Calderón son tan básicos para una democracia que ni siquiera califican para un examen de este tipo, o sea no debería estar a discusión su mayor o menor pertinencia con criterios técnicos sino por qué, siendo tan elementales, siguen ausentes en nuestro andamiaje institucional. Basta observar el regateo mezquino que las propuestas de Calderón han generado entre los partidos de oposición para entenderlo. Aquí no hay alquimia ni magia: no existen todavía los incentivos suficientes para que los partidos políticos renuncien por la vía de reformas normativas que corresponde a ellos mismos aprobar, a algunas de las muchas prerrogativas y privilegios con los que hoy cuentan. Conviene no olvidar que la partidocracia en la que mutó nuestro sistema político después de la alternancia es una perversión de la democracia igual de nefasta y nociva que el hegemonismo de un partido que padecimos en la era autoritaria del viejo régimen.

6. ¡SUFRAGIO EFECTIVO Y… REELECCIÓN!

Uno de los temas contenidos en la iniciativa de reforma política de Calderón que más suspicacias ha generado entre sus denostadores es el de la reelección de diputados, senadores, alcaldes y gobernadores. Entre otros muchos argumentos, se afirmó que la reelección de dichos representantes populares puede alentar la creación de nuevos caciquismos y cotos personales de poder, considerando nuestra larga tradición de corrupción y ambiciones desmedidas por parte de la clase política. Obviamente, se trata de un argumento falaz y tramposo, pues aceptarlo sería tanto como suponer que la no reelección que arrastramos desde la consolidación del viejo régimen priista ha obstaculizado la generación de tales caciquismos y caudillismos, lo cual es a todas luces insostenible. En realidad, oponerse hoy en día a la reelección de nuestros representantes sólo puede hacerse con la intención de asegurar y preservar los caudillismos y los cotos de poder que la no reelección ha alimentado en tiempos de alternancia.

No existe pues, en la actual etapa postautoritaria de nuestro país, ninguna razón válida para seguir alimentando el mito revolucionario de la no reelección. Más aún, es una cuestión tan básica para las democracias modernas que ni siquiera debería estar a discusión, si acaso aspectos específicos como el número de reelecciones consecutivas más adecuado o los requisitos para que un representante pueda ser reelecto. La verdad es que la reelección de nuestros representantes es fundamental para conferir a los ciudadanos la capacidad de premiar o castigar a nuestras autoridades y, en esa medida, estimular a estos últimos a gobernar en tensión creativa con los ciudadanos. Si las cúpulas partidistas se oponen a esta medida es porque les sustrae capacidad para seguir manipulando clientelarmente la asignación de candidatos y curules, según la lógica que sostiene que lo que pierden los partidos lo conquistan los ciudadanos. Pero así como la reelección resulta fundamental para toda democracia, al grado que hoy es difícil encontrar democracias que la proscriben, debemos señalar que esta iniciativa es insuficiente si no se introducen paralelamente mecanismos formales para la revocación de mandato y la rendición de cuentas. Asimismo, ya es tiempo de sacudirnos las telarañas ideológicas para permitir igualmente la reelección del Presidente de la República. Mantener a estas alturas los mitos del “sufragio efectivo y no reelección” es contradictorio con la democracia. De hecho, ninguna democracia que se precie de serlo puede conculcar a los ciudadanos el derecho legítimo de premiar o castigar en las urnas a su máximo representante.

7. NO HAY MAL QUE DURE CIEN AÑOS

Otro tema igualmente polémico en la iniciativa de reforma de Calderón es el de las candidaturas independientes o ciudadanas. Se trata de un tema tan elemental para cualquier democracia que seguir discutiendo su pertinencia no sólo es una necedad sino que revela el profundo desprecio que nuestra clase política mantiene hacia los ciudadanos. Huelga decir que la legislación electoral vigente en México, al negar este derecho fundamental a los ciudadanos, no sólo no soporta la prueba de la democracia sino que la inhibe y entorpece. El asunto es tan simple como garantizar el derecho de todo ciudadano a aspirar a un cargo de elección popular sin estar obligado a vender su alma a un partido político.

No hay pues, argumento que valga: en cualquier régimen que se precie de ser democrático simplemente no existe ni puede existir impedimento alguno para que un buen ciudadano o ciudadana pueda postularse a un cargo de elección popular de manera independiente, es decir, sin pedir el cobijo o el respaldo de un partido político. Que un candidato o una candidata independiente compita en condiciones desventajosas frente a la enorme maquinaría de los partidos es un cálculo que sólo compete a él o ella; que no tenga recursos suficientes para hacer proselitismo es su responsabilidad; que al final no pueda convencer al electorado, también es un escenario posible que deberá ponderar, pero que la ley le impida a priori contender es una aberración autoritaria.

Puede haber un sinnúmero de razones para que un ciudadano o ciudadana con aspiraciones políticas decida contender por la libre, pero eso es un asunto subjetivo irrelevante para los efectos de la vida democrática. Por cierto, considerando la ruindad de los partidos políticos con registro en México, vaya que hay muchas y muy buenas razones para que los interesados o interesadas se postulen en calidad de candidatos independientes o ciudadanos. Como es sabido, todos los partidos políticos actuales no sólo no han estado a la altura de las exigencias sociales y los desafíos abiertos con la alternancia del 2000 sino que se han convertido en verdaderas amenazas para la estabilidad y la gobernabilidad del país. Cuando no se exhiben como refugio de delincuentes y mafiosos, aparecen como estructuras obsoletas, incapaces de anteponer los intereses de la nación a sus intereses de capilla.

Sin embargo, la ley electoral vigente en México, con todo y la flamante reforma constitucional de 2007, impide la existencia de candidaturas independientes. Que todos los partidos con registro sean una calamidad, no importa. El hecho es que sólo postulado por uno de ellos alguien puede aspirar a un cargo de elección popular. Pero la mediocridad de los partidos no es el argumento de fondo para que existan o no candidatos independientes. En realidad no hay argumentos en clave democrática que justifique su imposibilidad, a no ser porque la ley electoral sea una ley timorata y abiertamente favorecedora de los intereses de los propios partidos.
El argumento es más contundente por el lado de la historia. En México las candidaturas independientes no sólo fueron permitidas hasta 1946, sino que eran parte del sistema político mexicano. Con cien ciudadanos, cualquier agrupación podía postular candidatos en todos los niveles de gobierno. La postulación de José Vasconcelos en 1929, después de escindirse del partido gobernante, fue posible gracias a la existencia de las candidaturas independientes.

Por todo ello, prohibir las candidaturas ciudadanas no sólo es anticonstitucional sino que tiene una vena autoritaria contradictoria con los valores y aspiraciones democráticas que tan trabajosamente se han abierto camino en el México contemporáneo. Hasta que no se hagan las cuentas con situaciones tan absurdas como la referida o como muchas otras presentes en nuestra legislación, no se podrá hablar a cabalidad de una democracia electoral.

En una línea similar de preocupaciones, la iniciativa de reforma de Calderón contempla la iniciativa popular, para que los ciudadanos puedan incidir en los procesos legislativos y proponer puntos en la agenda. En primera instancia, oponerse a cuestiones tan elementales y básicas como ésta sería estúpido, sin embargo más de un “experto” o líder partidista lo hizo, en el colmo del cinismo. Por mi parte, sólo diría que la iniciativa ciudadana es una facultad indispensable para cualquier democracia moderna, y que abría que contemplar también otras prerrogativas vecinas como el referéndum y el plebiscito, instrumentos cada vez más socorridos para garantizar la rendición de cuentas y la reciprocidad.

8. EL TAMAÑO SÍ IMPORTA

Quizá el tema más polémico de la reforma propuesta por Calderón sea el de reducir el número de legisladores en el Senado y la Cámara de Diputados con el fin de dar “mayor eficiencia al Congreso y evitar el uso dispendioso de recursos”. Según esta propuesta, el número de senadores pasaría de 128 a 96 (3 por cada entidad), eliminado los elegidos por listas proporcionales, mientras que el número de diputados pasaría de 500 a 400 (240 por mayoría relativa y 160 por representación proporcional).

Si hay una herencia del viejo régimen priista que no encuentra ninguna justificación en el nuevo emanado de la alternancia del 2000 es el excesivo número de legisladores que integran las Cámaras. Así, por ejemplo, la única experiencia institucional que recuerdo de 500 o más representantes populares era el Soviet Supremo instaurado en la era estaliniana, pero da la casualidad que la Unión Soviética era el país más grande del planeta y de que no era una democracia. Sirva esta comparación burda para mostrar lo absurdo que resulta una democracia con tantos legisladores. Pero si este hecho es absurdo en sí mismo más absurdo resulta que alguien pueda defender la permanencia del Congreso mexicano tal y como está. Pues bien, eso fue precisamente lo que pasó después de que Calderón hiciera pública su iniciativa de reforma política. Los argumentos vertidos en ese sentido por varios líderes de la oposición y por los “especialistas” son tan pueriles que ni siquiera viene al caso mencionarlos. Pero frente a la estulticia hay que oponer hechos, y aquí la mejor evidencia de la inutilidad de un Congreso obeso como el mexicano son sus pobres resultados. Está comprobado que la eficacia legislativa no tiene nada que ver con el número de legisladores sino con la profesionalización de los mismos (servicio legislativo de carrera), lo cual se ha pospuesto indefinidamente. Huelga decir que tenemos en México uno de los Congresos más onerosos del mundo y muy probablemente el más ineficiente, si consideramos sus magros resultados. Por todo ello, nada justifica su permanencia en los términos actuales. Más aún, lo deseable sería reducir el número de diputados a 240 y el de senadores a 64.

La misma crítica vale para la condición mixta de nuestro sistema electoral, pese a que muchos la defiendan todavía con uñas y dientes. En realidad, incorporar la representación proporcional para combinarla con la de mayoría (a partir de la reforma política de 1977) fue una estrategia del viejo régimen para ofrecer a la nación la apariencia de mayor pluralidad en el Congreso en una época de crisis de legitimidad que lo obligaba a liberalizar parcialmente la arena electoral. Es decir, si la representación proporcional tuvo una razón de ser en el pasado autoritario, en el presente democrático nada la justifica, a no ser que las cúpulas partidistas quieran mantener el sistema de listas nacionales que tantas prerrogativas y poder les confiere. Además, por si estos argumentos no bastaran, los sistemas de representación mixtos son escasos en el mundo por inconsistentes, pues la representación proporcional y la mayoría simple se fundamentan en principios distintos y opuestos. Los clásicos en la materia, como Hans Kelsen, recomendaban elegir uno u otro, pero no combinarlos. Además, los sistemas presidenciales suelen ir acompañados de manera lógica y natural por el sistema de mayoría en lo que a la composición de sus Congresos se refiere. En todo ello no hay mucha ciencia, si acaso mucho sentido común, un bien muy escaso entre nuestros políticos.

Un comentario al margen me merece también la propuesta de la iniciativa de Calderón de elevar a 4 por ciento obligatorio el registro nacional de votos para que un partido político pueda registrarse y mantenerse. Es claro que esta iniciativa molesta en especial a los así llamados partidos pequeños o partidos bonsái, pero la verdad es que su pequeñez no deriva del escaso número de votos que logran rasguñar en cada elección sino de la pobre oferta política e ideológica que representan y de la aún peor caterva de políticos oportunistas y corruptos que cobijan en su seno. En esos partidos hay refugio para lo más deleznable de nuestra casta política, como la mística Elba Esther Gordillo,[2] como para familias completas que han encontrado en estas organizaciones un modus vivendi muy lucrativo, como para ex funcionarios que quieren seguir viviendo del presupuesto, como para charlatanes y grillos que por esa vía aspiran a ingresar a las grandes ligas o a los big business. Por todo ello, seguir siendo tan permisivos con estos partidos mediocres sólo contribuye a la sangría de recursos del erario sin ningún beneficio. Son los hechos y nada más los que desautorizan cualquier argumento en contra, como sostener que una democracia debe alentar y defender la formación de minorías, pues nuestro problema es que las minorías con registro son más corruptas y cínicas que las mayorías. En ese sentido, lo más sensato sería que el tope para que un partido conserve su registro se eleve no al 4 por ciento sino al 10 por ciento. Quizá así veríamos partidos más preocupados en vincularse con la sociedad y más responsables de sus actos y decisiones.

9. AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR

Otro tema igualmente elemental de la iniciativa de Calderón pero que ha tenido muchos denostadores es el de instaurar la segunda vuelta en la elección presidencial en caso de que ningún candidato obtenga más del 50 por ciento de los votos. Avanzar hacia un mecanismo alternativo para enfrentar elecciones presidenciales muy competidas como las que tuvimos en el 2006 no sólo es una necesidad sino una obligación, considerando los muchos riesgos innecesarios que sufrimos en los comicios más recientes. Por eso, resulta inconcebible que todavía existan voces que se opongan a reformas en esta materia. Si acaso, lo que debe discutirse son los aspectos finos de la segunda vuelta, como el porcentaje de votos que un candidato deberá alcanzar para ganar y evitar así la segunda vuelta o los tiempos para llevarla a cabo, pero bajo ninguna circunstancia se puede obviar dicha modificación, so riesgo de volver a repetir la crisis política del 2006. Además, cada vez son más las democracias modernas que incorporan esa figura en sus legislaciones para asegurar legitimidad de partida al presidente electo por esa vía, pues siendo candidato de segunda vuelta se ve obligado a tender puentes con las fuerzas minoritarias para obtener los apoyos de sus simpatizantes. En suma, son más que evidentes los beneficios de este tipo de mecanismos. Sólo desde la miopía, el engaño o la irresponsabilidad histórica se pueden menospreciar sus virtudes intrínsecas.

10. NI TODO EL AMOR NI TODO EL DINERO

En el conjunto de propuestas que contempla la iniciativa de Calderón hay tres tendientes a mejorar el equilibrio de los poderes: a) dotar de mayor poder a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) para que presente iniciativas de ley en el ámbito de su competencia; b) facultar al Ejecutivo para presentar al inicio del período ordinario de sesiones, dos iniciativas preferentes, las cuales se discutirían y votarían antes de concluir dicho periodo (en caso de no cumplirse esto, se considerarían aprobadas); y c) establecer de manera expresa el proceso de legislación que permita el diálogo entre Ejecutivo y Legislativo, figura de reconducción presupuestal.

En esta parte de la iniciativa de Calderón hay en realidad muchos engaños. En primer lugar, es una ilusión suponer que con esas reformas nos acercaremos al ideal del equilibrio de poderes propio de una democracia, pues se trata más bien de propuestas muy superficiales y coyunturales que no van al fondo de la cuestión, como facultar a la SCJN para promover iniciativas, o asegurar que al menos dos iniciativas presidenciales sean votadas expeditamente por el Congreso en cada período ordinario de sesiones. Es un hecho que nuestro régimen político, heredado del pasado autoritario, no sólo es contradictorio con los principios de separación y equilibrio de poderes, sino que los inhibe y pervierte. De ahí que resulta imperiosa una reforma estructural en la materia que redefina las competencias de cada uno de los poderes públicos y defina mecanismos más consistentes de pesos y contrapesos entre los mismos, tal y como ocurre en las democracias consolidadas. Al respecto hay innumerables propuestas e iniciativas en la panza del Congreso, pero poca voluntad por parte de las bancadas partidistas para ir al fondo.

En segundo lugar, mienten quienes descalifican esta parte de la iniciativa de Calderón con el argumento de que su intención no confesa es fortalecer al Ejecutivo frente al Legislativo, por lo que sería un retroceso para nuestra democracia. Es una mentira porque las reformas de Calderón son insuficientes para ello, y porque lo que en la práctica ha venido sustituyendo después de la alternancia al centralismo y el presidencialismo de la era autoritaria no es necesariamente un régimen democrático virtuoso en materia de equilibrios entre los poderes, sino una perversión o desviación de la democracia. Tan perversa era la concentración del poder en el Presidente durante el viejo régimen como la partidocracia y la insubordinación infértil del Congreso en la actualidad. En suma más que de un presidencialismo a un auténtico equilibrio de poderes, hemos transitado de una presidencia imperial a una presidencia advenediza, de un Congreso sometido a un Congreso insumiso, de un sistema de partido hegemónico a un sistema de partidos hegemónicos, de un partido hegemónico a una partidocracia. En suma, esta parte de la reforma de Calderón es la más débil de todas, pero más débiles son los argumentos esgrimidos para denostarla y descalificarla.

El hecho es que la reforma de Calderón tiene pocas posibilidades, lo que abonará más a la ruina que a la recuperación de nuestro país.

NOTAS

[1] A dos años de que se definan los candidatos presidenciales para el 2012, la futurología electoral está en su apogeo. Para no ser menos diré que la iniciativa calderonista de reforma política forma parte de una estrategia muy bien pensada cuyo horizonte es precisamente el 2012. En la misma se contemplan las tan criticadas alianzas del PAN con su archienemigo de izquierda, el PRD (Partido de la Revolución Democrática), en todas las elecciones estatales donde no ha habido alternancia. Obviamente, el objetivo aquí no es necesariamente ganar dichos comicios, sino preparar el terreno para una gran alianza presidencial PAN-PRD para el 2012 y cerrarle la puerta al PRI y a su más que seguro candidato, Enrique Peña Nieto, que hasta ahora parecen avanzar seguros hacia Los Pinos. En esa perspectiva, la reforma política de Calderón busca exhibir al PRI como antidemocrático y la alianza PAN-PRD (que presumiblemente tendría como candidato al ex rector de la UNAM Juan Ramón de la Fuente), busca cerrarle el paso al PRI en sus aspiraciones de regresar al poder central.

[2] Lo de “mística” lo tomo del interesante libro Los brujos y el poder (2008), en el que su autor, José Gil Olmos, documenta la práctica muy frecuente de Gordillo de ir a Nigeria y pagar cifras escandalosas para que le maten un león para poder bañarse en su sangre y adquirir así la fortaleza del felino que le permite combatir a sus enemigos.



lunes, 30 de mayo de 2011

©Diez mentiras sobre el combate al narcotráfico








PRIMICIA DEL LIBRO:
César Cansino y Germán Molina Carrillo, La guerra al narco y otras mentiras, México, ICI/Cepcom, 2011.

En su polémico libro El narco: la guerra fallida (2009), Jorge Castañeda y Rubén Aguilar Valenzuela defienden la tesis de que el presidente Felipe Calderón emprendió su sangrienta y costosa guerra contra el narcotráfico con el único propósito de legitimarse en el poder, tras constatar que su triunfo en la elecciones de 2006 resultó muy cuestionado. En otras palabras, el presidente calculó que —para consolidarse en la presidencia— bastaría con aplastar a los cárteles de la droga mediante un combate fácil, rápido y de bajo costo. Pero el cálculo fue equivocado, pues las mafias siguen operando y el consumo no ha disminuido. Señalan también que la estrategia ha sido fallida. No es que no haya que enfrentar al narco, pero la confrontación no da resultados, genera más violencia. Al narco —concluyen— hay que tratarlo como un problema social, hay que enfrentarlo no desde una perspectiva de seguridad sino de salud pública (como en Estados Unidos). De ahí que proponen: atacar los daños colaterales que padece la sociedad —decapitados, balaceras, secuestros, atentados—, ir despenalizando el consumo de drogas, cabildear con Estados Unidos dicha despenalización, crear una policía nacional única que reemplace a las policías municipales y estatales, sellar el Istmo de Tehuantepec y meter al ejército a los cuarteles.

Ciertamente, la guerra al narco ha sido un desastre: la narcoviolencia, el incremento del consumo de drogas en México, el tráfico de armas desde Estados Unidos, la penetración del narco en las esferas políticas y militares, la corrupción, etcétera. El planteamiento de Castañeda y Aguilar Valenzuela es correcto. Sin embargo, cabe recordar que, a fines de 2006, ambos autores aplaudieron efusivamente la decisión de Calderón que ahora critican, es decir, una vez que las cifras revelan el fracaso de la guerra declarada al narco. Dicen que es de sabios equivocarse y de sensatos reconocerlo, pero en este caso nada justificaba el desliz, pues no había ninguna señal para ser optimistas. Era evidente más bien que Calderón necesitaba legitimarse y que le llenaron la cabeza de cuentos. En lo personal, señalé en un artículo publicado en El Universal, tres días después de que Calderón anunciara la decisión de su gobierno de combatir frontalmente al narco, que la guerra no era viable. El artículo se llamó, curiosamente, “Guerra fallida” (22 de diciembre de 2006), y tuvo un tono anticlimático en aquella coyuntura en la que Calderón concitaba todo tipo de apoyos. En esa ocasión escribí:

Calderón deposita demasiada confianza en su capacidad de legitimarse mediante una operación en sí misma arriesgada, incierta y contraproducente como lo es el combate al narcotráfico y el crimen organizado. Ciertamente, después de las elecciones del 2006 que arrojaron un resultado tan cerrado y poco convincente para muchos, el presidente electo Calderón estaba obligado a legitimarse con golpes espectaculares para intentar neutralizar los embates de sus adversarios y poder gobernar con alguna certidumbre. La situación era tan tensa antes de su toma de posesión y tan pocas las opciones para hacerle frente que muchos creímos que Calderón anunciaría algo espectacular para buscar legitimarse, como la propuesta de un gabinete realmente plural e incluyente que inaugurara una nueva forma de ejercer el poder político y de entender la corresponsabilidad en las decisiones.

Sin embargo, esto no ocurrió. Calderón optó por un gabinete mediocre y a modo. Pero no pasaría mucho tiempo para que el presidente enviara señales claras de lo que podría ser el eje de su administración para intentar conseguir los apoyos y la confianza requeridos para gobernar. La apuesta fue el combate al narcotráfico, una causa peligrosa pero que bien explotada mediáticamente podría mostrar la voluntad y fortaleza del presidente para asumir riesgos y responder a un reclamo generalizado por mayor seguridad y contra la violencia.

Sin embargo, intentar legitimarse por esta vía constituye un arma de dos filos. No basta que Calderón manifieste que empleará toda la fuerza del Estado contra el crimen organizado para poder neutralizarlo o derrotarlo. Por el contrario, dado el poderío del enemigo, sin la planeación adecuada, sin reformas judiciales pertinentes y sin la reestructuración de las policías, la guerra contra el crimen se vislumbra imposible y con un alto costo para la nación. Al verse amenazados, los cárteles recrudecerán la violencia y su poder corrosivo, con lo que el Estado será exhibido en sus incompetencias y rebasado por los poderes fácticos más virulentos. Todo ello, en lugar de legitimar al gobierno, lo colocará en una espiral ascen¬dente de desconfianza y falta de credibilidad. Malos tiempos nos esperan a los mexicanos, pues estamos en vísperas de un torbellino de violencia dolorosa y un Estado incapaz de frenarla, un Estado fallido.


En un momento donde imperaba el embeleso con la decisión de Calderón, muy pocos advertimos oportunamente las tempestades que se desatarían. Ciertamente, entre ellos no estaban Castañeda ni Aguilar Valenzuela.

Otra tesis polémica del libro de Castañeda y Aguilar Valenzuela es la que sostiene que en el ámbito local el narcotráfico ha llegado a imponerse en algunas zonas, mediante arreglos y entendimientos con políticos y gobernantes (pactos). En todo caso —sostienen—, lo importante es que dichos acuerdos no se eternicen, que abarquen ámbitos específicos y acotados, y que sean el resultado de un entendimiento tácito, nunca formalizado o verbalizado. Aunque políticamente incorrecto, los autores avanzan aquí una gran verdad que no puede negarse: los acuerdos tácitos entre el Estado y los capos del crimen fueron moneda corriente en el pasado y parecen indispensables para mantener un umbral de estabilidad en el futuro. No hace mucho me comentó irónicamente un amigo español que la única manera de terminar con la narcoviolencia es que regrese el PRI, pues ellos eran los narcos.

Pero, de nuevo, este posicionamiento llega tarde. Varios analistas habíamos escrito muy al inicio del sexenio de Calderón que tal y como se había configurado la red de influencias del narcotráfico en México durante el viejo régimen, con los narcos no se pelea sino que se negocia, so riesgo de incendiar al país, aunque la afirmación sea a todas luces incorrecta políticamente. En lo personal, en un artículo de El Universal de marzo de 2007 (“Del narco-Estado al Estado anti-narco”) escribí:

Con la alternancia no sólo las estructuras políticas han debido redefinirse para adecuarse a una nueva realidad sino también muchos actores que ven amenazados sus intereses con las nuevas relaciones de poder. Este es el caso de las mafias organizadas del narcotráfico que durante décadas tendieron puentes con funcionarios, políticos y militares en distintos niveles para asegurar sus negocios e incrementar sus fortunas.

La posibilidad de que malos funcionarios y ahora también los militares puedan ser sancionados e incluso cesados de sus funciones por motivos de corrupción o por sus presuntos vínculos con el narcotráfico es un fenómeno relativamente reciente. Sin embargo, este hecho no es suficiente para disminuir los efectos del problema de fondo que propicia el narcotráfico y cuyo combate frontal ha colocado al país en una ola de violencia e inseguridad crecientes.

En ese contexto, ha surgido con nueva fuerza el debate sobre la existencia o no de pactos entre el Estado mexicano y los cárteles de la droga tendientes a minar el poder corrosivo y violento del crimen organizado. Obviamente, la respuesta oficial ha sido negar contundentemente cualquier tipo de acercamiento semejante, mientras que muchos analistas se han apresurado a decir que un acuerdo con el narcotráfico amén de imposible es una puerta falsa para abatir la delicada situación que vivimos en materia de seguridad nacional.

Que las cosas se pongan en esos términos es políticamente correcto y necesario, pero queda la duda. No porque apoyemos salidas negociadas con los delincuentes, sino porque simplemente parece que un día, después de la alternancia del 2000 para ser precisos, algo se rompió en algún lugar donde se acuerdan y toman las decisiones, y ese rompimiento se tradujo de la noche a la mañana en la violencia incontenible que estamos padeciendo todos, algo como un acuerdo que al venir a menos se convirtió en una guerra sin cuartel. Luego entonces, si en el pasado, durante el régimen priista, la violencia no se había manifestado como ahora pese a la existencia de importantes cárteles de la droga, por qué descartar a priori que los acuerdos con los poderes fácticos no son una invención sin sustento arraigada en el imaginario popular.


Si he citado los posicionamientos de Castañeda y Aguilar Valenzuela y los he confrontado con las consideraciones que previamente escribí sobre el tema que nos ocupa, es porque me interesa ejemplificar que el debate intelectual y académico sobre la guerra al narco durante el sexenio de Calderón ha estado atravesado desde el inicio de mucha paja e irresponsabilidad. De algún modo, la tibieza o abierta complacencia con la que reaccionó buena parte de nuestra inteligencia ante la declaración de guerra calderonista, convierte a los intelectuales en cómplices de todo lo que vino después, desde el fracaso de la guerra hasta el incremento de la violencia a lo largo y ancho del país. Por eso, en algunos asuntos, rectificar no es suficiente. Hoy ya no se puede hacer nada, pero alguna vez creí factible un escenario en el que todo el círculo rojo reaccionaba enérgicamente contra la decisión de Calderón, hasta obligarlo a recular. Otra historia muy distinta estaríamos contando si eso hubiera pasado. En ausencia de ello, el debate intelectual y mediático sobre el combate al crimen organizado y sus secuelas sigue propiciando más confusión que certeza, más especulación que precisión. Por ello, una buena manera de abordar el tema es desmitificándolo, o sea, cuestionando los lugares co-munes que ha propiciado y que con frecuencia llegan a confundirse con la retórica gubernamental que poco o nada tiene de veraz. A continuación, ilustraré algunos de estos engaños.

1. La narcoviolencia se desató a raíz de la declaratoria de guerra de Calderón. No exclusivamente. En buena medida, Vicente Fox contribuyó a crear la situación actual, aunque durante su sexenio no se había manifestado tan crudamente como ahora. En efecto, al anunciar Fox la extradición de capos y la purga de funcionarios corruptos, en lo que llamó una “guerra sin cuartel” a los capos en 2001, llevó a que los narcos, al sentirse amenazados, corrompieran a más policías, agentes, jueces y carceleros, y mostraran más abiertamente su fuerza mediante actos de violencia de todo tipo. Ya para 2006 se presentaron 2,100 muertes vinculadas al narco. Aunque también es cierto que esta cantidad se disparó a cifras escandalosas a partir de 2007, según demuestra Fernando Escalante en un interesante artículo (Escalante, 2011).

2. La guerra al narcotráfico constituye una estrategia de razón de Estado. Esta idea podría ser aceptada sin chistar, pero no en el caso de México. Aquí, la principal razón hay que buscarla, como ya se dijo, en la necesidad de Calderón de legitimarse después de las elecciones de 2006. Además, si el incremento de la violencia fuera el argumento de peso para justificar la guerra, está comprobado que la tasa de homicidios generados por el crimen organizado en los primeros años de la alternancia no era tan alta como ciertas percepciones la postulaban, con ayuda del amarillismo de la mayoría de los medios. Quizá la violencia se había intensificado en ciertas ciudades del país, como Ciudad Juárez y Tijuana, pero se mantenía muy por debajo de las cifras históricas de crímenes y homicidios en prácticamente todo el país (Escalante, 2011). Un hecho más para demostrar que los móviles esgrimidos por el gobierno de Calderón para actuar como lo hizo caen por su propio peso.

3. La guerra al narcotráfico la va ganando el Estado mexicano. La estrategia no ha sido la más adecuada. Por momentos parece que la consigna es mostrar un país secuestrado por la violencia para después explotar mediáticamente los logros del combate al narco (captura de capos, asesinato de otros, confiscación de arsenales, etcétera) y de paso mostrar la fortaleza de Calderón y su convicción absoluta por acabar con él. Pero la verdad es que la narcoviolencia parece incontenible (17 mil muertos en los primeros tres años de guerra), la corrupción de policías, militares y funcionarios se ha incrementado escandalosamente, minando la estrategia de combate; se han evaporado en esta guerra inútil millones de pesos de manera irracional, no sólo no se han recuperado territorios perdidos sino que en ellos se ha incrementado la violencia, la extorsión, el secuestro, etcétera. Además, se han minado las garantías individuales, como el libre tránsito, se ha incrementado la tortura, etcétera. Por otra parte, el gobierno federal se ha ido solo a esta guerra, sin el respaldo de los partidos de oposición, del Congreso de la Unión, de los gobernadores (para ellos es mejor lavarse las manos y culpar de todo al presidente), sin una política de seguridad del Estado definida, sin reglas claras para la intervención estatal. Así no se puede ganar. Además, la descomposición social y la inequidad alimentan los circuitos del narco, sin mencionar que han surgido diversos grupos paramilitares que sólo ahondan la violencia.

4. El combate frontal al narco con las fuerzas del orden es la única estrategia posible para minarlo y derrotarlo. De hecho, si la negociación con el narcotráfico no representa una opción, y por lo visto la guerra tampoco, la única manera de combatirlo eficazmente es legalizando la producción y el consumo de los enervantes, o sea, una solución drástica pero eficaz. Drástica, porque al legalizar la droga se derrumba un negocio millonario que vive precisamente de la informalidad y la economía soterrada; eficaz, porque la competencia entre cárteles pasaría de la lógica del control violento de territorios a la del mercado. Sin embargo, debido a que nadie parece dispuesto a sacrificar nada, ni los cárteles ni las autoridades, conscientes de que la economía subterránea es un auténtico salvavidas para la economía formal, este tipo de opciones ni siquiera se vislumbra en el largo plazo. Si no lo hacen naciones poderosas como Estados Unidos, por qué ha de hacerlo la nuestra.

En la actualidad, resulta difícil pensar que economías débiles como la mexicana puedan mantenerse sin sobresaltos sin el dinero que proviene del tráfico de drogas. Tal parece que el narcotráfico adquiere aquí una dinámica propia e incluso irresistible. Alrededor del crimen organizado no sólo se enriquece un puñado de delincuentes y un conjunto de autoridades corruptas, sino que su impacto macroeconómico puede resultar —y de hecho resulta— benéfico desde la perspectiva de su evidente estímulo al crecimiento económico indirecto. No se puede negar que las divisas del narcotráfico estimulan importantes rubros de la economía interna, tales como la construcción, los servicios, el turismo, las finanzas, etcétera.
Por todo ello, vivimos una auténtica descomposición de la política que alienta el fortalecimiento de poderes autónomos que no pasan por el Estado, como el narcotráfico, y que al mismo tiempo obliga a una creciente militarización del país. Huelga decir que en estas circunstancias, la democracia es superada por vía de los hechos. En su lugar, crece la informalización de la política, la represión, los poderes discrecionales, la supresión de garantías, la corrupción incontenible, etcétera. Pero más grave aún, la guerra declarada al narcotráfico induce un ominoso ambiente de desestabilización, amenazando la ya frágil y precaria eficacia decisional y estratégica del gobierno, poniendo además en entredicho su integridad y legitimidad.

5. Legalizar las drogas es una estrategia equivocada que puede incrementar la violencia y el consumo interno. Falso, pues legalizar constituye la única opción viable para neutralizar las expresiones del crimen organizado. Sin embargo, el asunto permanece cargado de especulaciones que inhiben cualquier avance en esa dirección. Se dice, por ejemplo, que legalizar en México sería contraproducente mientras no se legalice en Estados Unidos y Europa, pues la disputa de mercados seguirá vigente, fortaleciendo a las mafias locales. Pero esto es una quimera. Por algún lado debe comenzarse, ¿por qué no por México? A grandes males, grandes remedios. Se dice también que al legalizarse las drogas, el crimen organizado buscaría otros giros ilegales para hacer dinero, lo que generaría una nueva espiral de violencia. Sin embargo, este planteamiento no tiene ningún sustento, sobre todo si constatamos que ya pocas cosas subterráneas están fuera de las manos de los capos del crimen. Si acaso, al no tener que destinar tantos recursos y efectivos al combate al narco como se hace ahora, el Estado podría canalizarlos con mayor eficacia hacia otros ámbitos y esferas delincuenciales. El hecho real es que a nadie le interesa legalizar, ni al Estado ni mucho menos a los narcos, pues afectaría las finanzas del país y de los capos.

6. El gobierno combate a todos los cárteles por igual y sin distinción. Este planteamiento no pasa de ser una retórica gubernamental. Si bien es difícil desmentirlo, basta hacer un somero recuento de los capos caídos en los últimos años para inferir que algunos cárteles han sido más castigados que otros. Para decirlo con nombres y apellidos, muchos infieren que al caer recientemente Beltrán Leyva, se afianza el cártel del Chapo, quien permanece impermeable a las fuerzas del orden. Si esto es así, contrariamente a lo que sostiene el discurso oficial, cabe la posibilidad de que, considerando los pobres resultados alcanzados hasta ahora en el combate al crimen organizado, algún tipo de acuerdos se haya realizado entre las autoridades y algunos grupos criminales, intercambiando protección por información privilegiada.

7. La estrategia de apoyarse en el ejército es una garantía para combatir el narco. Este argumento encierra una paradoja. La fortaleza de las organizaciones criminales nace de la debilidad del Estado, pero la lógica de guerra alimenta la guerra. De ahí que la estrategia de Calderón es errónea. Todo lo que está ocurriendo es prueba del fracaso de la política militar contra el crimen. El ejército no está preparado para realizar labores policiacas y de investigación, sólo lo está para la guerra. De ahí que su intervención nada más genera violencia. Además, los fracasos acumulados en la guerra y la corrupción por efecto del narco terminan contaminando al propio ejército, el cual se desacredita ante la opinión pública. Además, siempre cabe la pregunta, ¿y quién vigila a los militares?

Durante el régimen priista, el tema de los nexos entre los poderes político y militar fue tratado con extrema cautela por parte de muy escasos analistas. El Ejército mexicano fue más bien una institución hermética y de la que muy poco trascendía al espacio de la discusión pública. Tras la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y la proliferación de varias organizaciones armadas en el territorio nacional se fue incrementando la presencia y la visibilidad del Ejército: comenzó a ocuparse cada vez más de actividades policiacas y de inteligencia, y su intervención en la lucha contra el narcotráfico pasó en tiempos recientes de meras funciones de rastreo, detección, interceptación y destrucción de estupefacientes a funciones de búsqueda, persecución, enfrentamiento directo y detención de narcotraficantes, por disposición del presidente Felipe Calderón, quien al inicio de su gestión declaró la guerra del Estado mexicano contra el crimen organizado.

Sin embargo, el elevado precio pagado por el Ejército mexicano por intervenir en los aspectos más turbios de la gobernabilidad (seguridad, narcotráfico, inteligencia, contrainsurgencia, etcétera) ha sido indudable. Puede expresarse sobre todo en términos de su desgaste institucional y el desprestigio que le provoca la negligente y corrupta participación de algunos de sus miembros. De esta manera, los elevados índices de confianza de los que tradicionalmente gozaban las fuerzas armadas se ven severamente afectados por los ilícitos en que se ven inmiscuidos algunos militares, lo que muestra la necesidad de evaluar la conveniencia política de utilizar al Ejército en funciones policiacas de seguridad e inteligencia.

8. Estados Unidos es el principal interesado en que acabe el narcotráfico. En realidad, para Estados Unidos lo primordial es el negocio, ¡y vaya que el narcotráfico lo es! Lo mismo puede decirse del tráfico de armas, el cual le reporta a Estados Unidos ingresos millonarios, por lo que el gobierno estadounidense prácticamente no ejerce controles en el mismo. En cuanto al tráfico de drogas, la gran mayoría de los ingresos generados por esta actividad se queda en Estados Unidos, es aquí donde se invierte y se lava la mayor parte del dinero. Sólo así se explica que, pese a ser ilegal, la droga se distribuye de manera eficaz en todos los rincones de su territorio y que cualquiera pueda tener acceso a ella teniendo dinero para adquirirla. Así se explica también la porosidad de varias garitas estadounidenses ubicadas en la frontera, por donde sigue ingresando sin mayores restricciones la principal cantidad de estupefacientes que se venden en su mercado, tal y como lo demuestra el periodista Ignacio Alvarado en su colaboración en este mismo volumen.

9. Si se legaliza la droga en México nuestras ciudades fronterizas del norte se llenarían de estadounidenses adictos y peligrosos. He escuchado este argumento hasta la saciedad, pero no tiene ningún sustento. Y aún en el caso de que ese escenario ocurriera, son más los beneficios que los perjuicios que acarrearía. De entrada, generaría ingresos que se quedarían en el país, sería una fuente de divisas nada despreciable, se disputaría en parte a Estados Unidos el rentable mercado de las drogas, etcétera. Por eso, argumentos como ese sólo enturbian las cosas. Ya es hora de sacudirse la paja para comenzar a ver más allá de prejuicios y moralinas que sólo paralizan e inhiben las soluciones de fondo. De hecho, como hemos visto hasta aquí, si algo ha estado ausente en todo este entuerto del combate al narco ha sido la congruencia y la ética, empezando por las mentiras articuladas desde el poder.

10. El combate al narcotráfico es una guerra del Estado contra el crimen organizado. En realidad, más que una guerra parece por momento un exterminio indiscriminado de toda la delincuencia, bajo la premisa de que el mejor delincuente es el delincuente muerto. A juzgar por testigos y sobrevivientes en varias entidades del país donde el ejército ha intervenido directamente, su modus operandi es atacar y después averiguar, no importa que en los operativos caigan civiles e inocentes. En abono a esta percepción está el hecho de que las bajas del ejército son insignificantes en comparación con la de narcotraficantes, sicarios y población en general. Para muchos, siguiendo con las percepciones sociales, la supuesta confrontación entre cárteles para ocupar territorios en disputa es más una pantalla empleada por el gobierno para justificar sus operativos de arrasamiento que una realidad. Al parecer, si algo tienen claro los capos es que la guerra no es entre ellos sino en contra del Estado. Además, en estricto sentido, el combate al crimen organizado emprendido por Calderón no puede denominarse “guerra”, pues toda guerra supone adversarios similares: países, ejércitos, comunidades, etcétera, amén de existir una declaratoria formal de guerra por parte de uno o de ambos. En el caso del combate al narco, el enemigo del Estado es un ente borroso, difuso, heterogéneo, enmascarado. No se sabe con precisión contra quién se está luchando. De ahí que en lugar de guerra sería mejor hablar de escaramuza, choque, ataque, acometida, ofensiva, etcétera.

Además de estas diez mentiras, varios intelectuales y periodistas irresponsables han filtrado una insidia vulgar y falaz consistente en culpar a la propia sociedad por el incremento de la violencia asociada con el crimen organizado o en hacerla corresponsable de la misma en la medida que no se ha organizado de manera consistente para repudiarla o contrarrestarla o porque buena parte de la misma la acepta por temor a represalias o incluso porque obtiene directa o indirectamente algún tipo de beneficio económico por parte del narcotráfico, ya sea cultivando o almacenando droga en sus propiedades o encubriendo a delincuentes. Es cierto que muchos mexicanos están involucrados voluntaria o involuntariamente con el narcotráfico y que muchos han optado por el silencio, pero sería irresponsable culpar a toda la sociedad por la violencia que hoy padecemos. Culpar a la sociedad o hacerla corresponsable de la tragedia es un ardid muy sucio y tramposo mediante el cual se diluyen las responsabilidades o se transfieren a quien nada debe, pues si todos somos culpables nadie lo es. Por esta vía, los políticos incompetentes se curan en salud, y los intelectuales y periodistas cínicos y lambiscones quedan bien parados con los poderosos. Para estos mercenarios mediáticos, como Héctor Aguilar Camín (véase, por ejemplo, “Las culpas de Juárez”, Milenio, 15 de febrero de 2010) o Ciro Gómez Leiva (véase, por ejemplo, “¿Por qué somos tontos?”, Milenio, 12 de febrero de 2010), la sociedad no sólo tiene los gobiernos que se merece sino también la violencia que se merece. ¿Cómo hacerles entender que la sociedad mexicana no escogió vivir en la actual vorágine de violencia e inseguridad provocada por una guerra que nadie quiso ni nadie autorizó?, ¿cómo convencerlos de que la inmensa mayoría de los mexicanos somos auténticos héroes por el simple hecho de vivir en este país secuestrado por una casta política voraz y cínica, por soñar con un México más justo y con mejores leyes, con paz y seguridad, por llevar a nuestros hijos a la escuela con la esperanza de que en el futuro sean hombres y mujeres de bien, por trabajar de manera digna y honrada soportando todo tipo de atropellos laborales, por ir a nuestros trabajos o escuelas sin saber si regresaremos a casa sanos y salvos…? ¿Acaso no se dan cuenta que los ciudadanos vivimos en la total indefensión, en un país donde las leyes y los jueces no nos protegen, donde el narco lo ha contaminado todo por lo que no se puede confiar en las autoridades ni en los cuerpos de seguridad, donde reina la total impunidad y el soborno, donde los políticos nos engañan todos los días…? Hay que ser sinvergüenzas para negar lo obvio. O díganos de una vez a los ciudadanos qué esperan exactamente de nosotros, que nos armemos como los delincuentes y los combatamos en su propio terreno, que nos organicemos en guardias civiles armadas para proteger nuestras vidas y pertenencias, que hagamos justicia por nuestra propia mano… ¿Sólo así seremos dignos a sus ojos? Por favor, dejen de engañarnos y mentirnos. Al culpar a los ciudadanos por la violencia que padecemos estos repetidores de la cochambre no sólo muestran un profundo desprecio por la sociedad, sino que crean una cortina de humo que enrarece aún más el ya de por sí turbio panorama nacional. Los ciudadanos de este país no queremos violencia ni enfrentarla con más violencia; bajo ninguna circunstancia somos cómplices de la misma, sino víctimas; simplemente queremos vivir en un país de leyes no en uno donde reina la inseguridad propia de un Estado fallido (para mi sorpresa, en una línea de argumentación similar a La de Aguilar Camín y Gómez Leyva está el artículo de Carlos Ramírez en este volumen).

En síntesis, lo único real en esta guerra de mentiras es la incapacidad del gobierno federal para concebir una estrategia de seguridad pública y combate al narcotráfico integral, progresiva y definitiva, por lo que es previsible que las energías y los recursos gubernamentales sigan gastándose en operativos vistosos, mediáticamente explotados, pero ineficaces, y que no auguran una mejoría sustancial en las condiciones de la gobernabilidad en México.


Referencias

Aguilar Valenzuela, R. y J. G. Castañeda (2009), El narco: la guerra fallida, México, Punto de Lectura.
Escalante, F. (2011), “La muerte tiene permiso”, Nexos, México, núm. 397, enero, pp. 36-49.