lunes, 6 de junio de 2011
©La revuelta silenciosa
Prólogo de mi libro La revuelta silenciosa, Democracia, espacio público y ciudadanía en América Latina, México, BUAP/ALED, 2011.
Hace quince años, en un libro intitulado América Latina: ¿renacimiento o decadencia? (Cansino y Alarcón, 1994), publicado en los albores del nuevo orden mundial posterior a la caída del Muro de Berlín y después de la llamada “década perdida” para América Latina, concluí que, pese a los muchos avances democráticos registrados, el futuro de la región era poco promisorio; que las difíciles condiciones económicas imperantes podían hacer resurgir actores y discursos populistas, con soluciones semi-constitucionales o semi-militares, con altos costos para la consolidación de las democracias latinoamericanas. Lamentablemente, al cabo del tiempo, el pronóstico no sólo se confirmó sino que fue rebasado sobradamente por la realidad. Así, por ejemplo, a la “década perdida” de los ochenta le siguió otra igualmente recesiva y depresiva en lo económico y lo social; varios países experimentaron crisis políticas profundas, como Brasil, Argentina, Colombia, México, Perú, Venezuela, y en algunos casos emergieron líderes populistas que han significado peligrosos retrocesos autoritarios en sus naciones, como Abdalá Bucaram, Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Evo Morales, etcétera; reaparecieron igualmente en muchos de nuestros países, aunque con nuevas características, movimientos guerrilleros de todo tipo y filiación ideológica, sembrando el terror y el miedo, mientras que el narcotráfico y otras expresiones del crimen organizado han crecido de manera incontenible, contaminándolo todo a su paso y acrecentando la informalización de la política; por su parte, los poderes fácticos se han fortalecido, amenazando con rebasar al Estado una y otra vez. Y sin embargo, América Latina conserva a su favor un activo primordial que es frecuentemente soslayado: una sociedad civil cada vez más madura, informada, crítica y participativa que contrasta con los cada vez más anquilosados y obtusos políticos profesionales. De hecho, lo cual constituye una de mis tesis en este nuevo libro, si nuestras maltrechas democracias han logrado persistir en el tiempo, salvo algunos casos lamentables como Venezuela, no es por los afanes de nuestros partidos y gobernantes sino por la terquedad de los ciudadanos y las ciudadanas del continente que sabemos o intuimos que sólo en el horizonte de la democracia, con todo y los rezagos y los problemas acumulados, es posible aspirar a más y mejor libertad, a más y mejor justicia, y que fuera de él sólo existe la amargura y el desasosiego de la obscura noche totalitaria.
De ahí que si en algún lugar se juega hoy la persistencia de la democracia en América Latina, pese a la crisis que padece y los enormes peligros que la amenazan y acechan, ese es precisamente el espacio de lo público-político (llámese la calle, la plaza, la escuela, la fábrica, la ONG, el barrio, el chat, el facebook…), o sea el lugar donde los ciudadanos ratifican cotidianamente su voluntad de ser libres, el ámbito donde se producen los contenidos simbólicos cuya resonancia coloca cada vez más en vilo al poder instituido.
Que la sociedad en nuestros países ya no pueda ser leída con los conceptos y las categorías generados por las ciencias sociales y los paradigmas dominantes no hace mucho, no significa que haya que renunciar al intento de comprenderla. Así, por ejemplo, que las formas de articular y canalizar demandas sociales ya no pase como antes, en la era del Estado benefactor, por el partido de masas o la central sindical o las grandes corporaciones, no significa que la sociedad haya renunciado a agregar intereses y a demandar soluciones, si acaso lo hace de manera distinta, desde la radical diferencia de los individuos, desde la pluralidad de sus intereses que ya no pueden ser homologados por agencias o agentes externos. La individualización democrática, o sea que los ciudadanos sean de facto el principio y el fin de la democracia y no las organizaciones de masas, no significa que la sociedad se haya atomizado o pulverizado sino que por primera vez se ha constituido y afirmado como lo que realmente es y nunca debió dejar de ser: un conjunto de individuos radicalmente diferentes pero invariablemente iguales ante la ley. En todo caso, la sociedad sigue tanto o más viva que antes, porque los ciudadanos ahora sabemos que sólo depende de nosotros y de nadie más orientar el destino de nuestras comunidades o naciones, mediante la deliberación pública con los demás, transparentando nuestros intereses y expectativas, buscando empatar nuestras afinidades y gestionando bienes en común. Si antes el Estado social, con una retórica más o menos populista, se encargaba de homologarnos y estabularnos, de derramar selectivamente dádivas a cambio de apoyos, haciendo de la libertad una moneda de cambio, ahora el imperativo individualista de la igualdad ante el derecho tiende a prevalecer sobre la noción de defensa de los intereses colectivos. En ese sentido, la deliberación pública y la cuestión social cobran un nuevo significado. La gestión de los conflictos pasa a ser inseparable de un esfuerzo colectivo para encontrar consensos sobre lo que es justo e injusto; y la política democrática se vuelve un camino común entre una maraña de preferencias individuales, escalas de valores y conceptos raramente coincidentes. En suma, la política democrática es un esfuerzo por hablar una misma lengua y ponerse de acuerdo sobre lo justo y lo injusto, cuestión que en América Latina no tendría sentido si no mediante el reconocimiento de una enorme deuda social dramática y lacerante.
Esta es precisamente la trama del presente libro: la revuelta silenciosa de nuestras sociedades que ha conducido de manera intermitente a la redefinición de lo público y la afirmación de la ciudadanía en América Latina, en un contexto regional de profunda crisis de la democracia realmente existente y de persistentes rezagos económicos y sociales. Si hace algunos años, cuando empezaron a caer las dictaduras militares, la pregunta que en un nivel teórico inquietaba a muchos estudiosos de América Latina era qué hace que los distintos actores políticos y sociales elijan democracias costosas, dadas las condiciones económicas adversas y los muchos intereses que había que empatar, ahora la pregunta es qué hace que las maltrechas democracias de la región, incapaces de resolver los problemas más apremiantes de sus sociedades, con gobiernos y partidos corruptos e ineficaces, atravesadas por tantas amenazas y peligros, puedan persistir en el tiempo. En principio, la respuesta más aceptada es que si tenemos democracias tan deficientes se debe ante todo a la ignorancia de la gente, a su débil participación, a su escasa cultura cívico-democrática y a su baja politización, que vuelve a los ciudadanos presa fácil de políticos y partidos ambiciosos y corruptos. Obviamente, por lo expuesto arriba, no comparto esta visión. Por el contrario, como ya lo había anticipado, mi respuesta es que si la democracia se ha mantenido en la región, pese a sus muchas inconsistencias y graves problemas, es gracias precisamente —lo cual no deja de ser paradójico—, a la sociedad civil, a su creciente politización e involucramiento en los asuntos públicos y a una percepción muy clara de lo que significa vivir (y no vivir) en democracia, o sea a una cultura política cada vez más democrática. Es cierto que no se puede generalizar, que el grueso de nuestras poblaciones está tan ensimismado en resolver el día a día que lo menos que le interesa es la política, pero el dinamismo de aquella parte de la sociedad cada vez más consciente de su condición de ciudadano es tal que termina por “contaminarlo” todo, por apuntalar un andamiaje institucional y normativo que, aunque maltrecho, nos da cobijo y resguardo. Es más, este nuevo protagonismo o activismo social (la nueva cuestión social, como la he llamado aquí) ni siquiera se debe a un acto voluntario, o no sólo, sino sobre todo a una nueva realidad histórica que no dejaba más alternativa: el tránsito de un Estado social y proveedor a uno desobligado de dicha responsabilidad, el tránsito de la política de intereses colectivos al de intereses individuales, el tránsito de sistemas cerrados a sistemas abiertos, de regímenes autoritarios donde se pisoteaban indiscriminadamente los derechos civiles y políticos a regímenes democráticos que garantizan condiciones mínimas de libertad e igualdad a sus ciudadanos, el tránsito de sociedades articuladas por el Estado-fuerza a sociedades secularizadas donde más que el orden predomina el conflicto, el tránsito de modelos y patrones de conducta patrimonialistas y paternalistas fuertemente arraigados a otros donde los ciudadanos no tenemos más remedio que valernos por nosotros mismos. Con esto quiero dejar asentado que la mía no es una enésima reedición del credo o del ideal latinoamericanista o de la utopía de Nuestra América encaminada a pintar de esperanza el futuro de nuestra región, ni mucho menos propone una concepción de la sociedad civil como algo intrínsecamente virtuoso enfrentado a la maldad del Estado, sino que es una concepción profundamente realista. No hace más que levantar acta de una realidad. En ese mismo tenor, así como debe constatarse la existencia de una nueva y prometedora cuestión social, también debe advertirse que la profunda crisis política, económica y social de nuestros países se ha traducido de igual forma en una profunda crisis moral. En efecto, el malestar, la pobreza y la ignorancia van de la mano de una creciente violencia y descomposición social, que lleva a la delincuencia, la drogadicción y el vandalismo a muchos de nuestros jóvenes, que engrosa las filas del desempleo y la informalidad, que lleva a que muchas comunidades hagan justicia por su propia mano, con linchamientos y juicios sumarios a quienes consideran enemigos públicos, y una lista interminable de situaciones anómicas y patológicas. Por eso, hay poco espacio para el optimismo en América Latina.
Y sin embargo, pensar la democracia como forma de vida y a la política, o sea al espacio público, como el lugar decisivo de la existencia humana, no deja de tener un ingrediente optimista. En efecto, aunque no tengo ningún argumento para demostrarlo, estoy convencido que las sociedades que avanzan, que conquistan mayores y mejores márgenes de democracia y libertad, difícilmente pueden preferir algo que las haga retroceder, algo que las perjudique; las sociedades que hicieron valer en algún momento su deseo de ser libres, difícilmente regresarán —no al menos voluntariamente— a la servidumbre del pasado autoritario. Es por eso que sostengo que así como la democracia aspira a cada vez más y mejor democracia, también las sociedades libres aspiran a cada vez más y mejor libertad. Con todo, tengo claro que hablar de la democracia desde lo social supone reconocer la total indeterminación de lo político. En efecto, ahí donde coinciden hombres y mujeres al mismo tiempo iguales y diferentes todo puede pasar, la sociedad puede alcanzar consensos o terminar más dividida o fragmentada que antes; puede incluso, en una situación extrema, renunciar a su libertad y optar por el sometimiento (como se sabe muchos tiranos del siglo XX llegaron al poder por la vía electoral).
Cualquiera que sea el derrotero de nuestros países en el futuro inmediato, una cosa es cierta: nada preexiste al momento del encuentro o la interacción de los ciudadanos; es aquí, en el espacio público, donde se definen y afirman los valores (y los contenidos de esos valores) que como tales han de articular a la sociedad. Es más, reconocer la centralidad del espacio público para la democracia es reconocer que todo, absolutamente todo, es o puede ser politizable, a condición de que sea debatible, que se convierta en un asunto de deliberación pública e interés social.
Pero volviendo a mi argumento, para decirlo contrafácticamente, de no ser por la sociedad civil, o mejor por el dinamismo de aquella parte de la sociedad que ha decidido activarse políticamente —ya sea cuestionando las decisiones ilegitimas o impopulares, ya sea oponiéndose a los abusos de la autoridad, ya sea organizándose de mil maneras para gestionar bienes colectivos o simplemente opinando sobre los temas que le atañen o inquietan—, hace mucho que nuestras maltrechas democracias hubieran sucumbido a manos de tiranos antediluvianos, dictadores tropicales, populistas recalcitrantes, líderes mesiánicos y antipolíticos, militares golpistas, rebeldes sin causa, guerrilleros trasnochados, narcotraficantes de corrido, y todo tipo de personajes y acciones que por lo demás no nos son ajenos o extraños. Que quede claro, así como no puede entenderse la persistencia de nuestras democracias sin la concurrencia de la sociedad civil, los escasos avances alcanzados hasta ahora —ya sea la ampliación de derechos a sectores antes discriminados o la extensión de derechos civiles y políticos a grupos sociales minoritarios o cualquier otro logro—, todos sin excepción, son conquistas sociales que ningún político puede abrogarse como éxitos propios sin faltar a la verdad; son conquistas sociales porque primero fue la idea y luego la acción, y la idea no es una ocurrencia de un tecnócrata sino una necesidad sentida de la sociedad. En suma, el Estado de derecho o incluso una Constitución sólo pueden perfeccionarse o reformarse en tensión creativa con la sociedad, con sus necesidades, anhelos y sueños. No lo olvidemos, en las democracias modernas, la institución verdaderamente instituyente —para decirlo en palabras de Cornelius Castoriadis— es la sociedad; toca a ella y sólo a ella, a final de cuentas, establecer y definir los patrones y los valores a partir de los cuales ha de desenvolverse todo, incluyendo a ella misma. En otras palabras, si la democracia institucional se mantiene en la región y además muestra algunos avances aunque lentos es debido primordialmente a la intervención de la sociedad civil más que a las virtudes y el compromiso social de los políticos profesionales, y si la democracia se mantiene como está, o sea atravesada por enormes problemas e inconsistencias, es debido primordialmente a la incompetencia, las ambiciones desmedidas o simplemente el desinterés de la clase política en su conjunto más que a la ignorancia, la desinformación o la apatía de la sociedad. En efecto, no conozco todavía a ningún ciudadano que no aspire a tener mejores gobernantes, mejores partidos, mejores representantes, mejores leyes, mejores garantías y mejores libertades, pero sí conozco a muchos políticos profesionales que sólo aspiran a ascender en sus carreras políticas, con o sin el respaldo social. Por eso, en el fondo, resultan insustanciales todos los sondeos de opinión elaborados por reconocidas agencias internacionales (como Latinobarómetro, International Transparency o el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) que año con año atestiguan que la mayoría de los latinoamericanos estaría dispuesta a sacrificar la democracia o sus libertades políticas y civiles si eso contribuyera a mejorar las difíciles condiciones económicas y sociales de la gente. Resultan insustanciales desde el momento que le solicitan a los encuestados elegir entre los extremos de una falsa disyuntiva, como si el bienestar socioeconómico y las libertades básicas fueran mutuamente excluyentes o no pudieran caminar juntas, lo cual es una disociación de laboratorio o de cubículo que la gente de a pie simplemente no se coloca y nunca se colocaría. En efecto, la idea, o mejor el ideal, de bienestar o de desarrollo o de progreso es integral o no es.
Si esto es así, habría que poner en tela de juicio aquellas posiciones que miran con desdén el aporte ciudadano a la democracia en América Latina, y que se refieren a los ciudadanos de nuestra región como “ciudadanos de baja intensidad” (v. gr.: O’Donnell, 1994) o “ciudadanos precarios” (v. gr.: Durand Ponte, 2010). En contra de este tipo de posiciones, considero que no es poca cosa para cualquier sociedad tener que cargar sobre sus espaldas con todo el peso que significa mantener democracias tan endebles y frágiles como las latinoamericanas (sometidas a tantos embates que la amenazan permanentemente, empezando por la ineficacia y el desinterés de las elites políticas). Es más, en contraste con lo que ocurre en democracias consolidadas, donde las instituciones y las prácticas democráticas, por así decirlo, caminan solas, en democracias no consolidadas, el papel de la ciudadanía es por necesidad más activo y decisivo, pues si los individuos en estas realidades insuficientemente democráticas flaquean y no se hacen cargo de dichas inconsistencias lo más probable es que se retrocedería a estadios predemocráticos a los que la mayoría no quisiera regresar bajo ninguna circunstancia.
No ignoró que una posición como la mía pueda llevar a muchos nostálgicos de la “lucha de clases” a calificarme de iluso o incluso de reaccionario, en la medida que sostengo que la nueva fuerza de lo social reside en individuos democráticos libres y radicalmente diferentes más que en un hipotético sujeto colectivo (llámese “multitud”, “pueblo” o cualesquiera otra expresión que los partidarios del neomarxismo han venido introduciendo en fechas recientes para referirse a lo mismo que antes llamaban “proletariado”), un sujeto colectivo capaz de englobar los reclamos de todos los explotados del mundo y los conduzcan a la emancipación final contra la hegemonía que hoy mantienen el capitalismo, el imperio estadounidense, el neoliberalismo y la globalización. A lo que reitero que mi propósito en este libro no es ideológico, no es calificar de bueno o malo lo que ha venido configurándose en la región, en sus sociedades y en sus estructuras políticas, sino simplemente levantar acta de la realidad y tratar de comprender mejor su problemática. En ese sentido, creo que los viejos esquemas de análisis, marxistas y posmarxistas, estructuralistas y postestructuralistas, tan recurrentes y persistentes entre los latinoamericanistas para dar cuenta de nuestra situación, simplemente han dejado de ser pertinentes para comprender la nueva complejidad social; es decir, la propia realidad se ha encargado de mostrar su obsolescencia. Si muchos estudiosos se aferran todavía a sus preceptos es porque permanecer en ellos les ahorra la tarea de pensar, basta aplicar el esquema de las contradicciones de clase, de los buenos y los malos, para explicar todo cuanto se quiera. En ese sentido, debo señalar también que no comulgar con dichas perspectivas simplistas y reduccionistas no me convierte en automático en un neoliberal irredento. De hecho, el individuo que reivindico, el individuo democrático, no es el mismo que presupone el neoliberalismo, es decir un individuo atomizado, aislado y egoísta. Si bien ambos pueden coexistir y de hecho coexisten sin problemas, el individuo democrático es uno que, al contrario del individuo en el mercado, sabe que sólo con los demás puede hacer política, sólo con los otros puede ejercer su libertad y construir ciudadanía. Que esto sea una quimera, me parece una crítica insustancial, pues hasta ahora el verdadero motor de los pueblos ha sido su deseo de ser libres más que cualquier otra cosa. Y ya que hablamos de quimeras, ¿puede haber algo más ilusorio para América Latina que el supuesto Estado benefactor que muchos ven con nostalgia? Que el Estado providencia haya sido un instrumento invaluable para el desarrollo social en Europa o Estados Unidos, no significa que haya ocurrido lo mismo en América Latina. Aquí lo único que tuvimos fueron oligarquías oportunistas que en nombre de la justicia social se hicieron infinitamente ricas y poderosas mientras que nuestros pueblos se hacían cada vez más pobres y desiguales. Si el Estado benefactor sucumbió en todas partes fue porque se volvió insostenible (crisis fiscal del Estado, crisis de gobernabilidad o crisis de legitimidad), no porque el neoliberalismo haya irrumpido maquiavélicamente con la espada desenvainada. Aquí cabe una analogía: así como el socialismo realmente existente cayó en 1989 por sus propias contradicciones y excesos, por el reclamo de libertad de sus propias sociedades, sin una sola bala desde el exterior, también el Estado social se agotó desde el momento que le fue imposible seguir satisfaciendo las enormes y crecientes expectativas que generó. Ahora bien, querer ver en este tránsito forzado por las circunstancias históricas la “derrota de la sociedad” (v. gr.: Touraine, 1989) me parece francamente un despropósito. Por el contrario, como enseña una tradición de pensamiento que va de Hannah Arendt a Claude Lefort y Cornelius Castoriadis, cuya característica dominante es pensar la democracia en clave postotalitaria, es ahora y no antes cuando la sociedad se reconcilia por primera vez consigo misma, es ahora y no antes cuando los individuos pueden concebirse y asumirse como sujetos políticos, y es ahora y no antes cuando la democracia puede entenderse como una forma de vida y no sólo como una forma de gobierno. Que el principal instrumento al alcance de los ciudadanos para promover soluciones o buscar consensos sea ahora la política, o sea el debate y la deliberación públicas (aunque en muchas ocasiones es igualmente legítima la resistencia y la desobediencia, siempre y cuando sean civiles y pacíficas, o sea que no atenten contra los derechos de terceros), y ya no la mítica lucha de clases o la confrontación violenta en cualquiera de sus expresiones, no significa que la sociedad civil haya perdido valor, congruencia o radicalidad, sino simplemente que ha aprendido a aceptar como un dato incontrovertible de su tiempo la pluralidad compleja y heterogénea que la cruza y, en consecuencia, lo intransigentes e intolerantes que resultan todas aquellas posiciones que se creen portadoras de verdades universales por lo que sus partidarios las quieren imponer al resto de la sociedad a como dé lugar. Que ya no se pueda reducir el conflicto en las sociedades actuales a una lucha entre clases sociales o a una disputa por la hegemonía entre dos grandes proyectos antagónicos no significa que la sociedad no esté atravesada por conflictos de todo tipo o que el conflicto haya dejado de ser una condición inherente a la misma, sino simplemente que las modalidades de expresión de las diferencias es distinto que en el pasado. Obviamente, actitudes como las criticadas arriba resultan absolutamente incompatibles y contradictorias con las realidades democráticas postotalitarias; es decir, realidades donde el pensamiento único, la determinación rígida de lo social y la imposición de consensos desde el poder fuerza son simplemente inconcebibles.
Sin embargo, como hemos visto aquí, vivir en democracia en América Latina es vivir al borde, en el filo frágil y breve de un vaso que corta y que en cualquier momento puede quebrarse. Los peligros que la amenazan son tantos que apostar por su consolidación resulta en ocasiones ingenuo. Ahí están, por ejemplo, los peligros de la (re)militarización, del predominio de los poderes fácticos, de la corrupción desmedida, del populismo y la personificación de la política, de la desigualdad social y de la informalización de la política. Pero vivir en democracia en América Latina, además del desencanto y la frustración que ha supuesto para muchos, es conquista y afirmación permanente de ciudadanía, es decir de hombres y mujeres libres que nos sabemos cada vez más artífices de nuestro destino, que intuimos que cualquier decisión que no haya emanado de la propia sociedad, de sus necesidades y expectativas, de sus valores y posicionamientos, será ilegítima e impopular. Vivir en democracia es en suma, hacer democracia, inventarla todos los días en los espacios públicos, en el encuentro cotidiano con los otros; es corroborar que somos nosotros, los ciudadanos, los verdaderos sujetos de la política, a condición de participar en los asuntos públicos, o sea de debatir y opinar; es un reclamo permanente de ciudadanía contra todos aquellos que nos la expropian arbitrariamente, es una suerte de revuelta silenciosa.
Pero así como encuentro hoy una relación significativa, vital, entre sociedad civil y persistencia de la democracia en América Latina, también tengo que llamar la atención sobre una nueva tendencia que comienza a asomarse tibiamente en varios de nuestros países y que quizá termine por modificar en unos cuantos años nuestras certezas o convicciones actuales. Me refiero a lo que se podría llamar un “retorno a lo básico” por parte tanto de la sociedad civil como de los políticos profesionales como consecuencia de un deterioro abrupto de las condiciones políticas, económicas y sociales de la región ya de por sí muy delicadas. Por retorno a lo básico me refiero a un cambio de perspectivas e intereses de las personas desde aquello que les permite trascender su realidad, como los valores de la libertad, la equidad y la justicia, a aquello que les permite simplemente sobrevivir, y no hablo de medios materiales de subsistencia sino de lo que les da a los seres humanos seguridad a sus vidas y pertenencias. En efecto, en un contexto de desencanto extremo, donde la violencia se vuelve cotidiana y normal, donde impera la ley del más fuerte, donde el Estado es rebasado una y otra vez por los poderes fácticos e informales, pese a la existencia de prácticas y reglas democráticas, los ciudadanos muy bien pueden optar, como en las figuras políticas emblemáticas del Behemoth y el Leviatán, por apoyar a aquellos políticos que ofertan esa seguridad aún a costa de sacrificar sus derechos y libertades cívicas. Obviamente, este escenario es distinto al de la emergencia de líderes y retóricas populistas o neopopulistas tan frecuente durante los últimos años en la región, cuyo resorte se encontraba en una promesa oportunista de justicia social, equidad y combate a la corrupción y a los malos políticos. Lejos de ello, el retorno a lo básico no significa aquí abrazar o priorizar consignas populistas antipolíticas sino consignas tan elementales como las de “mano dura al crimen organizado”, “combate a la delincuencia”, “seguridad para la gente”. De hecho, ante la creciente inseguridad en todas partes (no sólo en América Latina), ya sea por el terrorismo, la violencia organizada, el narcotráfico, la guerrilla, etcétera, este tipo de consignas ya empiezan a pesar en el ánimo de mucha gente y a dominar las batallas electorales entre políticos y partidos en algunos países (piénsese si no en la campaña electoral que le permitió a George W. Bush reelegirse como presidente de Estados Unidos). Lo paradójico del asunto es que hoy por hoy, dada la magnitud de la violencia que sacude a las sociedades contemporáneas, ningún gobierno o autoridad en el mundo puede prometer fehacientemente a sus ciudadanos dicha seguridad. Huelga decir que de imponerse este escenario en América Latina no tendré más remedio que escribir dentro de quince años un nuevo libro para manifestar que mis expectativas de ahora fracasaron rotundamente, que las democracias de la región sucumbieron frente a los poderes fácticos y que nuestros pueblos han dejado de soñar. Ojalá me equivoque.
Hasta aquí el planteamiento inicial de mis objetivos y convicciones sobre el tema que me ocupa. Paso a continuación a especificar las premisas teóricas y conceptuales que orientan mi búsqueda.
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