El
presente artículo se entregó a la imprenta el 15 de agosto de 2012. Conviene
tener presente el dato porque algunas de sus tesis sólo cobran sentido a la luz
de los acontecimientos de esa coyuntura, o sea unas semanas después de las
elecciones federales del 2012 y unas semanas antes de que el órgano responsable
de calificar las elecciones emita su resolución sobre las mismas, las cuales
fueron impugnadas por uno de los contendientes por presuntas irregularidades y
violaciones legales.
Sólo desde la ingenuidad más rampante se puede pensar
que el TEPJF (Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación)
convalidará el auto de inconformidad interpuesto por el Movimiento Progresista
y declarará inválida la elección presidencial de 2012. Sin embargo, conviene
tener claro lo que está en juego con el fallo del TEPJF, no sólo para el futuro
de la vida política en México sino de la propia democracia.
Que las elecciones presidenciales del
2012 presentaron un sinnúmero de irregularidades es evidente para millones de
mexicanos. Los ilícitos e inequidades durante la contienda fueron tan burdos y grotescos
que constituyen un agravio a todos los que vivimos en este país, incluidos los
que votaron por el candidato virtualmente ganador, o sea por el priista Enrique
Peña Nieto, desde la imposición mediática del candidato de la Alianza PRI-PVEM
hasta el escabroso caso del Monexgate,
pasando por la manipulación de las encuestadoras, la compra indiscriminada de
votos a favor de Peña Nieto, el exorbitante uso de recursos para la campaña del
priista y cientos de irregularidades más.
Fueron tantas y tan evidentes las
anomalías que por momentos parecía que estábamos instalados todavía en la era
de las elecciones simuladas y ficticias que el PRI montó durante décadas. Más
aún, las elecciones del 2012 hacen que las inconsistencias de las elecciones
precedentes del 2006 parezcan cosa de niños. La pregunta es, ¿por qué entonces
las autoridades judiciales encargadas de calificar las elecciones terminarán
convalidando un proceso tan enlodado como éste, recurriendo presumiblemente a
todo tipo de argucias legales destinadas a minimizar el peso de las denuncias y
apostando a la apatía o docilidad social? La respuesta es obvia, lo que menos
interesa a los magistrados de lo contencioso electoral es limpiar una elección
llena de irregularidades y mucho menos atender el reclamo de una sociedad
agraviada. Al igual que el IFE (Instituto Federal Electoral), cuya actuación en
estas elecciones deja mucho que desear en términos de imparcialidad y
transparencia, el TEPJF responde a intereses políticos muy concretos, mucho más
poderosos que un efímero y poco rentable compromiso moral con la democracia. Y
sin embargo, al actuar así, tanto los consejeros electorales como los magistrados
se volverán cómplices del inminente colapso de la transición democrática en
México o, para ser más precisos, de la instauración fallida de la democracia.
1. ¿Por qué fracasan las
transiciones?
La transición mexicana a la democracia ha sido tan
peculiar en su evolución y desenlace que muchos analistas prefieren desechar
las teorías de las transiciones por considerarlas inaplicables al caso
mexicano. Sin embargo, proceder así es sólo un artificio para evitarse la tarea
de pensar con el rigor que exige el empleo de este corpus teórico, producto de
años de investigación y miles de estudios de casos en todos los continentes.
Además, desentenderse de esta teoría argumentando la especificidad del caso
mexicano es una falacia, por cuanto cada proceso en consideración es único e
irrepetible. De lo que se trata más bien es de enriquecer o depurar la teoría a
partir de las particularidades de cada caso. Ciertamente, Se puede estar de
acuerdo o no con esta literatura, pero si se emplean sus categorías para
caracterizar un proceso específico, deberían al menos emplearse con rigor y
evitarse así especulaciones insustanciales y arbitrarias como las muchas que
abundan entre los especialistas en México. En lo personal, he externado en
varias ocasiones mis diferencias con la teoría de las transiciones,[1]
pero a la hora de utilizar sus conceptos prefiero ceñirme a sus indicaciones
antes que especular y alimentar la confusión. Dicho de otra manera, estudiar un
proceso de transición específico con las categorías de la teoría de las
transiciones no es un ejercicio arbitrario de imaginación o interpretación,
sino uno riguroso de caracterización a partir de datos duros en el que no hay espacio
para ocurrencias ni posicionamientos políticamente interesados. Eso corresponde
más bien a los políticos profesionales, no a los académicos.[2]
Dicho esto, la pregunta inevitable
para quienes nos ocupamos de estudiar la política y la democracia en México es:
¿en qué momento de la transición a la democracia nos encontramos hoy, después
del inminente regreso del PRI al poder por la vía electoral? Más
específicamente: ¿el retorno del PRI al poder significa una restauración
autoritaria, una regresión o es simplemente una alternancia de regreso en la
que no se ponen en riesgo los avances democráticos alcanzados hasta ahora?; ¿en
caso de una regresión autoritaria existen o no suficientes indicios para
suponer que se trató de una regresión pactada, o sea que contó con el
consentimiento de actores políticos clave?; y, adicionalmente, ¿qué papel
desempeñan hoy las autoridades judiciales electorales en el derrotero que puede
seguir nuestra democracia en el futuro inmediato?
He estudiado el tema de la transición
mexicana en innumerables ocasiones y lo menos que quiero aquí es repetirme. Por
ello sólo resumiré algunas cuestiones clave que me permitan aproximarme con
mayores elementos a las interrogantes apuntadas arriba, no sin antes remitir a
los interesados en el detalle a dichos textos.[3]
En estricto sentido es incorrecto seguir describiendo a México con la categoría
de transición, pues ésta concluyó en el 2000 con la alternancia. La explicación
teórica es muy simple: una transición culmina cuando sucumben los pilares de
dominación que caracterizaron a una determinada forma de ordenación política o
régimen político. Sin duda éste es el caso de México, pues con la alternancia
del 2000 sucumbieron tanto el partido hegemónico encarnado en el PRI (entendido
como un partido no competitivo que basaba su dominio en factores
extrademocráticos) como el presidencialismo (entendido como un poder ilimitado
con enormes facultades constitucionales y metaconstitucionales), las dos
estructuras sobre las cuales se sostenía todo el entramado institucional del
viejo régimen priista.[4]
La alternancia en el poder marca pues, el fin de la transición mexicana, una
transición muy larga y atípica que tuvo como eje las reformas electorales,
dejando intacto el resto del entramado normativo. Dicha apertura limitada y
controlada de la arena electoral fue más producto de las exigencias de un
régimen autoritario por rasguñar legitimidad por la vía democrática en
coyunturas de deterioro o abierta crisis política que de una voluntad
democratizadora genuina por parte de las elites priistas. Como quiera que sea,
la alternancia tiene lugar en una fase terminal del viejo régimen, atravesado
por innumerables conflictos internos e incapaz de neutralizar el creciente
repudio social en su contra. Con la alternancia y el fin de la transición se
inaugura un nuevo proceso en México que la literatura especializada denomina
“instauración democrática”.[5]
Dicho proceso puede durar varios años y no hay ninguna seguridad de que culmine
con éxito. La instauración democrática consiste básicamente en la derogación
inmediata de las leyes y reglas antidemocráticas generadas durante el viejo
régimen autoritario[6] y
el diseño y aprobación de las nuevas reglas y normas acordes con las exigencias
de un régimen democrático, o sea la aprobación de una nueva Carta Magna. Cabe
señalar que no ha habido hasta ahora ninguna transición democrática exitosa en
el mundo que no haya pasado por una reforma integral de su Constitución,
expresión normativa de los nuevos impulsos democráticos y renovadores. Como es
obvio, en México no se ha podido materializar este requisito para instaurar la
democracia y hacer tabla rasa del pasado autoritario. Lejos de ello, los
impulsos democráticos surgidos con la alternancia han quedado atrapados en una
normatividad obsoleta y predemocrática, alimentando todo tipo de perversiones y
contradicciones, como parálisis decisionales, impunidad, abusos de autoridad,
discrecionalidad y elecciones poco confiables. Huelga decir que sin una instauración
democrática exitosa no se puede aspirar a consolidar la democracia. De hecho,
sólo se puede consolidar lo que se instaura, y en México no ha prosperado hasta
ahora la reforma del Estado o reforma constitucional que tanto se pregonó en su
momento.
Con todo, hasta las elecciones de
2012 no había razones suficientes para decretar el fin de esta etapa o para
hablar de una “instauración fallida”, si es que vamos a utilizar correctamente
las categorías de la teoría de las transiciones. Ciertamente, en ausencia de un
rediseño normativo del entramado político-institucional, México se había
encaminado durante los años de la alternancia hacia un hibrido entre el
autoritarismo y la democracia, un régimen con una democracia electoral visiblemente
defectuosa aunque funcional, pero con grandes resabios autoritarios en el
ejercicio del poder, cobijados y alentados por la pervivencia de las reglas del
juego predemocráticas del viejo régimen. Además, dada la ausencia de referentes
alternativos que anteponer a lo que los ciudadanos estábamos atestiguando, muchos
comenzaron a dar por normal para una democracia lo que en realidad era un
perversión o desviación de la misma. Pero no todo estaba perdido, existía en el
país una nueva y vigorosa pluralidad política, elecciones medianamente
confiables y en algún lugar dormitaba aún la idea de que para avanzar en la
democracia tarde o temprano tendría que reformarse la Constitución. Después de
las elecciones del 2012 todo eso quedó en el pasado y no tenemos más remedio
que caracterizar el momento político actual como una “instauración fallida de
la democracia”, con tres posibles consecuencias: a) un impase en la
democracia de larga duración; b) un
colapso de la democratización en curso; y/o c)
una regresión o restauración autoritaria disfrazada.
Para fines de análisis, por
instauración fallida se entiende el fracaso del proceso de rediseño
institucional y normativo que sentaría las bases del nuevo régimen democrático,
ya sea por la imposibilidad y/o el desinterés de los actores políticos de
llegar a acuerdos sustantivos en las arenas institucionales de negociación. En
estos casos, es frecuente que los actores políticos, en especial los partidos,
atribuyan la falta de consensos entre ellos a la pluralidad de posiciones a
veces irreconciliables en el Congreso. Pero esto no deja de ser un ardid, pues
la pluralidad constituye más bien un terreno idóneo para que los acuerdos que
se tomen, si realmente hubiera voluntad de pactar, contemplen todos los
intereses y posiciones presentes en la arena política. En virtud de ello, me
inclino a pensar que la falta de acuerdos se debe más bien a cálculos políticos
interesados, pues siempre será más rentable para los partidos políticos y los gobernantes
moverse en la ambigüedad, la discrecionalidad y la impunidad que consienten las
viejas reglas predemocráticas que hacerlo con nuevas más estrictas que inhiban
o castiguen severamente ese tipo de conductas.
La tesis de la instauración
fallida para caracterizar al México actual se sustenta en los siguientes
hechos:
1. Si en tiempos de alternancia,
con una nueva pluralidad en el Congreso, con el entusiasmo renovador surgido de
la destitución en las urnas de un régimen autoritario de más de setenta años,
no pudo concretarse la instauración democrática, o sea el rediseño
institucional y normativo del nuevo régimen, esto menos ocurrirá si el PRI
regresa a Los Pinos en diciembre de 2012. No ocurrirá por varias razones, pero
la principal es que no le interesa. Si hay un partido que se siente cómodo con
las reglas del viejo régimen es precisamente el PRI, pues esas reglas no sólo
fueron edificadas por este partido para preservarse en el poder, sino que nadie
sabe aprovecharlas mejor que él para sus propios intereses. El PRI se siente
como pez en el agua con esas reglas y sólo es cuestión de tiempo para que
regresen las viejas prácticas clientelistas, corporativas y verticales que
tantos beneficios le reportaron en el pasado a las cúpulas del partido.
2. La transición en México ha
tenido como eje, antes y después de la alternancia, las reformas electorales,
bajo la premisa a todos luces errónea de que bastaba perfeccionar las reglas de
la competencia y la participación electoral para edificar una democracia. Es
errónea porque un régimen político democrático es un todo integrado donde el
sistema electoral es sólo uno de sus componentes. A la larga, de poco sirve pretender
apuntalar una democracia con reformas electorales si junto con estas no se
modifican cuestiones tan básicas para una democracia como el equilibrio entre
los poderes, la forma de gobierno, el federalismo, la procuración de justicia,
los medios de comunicación, la rendición de cuentas, entre miles de aspectos
más.[7]
De hecho, no se puede aspirar a consolidar la democracia electoral en ausencia
de reformas al resto del edificio normativo e institucional. Huelga decir que
si algo evidenció la elección presidenciales del 2012 fue precisamente el
desgaste de la democracia electoral. Si las elecciones permitieron la
alternancia en el 2000 con un buen margen de aceptación, hoy sólo producen
desconfianza e incredulidad. Tal parece que con la normativa electoral vigente no
gana el partido o candidato más votado sino el que sabe aprovecharse mejor de las
ambigüedades y vericuetos legales para comprar votos descaradamente, excederse
ostensiblemente en los gastos de campaña, comprar encuestadoras para que
funcionen como propaganda, comprar medios de comunicación para proyectarse y un
sinnúmero de irregularidades más que enlodan y vuelven inequitativa de origen
cualquier contienda electoral. A eso hay que sumar la sospechosa actuación del IFE
a todas luces parcial y discrecional a la hora de sancionar o no las querellas
interpuestas por presuntos delitos electorales. Lo mismo puede decirse del
TEPJF que seguramente terminará convalidando el cochinero que fueron estas
elecciones. Es obvio entonces que si el PRI supo aprovechar esas reglas
electorales maltrechas para regresar al poder lo menos que le interesa ahora es
modificarlas para futuras contiendas, amén de que este partido contará a su
favor con toda la maquinaría del poder, con recursos ilimitados y gran
capacidad de movilización, tal y como ocurría en su época más gloriosa. Una
razón más que evidente para decretar desde ahora el fin de la instauración
democrática.
3. Todo gobierno requiere un
umbral de legitimidad para mantenerse sin mayores sobresaltos. Dicha
legitimidad puede ser de origen, la que proveen las urnas, o por gestión, la
que se alcanza por un desempeño percibido como aceptable por parte de la
sociedad. En el caso del próximo gobierno de Peña Nieto, en caso de que el TEPJF
convalide su triunfo, es evidente que
los cinco puntos de diferencia obtenidos por él en las urnas respecto de su más
cercano adversario no son suficientes para legitimarlo, considerando las
grandes desconfianzas que suscitó su triunfo entre millones de mexicanos. De
ahí que el nuevo presidente buscará invariablemente legitimarse por sus
acciones. Ahora bien, si el PRI en el poder actúa como sabe hacerlo para
neutralizar los efectos permisivos que heredará de los terroríficos gobiernos
panistas,[8] lo
más seguro es que obtenga buenos resultados para legitimarse. Pongo un ejemplo
que por lo demás ya fue ensayado por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari,
que como se sabe es el principal maestro y mentor de Peña Nieto: si el gobierno
pacta con alguno o algunos de los cárteles del narco (hoy es vox populi que el
principal beneficiario de ese pacto serían “Los Zetas”), se podría “pacificar”
el país, disminuir la violencia y el gobierno obtendría cuantiosos recursos
provenientes del narco para impulsar políticas sociales y económicas de
relumbrón.[9]
Por esta vía Peña Nieto obtendría la legitimidad necesaria no sólo para
neutralizar parte del descontento que hoy concita sino para desentenderse por
completo de la exigencia de legitimarse mediante reformas electorales o
reformas al régimen político, tal y como ocurrió con el gobierno de Salinas de
Gortari, o sea que contará con un umbral suficiente de legitimidad como para
posponer indefinidamente cualquier tipo de reformas democráticas. Es evidente que
ese escenario más que factible abona igual que en los puntos anteriores a la
tesis de la instauración fallida.
En una perspectiva comparada
existen pocos referentes para contrastar el caso mexicano y entender mejor su
especificidad. Por lo general las instauraciones democráticas en otras
transiciones en el mundo pueden ser incompletas, deficientes, limitadas,
parciales, pero rara vez fallidas, pues esto representaría el colapso inminente
de las democracia en construcción. El carácter incompleto o limitado de una instauración
puede ejemplificarse con algunos casos donde sus reformas a la Carta Magna después
de la transición no ocurrieron de golpe sino que tuvieron que someterse a
continuos ajustes y revisiones antes de poder aspirar a consolidar la
democracia. En América Latina así ocurrió, por ejemplo, en países como Perú,
Bolivia y El Salvador, que experimentaron tortuosos y extenuantes procesos de
reforma constitucional. Ciertamente, en ninguno de estos casos se puede afirmar
que su democracia se haya consolidado, pero sí que ensayaron sendos procesos de
reforma integral a sus Constituciones, o sea que sí culminaron con mayor o
menor éxito sus respectivos procesos de instauración democrática. En México,
por el contrario, la instauración democrática fracasó sin siquiera haberse
intentado seriamente, con la consecuencia inédita de instalar al país en una
suerte de limbo entre el autoritarismo y la democracia, pero donde las
tentaciones restauradoras y regresivas están más vivas que nunca.
Hasta ahora hemos visto que con el retorno del
PRI al poder la instauración democrática quedaría trunca por no decir abortada.
Pero falta discutir si esto representa o no una restauración o regresión autoritaria.
2. ¿Restauración autoritaria,
regresión o alternancia de regreso?
Teóricamente, la idea de restauración autoritaria alude
a un proceso donde se restituyen los componentes fundamentales del antiguo
régimen después de un intervalo en el que dejaron de ser operantes. Por su
parte, la regresión autoritaria supone un proceso de involución en los avances
democráticos alcanzados en la era postautoritaria, lo que puede conducir al
colapso definitivo del régimen democrático que apenas comenzaba a asentarse.
Finalmente, la alternancia simple o de regreso significa básicamente que un
partido que había sido destituido del poder central por la vía electoral
regresa en una elección posterior, en el marco legal establecido y sin que ello
represente per se un cambio en el
ordenamiento político-institucional. Para variar, considerando estas categorías,
el caso mexicano después de las elecciones del 2012 no entra plenamente en
ninguna de ellas, sino que tiene un poco de cada una, aunque el desenlace final
nos aproxima más a un autoritarismo de nuevo cuño que a una democracia
incipiente. Veamos.
Con
el regreso del PRI al poder es inevitable que se restituyan muchas de las
prácticas autoritarias del pasado, por la sencilla razón de que durante la
alternancia no se reformaron las leyes que las posibilitaban y estimulaban en
la era autoritaria. Regresarán, por ejemplo, el corporativismo estatal tutelado
por el Estado a través del PRI, el clientelismo como un instrumento para
obtener apoyos y lealtades a cambio de dádivas, las imposiciones jerárquicas
desde el vértice del poder presidencial, el ejercicio discrecional del poder
central, entre otras muchas prácticas. Sin embargo, ahora existen ciertos condicionantes
para el ejercicio del poder que no había en la era autoritaria y que difícilmente
podrían ignorarse sin un alto costo para la legitimidad y la persistencia estable
del nuevo gobierno. Se trata de límites específicos que al menos teóricamente
nos impiden hablar inequívocamente de una restauración autoritaria, si acaso de
una restauración parcial, tales como la existencia de un pluralismo lo
suficientemente consolidado en todo el país como para dejarse doblegar por los
embates restauradores; una ciudadanía más crítica y participativa que ya no se
traga todo lo que le venden sus gobernantes y representantes políticos; una aceptación
mayoritaria de la democracia como la vía más pertinente para dirimir los
conflictos y elegir a los gobernantes, entre otros aspectos. Quizá todo ello
funcione en el corto plazo como un baluarte contra una restauración
autoritaria, aunque nada garantiza que así sea, pues el PRI en el poder podría
reeditar a su conveniencia elecciones fraudulentas y simuladas semejantes a las
que celebraba durante el viejo régimen con tal de mantener sus posiciones de poder.
Lo peor del caso es que el PRI ni siquiera tendría que reformar o “ajustar” las
leyes electorales vigentes para lograrlo, pues con las que hay es posible
cometer impunemente todo tipo de irregularidades e ilícitos, tal y como quedó
de manifiesto con las elecciones federales del 2012. Como quiera que sea,
mientras ello no ocurra y por más que se reediten muchas de las prácticas
autoritarias del pasado, sería impreciso caracterizar el retorno del PRI como
una restauración autoritaria.
Dicho en otras palabras, sólo si
el PRI optara por reproducirse en el poder mediante elecciones simuladas,
inequitativas e impositivas similares a las que existían en la era autoritaria,
sometiendo el pluralismo político y manipulando la voluntad popular, este
partido recuperaría para sí su condición de partido hegemónico no competitivo
que lo caracterizó durante décadas, o sea un partido que basa su hegemonía en
factores extrademocráticos. Sólo entonces podríamos hablar propiamente de
restauración autoritaria. Lo mismo puede decirse del presidencialismo, el otro
pilar sobre el que se sostenía el viejo régimen. Sólo en un escenario en que el
titular del Ejecutivo recobrara la centralidad incuestionada y todopoderosa de
la era del presidencialismo imperial, ya sea imponiendo arbitrariamente su
voluntad sobre los poderes Legislativo y Judicial, valiéndose para ello de todo
tipo de argucias, chantajes y sobornos (situación por lo demás muy común en los
gobiernos estatales donde gobierna el PRI), o actuando arbitraria y discrecionalmente
a espaldas de los legisladores y ministros, sin apego a la legalidad y sin
ninguna responsabilidad frente a los gobernados, podríamos hablar propiamente
de restauración autoritaria. Empero, nadie podría asegurar a estas alturas que
este escenario no ocurra ahora que el PRI ha recuperado el poder central.
En
virtud de las consideraciones anteriores, la categoría “regresión autoritaria”
aplica mejor que la de “restauración autoritaria” para caracterizar el momento
que estamos viviendo en México después de las elecciones federales de 2012, al
menos por ahora. La razón es simple, mientras la restauración supone el
restablecimiento fiel del viejo régimen después de un intervalo
postautoritario, o sea la reposición para el caso mexicano de la condición hegemónica
del PRI y del presidencialismo sin pesos ni contrapesos reales, la regresión
alude simplemente a una involución respecto de los avances democráticos que se
habían conquistado, colocando al país en una zona más próxima al autoritarismo
que a la democracia. Dicha involución no supone, a diferencia de la
restauración, regresar a un autoritarismo idéntico al que existía antes del
intervalo postautoritario, sino simplemente colocar al país en una dirección
cada vez más distante de la democracia. Sin embargo, mientras se mantenga la
remota posibilidad de que el PRI pierda el poder mediante elecciones
mínimamente correctas (pedir más a estas alturas, como transparencia, equidad o
legalidad, es un eufemismo), la regresión autoritaria que hoy atestiguamos no
dejaría de ser una muy sui generis si
se consideran adecuadamente las indicaciones que la teoría establece. Me
explico, que existen suficientes elementos para hablar hoy, con el regreso del
PRI al poder, de una regresión autoritaria, es indudable, pero también podemos
estar atestiguando la instauración incipiente de un híbrido institucional muy
peculiar entre el autoritarismo y la democracia, igual que el viejo régimen
priista, que para entendernos era un régimen formalmente democrático pero
autoritario en la práctica. ¿Qué cambia entonces? Si durante los últimos años
del viejo régimen lo que teníamos era un autoritarismo en transición a la
democracia, ahora tenemos una democracia inconclusa en transición al
autoritarismo (debido a la instauración fallida). Y respecto a la era de la
alternancia postautoritaria, si antes del regreso del PRI al poder el país
vivía un proceso de instauración democrática lento y débil, ahora experimenta
una regresión autoritaria disfrazada, considerando que la instauración democrática
quedará prácticamente confinada por no convenir a los intereses de los nuevos
inquilinos en el poder.
Con
respecto a la última categoría indicada al inicio, la de alternancia simple o
de regreso, es indudable que aplica perfectamente para el caso del retorno del
PRI, pues éste ocurrió por la vía de las urnas y en el marco legal establecido
para el efecto. Sin embargo, el regreso del PRI al poder no constituye una
alternancia más, como cualquier otra, pues lo que regresa es ni más ni menos
que el partido que encarna el eslabón con el pasado autoritario. Ni al caso
discutir si hay una ruptura entre el viejo PRI y un supuesto nuevo PRI, pues es
evidente que este partido ha sido incapaz de democratizarse y de adecuarse a
las nuevas reglas democráticas. Sus dirigentes siguen funcionando con los
mismos patrones y esquemas del pasado, pues son exactamente los mismos. En todo
caso, la novedad de esta alternancia simple o de regreso radica en el hecho de
que restituye en el poder al mismo partido que sometió al país al autoritarismo
durante siete largas décadas, cuestión que posee una carga simbólica
desconcertante y desmoralizante. De hecho, no existe en el mundo ningún caso
semejante en que un mismo partido autoritario regrese al poder por la vía electoral.
Nuevamente, México da la nota mundial y demuestra que hay pueblos sin memoria o
incapaces de dejar en el pasado sus peores fantasmas y pesadillas, pueblos que
entre la servidumbre voluntaria y la libertad eligen penosamente la primera.[10]
3. ¿Regresión pactada o el mundo al revés?
Hasta aquí hemos argumentado que con el retorno del
PRI al poder no sólo colapsa inequívocamente la instauración democrática sino
que nos encaminamos a una regresión autoritaria. Toca dilucidar ahora si
existen o no evidencias para sospechar que se trató de una regresión pactada, o
sea si el retorno del PRI por la vía electoral contó o no con la complicidad de
actores políticos clave de acuerdo a un plan preestablecido. La duda es
legítima por cuanto las elecciones del 2012 generan todo tipo de suspicacias
dado lo desaseado del proceso, la tibieza y parcialidad del árbitro electoral,
el comportamiento insólito de ciertos personajes, la manipulación
indiscriminada de las encuestas, entre muchas otras circunstancias irregulares.
Aquí sostendré una tesis al respecto, aunque debo admitir que posee un carácter
altamente especulativo, en espera de mayores datos y pruebas que las
disponibles ahora. Propongo pues en lo que sigue un modelo para armar…
Instrucciones
de uso
Muchos creen que la política profesional es una
actividad para iniciados, por cuanto la mayoría de lo que acontece en sus
entrañas, como negociaciones, pactos, intrigas, rupturas, etcétera, es
inaccesible o invisible para los ciudadanos. Digamos que el gran teatro político
esconde para los espectadores muchos secretos, y sólo alcanzamos a ver lo que
los propios actores políticos quieren que veamos de ellos. Sin embargo, en
algunas ocasiones, entre acto y acto, se asoman casualmente algunas imágenes o
detalles que modifican de golpe nuestra perspectiva inicial. Se trata de
situaciones inesperadas que bien miradas e interpretadas pueden esclarecer lo
que antes parecía confuso o fragmentario, son como las piezas faltantes de un
rompecabezas que sólo al colocarlas en su lugar le dan sentido a la figura
hasta entonces incomprensible y confusa.
Sirva esta imagen para ilustrar lo
que aquí sostendré sobre la contienda electoral del 2012 en México. A los ojos
de muchos, lo que tuvimos fue una contienda normal y sin grandes sobresaltos en
la que, a juzgar por las encuestas, uno de los candidatos presidenciales había
logrado colocarse muy por encima de sus adversarios en las preferencias
electorales, y donde estos últimos hacían esfuerzos denodados por remontar sus
posiciones de arranque. Sin embargo, había algunos hechos aislados que parecían
no tener mucho sentido y que por lo mismo se perdían en la vorágine de noticias
y declaraciones. Así, por ejemplo, puestos como interrogantes, ¿quién filtró a
los medios una conversación telefónica privada de la candidata de Acción
Nacional, Josefina Vázquez Mota, con la que claramente se dañaría su imagen?;
¿por qué Vázquez Mota parecía desprotegida por sus propios correligionarios,
con un equipo de campaña ineficaz y poco profesional?; ¿por qué Vázquez Mota
aparecía visiblemente deteriorada en su salud? Y en el caso del candidato de
las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador, ¿por qué se mostró tan relajado en
su campaña, pese a estar tan abajo en las encuestas?, ¿por qué mantuvo tanto
tiempo su infecundo e intrascendente discurso de la “reconciliación amorosa”,
cuando la lógica sugería que debería retomar cuanto antes los contenidos
contestatarios y radicales que lo catapultaron hace seis años?, ¿por qué no
utilizó a su favor en el segundo Debate Presidencial las evidencias de compra
de votos a favor de Peña Nieto ventiladas por el prestigiado periódico
británico The Guardian?
La pieza
que faltaba
A primera vista, estas interrogantes pueden parecer
irrelevantes y no tener conexión entre sí. Pero un hecho circunstancial nos
obliga a reconsiderarlas y redimensionarlas en una perspectiva distinta. Me
refiero al fallecimiento durante la campaña electoral del expresidente Miguel
de la Madrid, y todo lo que este acontecimiento movió entre la clase política.
En primer lugar, llama la atención
que los medios de comunicación más importantes e influyentes del país, ya sean
electrónicos como escritos, se hayan sumado unánimemente a los reconocimientos
públicos que ensalzaban la trayectoria y el legado del personaje. Así, por
ejemplo, la idea que deslizaron, apostando a la desmemoria nacional, es que a
De la Madrid le tocó gobernar en un tiempo lleno de complicaciones y
adversidades, y que pese a ello lo hizo de manera ejemplar, con valentía y
patriotismo. Obviamente, eso es insostenible a menos que se violente a
conveniencia la historia. Más aún, no hubo un solo artículo editorial en la
prensa nacional lo suficientemente crítico que retratara verazmente la triste
realidad de aquel sexenio tan deplorable y nefasto para los mexicanos. Lejos de
ello, los articulistas más dóciles a la línea de sus respectivos diarios
optaron por eximir al personaje de sus desatinos con argumentos tendenciosos y
baladíes. Este es el caso de Ricardo Alemán quien escribió en Excélsior que “El PRI tiene en De la
Madrid un símbolo poderoso para apuntalar su victoria”; o de la sentida
despedida, en El Universal, de
Ricardo Raphael De la Madrid a su tío, “Un hombre limpio y honesto que sirvió
con coraje a la patria”; o de Sergio Sarmiento en Reforma, para quien “De la Madrid sólo heredó la irresponsabilidad
de sus antecesor en el cargo”; o López Dóriga en Milenio, quien consideró injustas muchas de las acusaciones que se
prodigan a De la Madrid; o Mauricio Merino, quien en el colmo del paroxismo
afirmó en El Universal que “De la
Madrid ha sido el mejor presidente de México”; o el propio Carlos Marín,
Director de Milenio, quien para
quedar bien con toda la “familia revolucionaria”, no sólo justificó por razones
de salud las acusaciones infundadas de De la Madrid hacia Carlos Salinas de
Gortari en recordada entrevista concedida a Carmen Aristegui, sino que
reivindicó el legado del propio Salinas de Gortari.
Y aún así, es fácil comprender que
los medios de comunicación, en función de sus propias apuestas para el futuro,
prefieran quedar bien con el o los candidatos que consideran más seguros con
tal de no comprometer los financiamientos y subsidios oficiales. Más
específicamente, en plena campaña electoral, criticar a De la Madrid implicaba
criticar a Peña Nieto, por sus filiaciones priistas, y de paso ganarse
innecesariamente el desaire de éste. Bien explotado por sus adversarios, De la
Madrid representaría precisamente, todo lo nefasto que Peña Nieto encarnaba.
Rompecabezas
resuelto
Pero si el comportamiento de los medios frente a este
acontecimiento tiene sentido por los muchos intereses en juego, que llevan a la
sumisión o la lambisconería de los mismos hacia el entonces probable próximo
inquilino de Los Pinos, alimentando un juego de simulaciones y engaños lo
suficientemente sutil como para no evidenciar sus preferencias y perder
credibilidad por ello, el comportamiento de actores políticos clave frente al
mismo acontecimiento resulta mucho más difícil de desentrañar, como el hecho de
que el presidente de la República, Felipe Calderón, se sumara inexplicablemente
al cortejo de elogios hacia De la Madrid, al grado de interrumpir una reunión
en el extranjero con mandatarios de Norteamérica, y precipitar su viaje de
regreso para estar presente en los funerales. Es inexplicable, porque De la
Madrid representa todo lo que el panista Calderón combatió en su juventud como
opositor al viejo régimen priista: el autoritarismo, la corrupción, la
simulación, la demagogia, el encubrimiento… La pregunta clave aquí es: ¿por qué
Calderón se sumó a los elogios a De la Madrid, traicionando sus propias
convicciones y biografía, aún a sabiendas de que criticar al expresidente y
asociarlo con Peña Nieto podía ser capitalizado por la candidata de su partido,
desesperada entonces por remontar su desventaja? Obviamente, esta interrogante
está conectada con las otras apuntadas arriba, y su adecuada respuesta nos
permitirá completar el rompecabezas del proceso electoral.
Sostener que Calderón actuó como
lo hizo en razón de su investidura de Jefe de Estado es francamente ridículo,
sobre todo porque el presidente no se limitó a hacer una guardia de honor y
expresar sus condolencias por el deceso, sino que optó por elogiar públicamente
la trayectoria de De la Madrid, aún en contra de sus convicciones de otro
tiempo: “Un mexicano ejemplar, creador de instituciones e incansable luchador
contra la corrupción”. Tampoco resulta convincente el análisis de quienes
sostienen, como Ciro Gómez Leyva en Milenio,
que “Calderón prefirió la reconciliación sobre el rencor en un acto de gran
calado republicano y democrático”. No convence porque “reconciliar” sólo puede
significar en este contexto redimir al autoritarismo de antaño y mancillar la
memoria de varias generaciones de panistas que lucharon contra el viejo
régimen. De hecho, ningún panista de cepa le siguió el juego a Calderón. Y
mucho menos creíble resulta la versión de José Carreño Carlón en El Universal según la cual el presidente
quiso simplemente “mandar un mensaje de civilidad para sentar las bases de un
armisticio que tanta falta hará después de la elección”. No es creíble porque
la reconciliación no ha sido precisamente una prioridad de Calderón en todo su
sexenio. La explicación hay que buscarla pues, en otra parte.
No hace mucho, 22 mil mexicanos
interpusieron una demanda ante la Corte Penal Internacional de la Haya contra
el presidente Calderón por crímenes de lesa humanidad. Como era de esperarse,
la prensa y los medios cerraron filas entonces con Calderón y criticaron
acremente esta iniciativa por “insustancial”, “ridícula” e “infundada”. Hasta
el momento, la demanda no ha prosperado y la Corte no se ha pronunciado, pero
el hecho reveló intempestivamente a Calderón un escenario trágico más que
factible de su propio futuro una vez que abandone Los Pinos. No viene al caso
discutir aquí la mayor o menor consistencia o pertinencia de la demanda contra
Calderón, pero es un hecho que millones de mexicanos se sienten agraviados por
la guerra al narcotráfico emprendida por el presidente, que sólo ha dejado a su
paso muerte, violencia y luto; una guerra fallida llena de mentiras y engaños,
como el número de muertos reportados oficialmente (40 mil) que contrasta
visiblemente con la cifra aportada hace poco por el Departamento de Seguridad
de Estados Unidos (150 mil), y que para muchos ha sido más un exterminio
indiscriminado que un combate entre el Estado y el crimen organizado. Pero es
indudable que Calderón no puede tomar a la ligera las muchas señales de
malestar que sus malas decisiones han generado y que hacen que su sexenio sea
percibido por millones como funesto y criminal.
En esa perspectiva poco halagüeña,
a Calderón no le quedaban muchas opciones a no ser que pactara con su sucesor
en el cargo inmunidad y protección a cambio de respaldo electoral. Es muy
probable que ese pacto se haya sellado durante la contienda, y que el affaire De la Madrid haya sido una
muestra clara de la voluntad y el compromiso asumido por Calderón. Obviamente,
me refiero a un pacto secreto entre Calderón y Peña Nieto, a quien seguramente
Calderón, a partir de sus propias encuestas, ya consideraba su sucesor en el
cargo. Hay momentos en la biografía de los líderes en que las convicciones
pasan a segundo término para privilegiar pragmáticamente los intereses personales.
Calderón terminará su sexenio desacreditado y muy cuestionado, pero por la vía
de un pacto con el PRI y Peña Nieto habría logrado, cuando menos, la inmunidad
necesaria para su retiro. ¿Descabellado? Para nada. Si alguien ha mostrado ser
pragmático y astuto es precisamente Calderón, un político lo suficientemente
hábil y perverso para torcer las cosas a su conveniencia.
Con esta pieza se completa el
rompecabezas, y lo que antes aparecía caótico se aclara. Es evidente que
Vázquez Mota padeció en carne propia la traición de Calderón y con ella la de
muchos panistas en los que antes confiaba. El abierto apoyo del expresidente
Vicente Fox a Peña Nieto es en ese sentido paradigmático. Más aún, Vázquez Mota
fue investigada, espiada y ventaneada por el propio gobierno que decía
respaldarla, y se quedó muy pronto sin apoyo suficiente del PAN para armar un
equipo mínimamente competitivo para la contienda. No es casual que Vázquez Mota
decayera visiblemente en su estado de salud, por más que ella lo disimulara con
valentía y coraje. No es casual tampoco que todos los medios de comunicación
hayan cerrado filas con el PRI y su candidato. Si alguien tiene clara la
película son precisamente los dueños de los medios. De ahí que sólo hay que
dejarse llevar tranquilamente por la corriente para llegar a feliz puerto sin
sacrificar credibilidad o imagen. Para ello están sus pseudoperiodistas con
complejo de estrellas, auténticas comparsas del poder y la mezquindad, y las
encuestadoras, auténticas prostitutas que se venden sin reparo al mejor postor.
En el caso de López Obrador es
difícil creer que su inexplicable tibieza durante la campaña también estuviera pactada.
Me inclino a creer que fueron más bien los errores pueriles en su estrategia
las que terminaron con sus aspiraciones, igual que en la campaña del 2006. En
todo caso, me queda claro que tanto en esas elecciones como en las más
recientes, López Obrador fue el enemigo a vencer, primero por el PAN y luego
por el PRI, lo que refuerza la tesis en la que creen muchos mexicanos: así como
el PRI y el PAN pactaron en lo oscurito la alternancia en el 2000, ahora
pactaron el retorno del PRI, y en ambos casos la izquierda y López Obrador no
estaban convidados.
Atando
cabos
De ser correcto el razonamiento anterior, estaríamos
atestiguando un hecho insólito en la historia de las transiciones en todo el
mundo: una “regresión pactada”, o sea un acuerdo cupular que posibilita el
regreso pacífico y ordenado del PRI al poder (mediante la fórmula de una
“alternancia de regreso”) por convenir así al presidente en funciones (adquirir
de su sucesor el respaldo suficiente para blindarse ante eventuales demandas en
su contra). Obviamente, el pacto estaría legitimado por un proceso electoral
democrático que definirá a los ganadores y a los perdedores, pero sesgado de
origen, y en esa medida impositivo y manipulado, por acuerdos entre las elites
políticas. En estricto sentido, como ya vimos, no se trata de una restauración
autoritaria, pues restituir el autoritarismo de antaño sería a estas alturas
poco rentable en términos de legitimidad para la clase política en su conjunto,
pero sí se estaría volviendo a una situación claramente regresiva en que las
elecciones no se resuelven exclusivamente en las urnas sino discrecionalmente
en los corrillos del poder. Huelga decir que este desenlace es insólito para
cualquier transición, pues las involuciones de la democracia al autoritarismo
suelen tener como detonante rupturas y crisis, no ocurren de manera pacífica y
mucho menos pactada. Pero si nuestra transición ha sido sui generis para todos los efectos por qué no habría de serlo
nuestra inminente regresión al priismo, disfrazada de democracia.
Ojalá se tratara simplemente de
una especulación descabellada, pues aceptarla sería tanto como reconocer una
vez más que los ciudadanos sólo somos testigos pasivos de intrigas palaciegas,
que la democracia electoral sólo existe para legitimar los juegos de poder más
allá del poder, que al menos en estas elecciones todo estuvo cocinado a
espaldas de los ciudadanos y que independientemente de lo que hagamos o dejemos
de hacer, son los grupos de poder los que terminan imponiéndose de acuerdo a
sus intereses. Y sin embargo, cada vez somos más los ciudadanos inconformes con
las componendas de los poderosos. Que sepan de una vez los nuevos gobernantes
que gobernarán en el vacío, para una minoría crédula, porque cada vez somos más
quienes los despreciamos.
4. El peso de las decisiones
Y así llegamos al momento culminante del proceso
electoral del 2012, el momento en que el Tribunal de lo contencioso electoral,
el TEPJF, deberá calificar los comicios presidenciales, impugnados por el
Movimiento Progresista en vista de las muchas irregularidades que se
presentaron. Como decíamos al inicio sólo desde la ingenuidad más rampante se
puede pensar que el TEPJF aceptará la querella interpuesta y fallará la
invalidación de la elección por anticonstitucional. Este escenario es sumamente
improbable porque los órganos electorales actúan movidos por los intereses a
los que sirven, o sea los intereses de los poderosos.
Una cosa es cierta, de la decisión
del TEPJF depende la suerte no sólo del recambio en el poder sino de la propia
transición democrática del país. Calificar la elección minimizando las
irregularidades y delitos que se presentaron y que tanto lastiman a la sociedad
significaría tanto como decretar la muerte de la instauración democrática, en
los términos expuestos arriba. La señal que enviaría el TEPJF es que las
elecciones las puede ganar quien aproveche mejor para su causa las ambigüedades
normativas e incurra en todo tipo de artimañas para comprar y movilizar votos,
a sabiendas de que no serán sancionados, tales como imponer mediáticamente a
candidatos, manipular a la población con propaganda encubierta, excederse
impunemente en los topes de campaña, triangular recursos con empresas fantasma,
etcétera. En ese caso, las elecciones habrán perdido para siempre cualquier
rémora de credibilidad como instrumento confiable para elegir a los
representantes políticos. Por el contrario, en el remoto caso de que el TEPJF
decidiera invalidar la elección y solicitara al Congreso su reposición
inmediata, la transición habría alcanzado la madurez necesaria para enfrentar
los embates autoritarios y caminar a estadios superiores de legalidad, equidad,
civilidad y transparencia. La señal que en ese caso enviaría el TEPJF a la
sociedad y a los actores políticos es que ya no se puede aspirar a ganar
elecciones al margen de la ley y violentando la voluntad popular, que la ley
puede ser ambigua y contradictoria, pero en su seno existen los instrumentos
suficientes para impedir excesos y arbitrariedades. En síntesis, si el TEPJF
convalida el cochinero electoral con justificaciones legaloides insustanciales
tendremos que despedirnos como nación de la democracia y darle la bienvenida a
una nueva era de regresión autoritaria con elecciones simuladas e impositivas.
Por el contrario, si el TEPJF decide limpiar la elección declarándola inválida
se habrá dado un paso histórico que nos aproximaría finalmente al camino mucho
más promisorio de la instauración y la consolidación democrática.
Desde una perspectiva comparada,
muchas transiciones a la democracia han debido afrontar un momento crucial del
cual dependía condenar al país al estancamiento y la regresión autoritaria o
conjurar para siempre los embates autoritarios para finalmente consolidar la
democracia. México ha llegado también a ese momento crucial en este 2012 y toca
al TEPJF decidir la suerte del país. La decisión en manos del TEPJF es tan
importante como la que tomaron en su momento otros países en transición que
tuvieron que afrontar con valentía y patriotismo las amenazas autoritarias que
se cernían sobre sus jóvenes democracias. Me permito citar tres ejemplos para
entender mejor el tamaño del desafío y lo que está en juego en este momento
decisivo para la historia de México: las transiciones española, argentina y
brasileña.
El 23
de febrero de 1981 tuvo lugar un intento fallido de golpe de Estado en España perpetrado fundamentalmente por algunos mandos
militares, cuyo episodio más conocido fue el asalto al Congreso de los Diputados por un numeroso grupo de guardias civiles a cuyo mando se encontraba el
Teniente Coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, durante la
sesión de votación para la investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo. Dicha intentona de golpe de Estado se encuentra estrechamente relacionada
con los acontecimientos vividos durante la transición española. Cuatro elementos generaron una tensión permanente, que el gobierno de la Unión de Centro Democrática (UCD) no logró contener: los problemas derivados de la crisis económica, las
dificultades para articular una nueva organización territorial del Estado, las
acciones terroristas protagonizadas por ETA y la resistencia de ciertos sectores del ejército a aceptar un sistema democrático. Según el plan trazado por los golpistas,
un grupo de guardias civiles armados irrumpió en el Congreso de los Diputados encabezados por Tejero. Éste, desde la tribuna, gritó “¡Quieto todo el mundo!” y dio orden
de que todos se tirasen al suelo. Como militar de más alta graduación allí
presente y como vicepresidente del gobierno, el Teniente General Gutiérrez Mellado se levantó, se dirigió al teniente coronel Tejero y le ordenó que se pusiera firme y le entregase el arma. Tras un brevísimo
forcejeo y para reafirmar su orden, Tejero efectuó un disparo que fue seguido por unas ráfagas de los asaltantes. Sin
inmutarse, el anciano general permaneció indiferente al sonido de las armas.
Mientras la mayor parte de los diputados obedeció las órdenes de Tejero, el
diputado Santiago Carrillo y el presidente Adolfo Suárez se mantuvieron sentados en sus escaños. Suárez incluso hizo ademán de
ayudar a Gutiérrez Mellado. Durante el asalto, un ayudante de uno de los diputados sufrió un ataque
de ansiedad y golpeó a un presente en la nariz. Fueron minutos de gran tensión.
Hoy se sabe que con la toma del Congreso y el secuestro de los poderes
Ejecutivo y Legislativo, se intentaba conseguir el llamado “vacío de poder”,
sobre el cual se pretendía generar un nuevo poder político de corte franquista.
Más tarde, cinco de los diputados fueron separados del resto: el aún presidente Suárez, el ministro de Defensa y presidente de UCD, Agustín Rodríguez Sahagún, el líder de la oposición, el socialista Felipe González, el segundo en la lista del PSOE, Alfonso Guerra, y el líder
del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo. Aquella noche es recordada como “la
noche de los transistores”, debido a que la Cadena SER siguió emitiendo
y una buena parte de la población la pasó pegada a la radio siguiendo los
acontecimientos. A las nueve de la noche, un comunicado del Ministerio del Interior informaba de la constitución de un gobierno provisional con los
subsecretarios de todos los ministerios, presidido por Francisco Laína, director de la Seguridad del Estado, para asegurar la gobernación del
Estado y en estrecho contacto con la Junta de Jefes de Estado Mayor. Por su
parte, el rey rechazó apoyar el golpe lo que permitió abortarlo a lo largo de
la noche. El propio monarca se aseguró mediante gestiones personales y de sus
colaboradores la fidelidad de los mandos militares. Conjurada la rebelión, y
con ella el fantasma del autoritarismo, todas las fuerzas políticas decidieron
dejar atrás sus diferencias y cerrar filas para impulsar la democracia. Huelga
decir que todos los analistas políticos que han estudiado este acontecimiento
histórico coinciden en marcarlo como el inicio propiamente dicho de la
consolidación democrática española.
Una situación muy similar se presentó durante
la transición a la democracia en Argentina. Entre 1987 y 1989 ocurrieron varios
alzamientos militares contra el primer gobierno democrático de Raúl Alfonsín,
encabezados por un grupo conocido como “los carapintadas”, que se autodefinían como nacionalistas. El mote
alude al uso de crema de enmascaramiento facial mimética por parte de los
insurrectos, que tomaron varias bases militares y se batieron contra las
fuerzas leales al gobierno constitucional en busca de la finalización de los
procesos judiciales iniciados contra los protagonistas del terrorismo de Estado
durante la dictadura. La rebelión más importante tuvo lugar en la Pascua de 1987, en protesta contra las acciones judiciales llevadas a cabo por el
gobierno contra los responsables de los delitos y violaciones a los derechos humanos cometidos durante el autodenominado Proceso de
Reorganización Nacional. El mayor Ernesto Barreiro, un elemento de inteligencia que había tenido participación activa en la
represión al movimiento obrero y popular en Córdoba, se negó a prestar declaración ante la Cámara Federal de Córdoba en
relación a cargos de tortura y asesinato que se le imputaban. Barreiro fue arrestado, a petición del juez
competente, por la autoridad militar, y confinado en el Comando de Infantería
Aerotransportada 14 del Tercer Cuerpo de Ejército, en la provincia de Córdoba. Cuando la policía intentó hacerse cargo de Barreiro por el desacato a la
justicia, el personal del cuartel (130, entre oficiales y soldados) se amotinó,
exigiendo el cese de los juicios. Otras dependencias militares se sumaron a la
acción, ante la férrea oposición de la población civil, en especial las tropas
al mando del teniente coronel Aldo Rico (entonces al mando del Regimiento de Infantería de San Javier (Misiones), que se acantonó en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo. Los reclamos de los ya apodados carapintadas incluían la
destitución del jefe del Ejército (planteando que los jefes que impartieron las
órdenes “hoy están en libertad
desprocesados, ascendidos y gozando de un privilegio que no merecen”) y
exigiendo una solución política para los juicios a los represores del proceso y
“los del otro bando también”. Y decía Rico que “si quienes dieron las órdenes van a la justicia no tenemos ningún
problema en ir todos a la justicia, pero ningún hombre de bien que vista
uniforme militar puede ampararse escudándose en el sacrificio de sus
subalternos”. Si bien el alzamiento contó con pocos apoyos públicos
entre los responsables de tropa, la actitud del resto de las fuerzas armadas
fue unánime: Alfonsín no contó con la subordinación necesaria entre la tropa
para sofocar militarmente a los carapintadas. La actitud política y pública frente al alzamiento también fue
uniforme. Los principales partidos del país (UCR, PJ, UCD, PDC, PI, PC y PS) suscribieron el “Acta de Compromiso Democrático”, oponiéndose a la actitud
de los militares pero reconociendo varios grados de responsabilidad en la
represión. Este último punto llevó a las fuerzas de izquierda (el MAS, el PCR, el PO y las Madres de Plaza de Mayo) a distanciarse del grupo de los firmantes. Manifestaciones populares se
hicieron presentes en Campo de Mayo y la Plaza de Mayo, exigiendo la rendición de los sublevados. Alfonsín marchó a Campo de Mayo
para exigir la rendición, en lo que se le cuestionaría luego como un acto de
debilidad política. A su regreso, desde el balcón de la Casa Rosada, anunciaría la capitulación de los amotinados. Barreiro huyó, y fue
capturado dos semanas más tarde. Tanto él como Rico pasarían a manos de la
justicia militar y civil, iniciándole una causa por sedición en los tribunales
de San Isidro. A causa de este alzamiento militar, meses más tarde,
el gobierno promulgó la Ley de Obediencia Debida, que satisfaría algunos de los
reclamos del alzamiento. La ley había sido anunciada por el presidente en el
mes de marzo. Independientemente de que el gobierno de Alfonsín tuvo que ceder
a algunas presiones de los militares, tuvo la suficiente habilidad para
neutralizar el conflicto que amenazaba el orden democrático y de esa manera
enfilar a Argentina finalmente hacia la consolidación de la democracia.
El último caso a considerar de transiciones
que pudieron enfrentar con éxito los embates autoritarios para consolidar su
democracia, es el caso de Brasil con el famoso impeachment o destitución en el cargo
de Fernando Collor de Mello, primer presidente de Brasil elegido
democráticamente después de la dictadura militar.[11]
De hecho, Collor fue el primer
mandatario latinoamericano destituido por corrupción en diciembre de 1992. La
acusación provino del propio hermano del mandatario, Pedro Collor de Mello,
quien abrió la atención con un listado de denuncias que contenía una red de
tráfico de prebendas, contratos ilícitos, negocios ilícitos por parte de
testaferros, desvíos de fondos, presiones non santas contra el Presidente de Petrobras,
beneficios en la privatización de la compañía aérea VASP, y enriquecimiento
ostentoso de amigos y colaboradores que habían sido colocados en lugares clave
del gobierno, incluido el Banco Central. Asimismo, la primera dama, Rosane
Malta, fue acusada de apropiarse de fondos públicos de la Legión Brasileña de
Asistencia. La prensa recogía con naturalidad las noticias acerca de la
multiplicación asombrosa del patrimonio de los Collor. Eran tantas las
evidencias de corrupción que la Cámara de Diputados inició una investigación y
confirmó las irregularidades e ilegalidades. Se probaron sobornos a empresarios
por favores políticos, depósitos de sumas enormes de dinero negro a nombre de
empresas ficticias en paraísos fiscales y transferencias regulares a las
cuentas bancarias de testaferros y amigos del poder. En las calles se generó un
movimiento permanente de repudio popular, grandes movilizaciones que exigían la
inmediata renuncia del presidente. Pero Collor respondía con discursos
encendidos de soberbia y decidió convocar a la simpatía de los brasileños sin
éxito. Intentó organizar actos políticos de apoyo pagando tamboriles y fracasó
rotundamente. Mientras tanto, la inflación crecía al 991 por ciento en agosto
de 1992. La Comisión de Investigación de Diputados llegó a acumular un
amplísimo expediente de 3 mil páginas y terminó acusando al Presidente con
pruebas indiciarias de delitos suficientes para procesarlo y destituirlo del
cargo. Entre los documentos, figuraban 40 mil cheques y trece colecciones de
extractos bancarios. De esta manera, la democracia brasileña, y en particular
el Poder Legislativo, dio una prueba de madurez y civilidad que permitió
conjurar los excesos del poder tan frecuentes en el pasado autoritario, y
consolidar la democracia por los cauces constitucionales sin emplear violencia
alguna.
De esta forma
hemos referido tres pasajes de la historia reciente de las transiciones que
marcaron la diferencia entre condenar a sus países a involuciones autoritarias
o encaminarlas a la consolidación democrática, o sea a estadios superiores de
civilidad, legalidad y respeto. En los tres casos, fueron políticos
profesionales, partidos, autoridades, legisladores o jueces, los que tomaron en
sus manos el desafío y actuaron en consecuencia, con patriotismo y responsabilidad,
anteponiendo los valores de la democracia a sus intereses particulares. Huelga
decir que de este tamaño es el desafío que tiene por delante el TEPJF en México
a la hora de calificar la elección presidencial de 2012. Si los magistrados actúan
con el arrojo y el compromiso inquebrantable con la democracia como lo hicieron
sus contrapartes en los casos referidos, o sea si invalidan la elección
presidencial por contravenir los preceptos de equidad, limpieza y transparencia
emanados de la Constitución, habrán dado un paso histórico para salvar nuestra
democracia y la Patria se los premiará perenemente. Caso contrario, si no lo
hacen, condenarán penosamente al país a una nueva espiral sin retorno hacia el
autoritarismo.
5. Auto de fe
No dudo que algunas de las tesis sostenidas en este
ensayo generen incredulidad o escepticismo en algunos lectores. A los ojos de
muchos simplemente tuvimos una elección más con vencedores y vencidos, con
fortalezas y debilidades, con luces y sombras. Nada excepcional. Pero ese es
precisamente el problema, o sea creer que estos comicios fueron “normales”,
pese a las innumerables irregularidades que pudimos atestiguar todos. Esa
presunta normalidad es la que nos condena como país al fracaso, la parálisis y
la servidumbre, o sea a ser sometidos y ultrajados voluntariamente por los
poderosos, por los que tienen secuestrado al país y gobiernan en el vacío, a
nuestras espaldas. Por fortuna, hay una masa crítica cada vez más informada y
participativa, que duda y resiste, que cuestiona y se confronta. Es ahí y sólo
ahí donde cabe hoy alguna esperanza para México.
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Authoritarian Rule, Baltimore, John Hopkins University Press, 4 vols.
[1]
Véase, por ejemplo, Cansino (2008 y 2009a).
[2]
El tema de la transición en México
ha sido tan manoseado por todos (intelectuales, académicos, políticos,
periodistas, analistas, etcétera), más con fines políticos que heurísticos, que
ha terminado por ser uno de esos conceptos que significa todo y nada al mismo
tiempo, por lo que se puede emplear para decir cuanta barbaridad se quiera. A
ello ha contribuido no sólo la actualidad del tema, que por ese simple hecho
suscita controversias, sino el total desconocimiento o el conocimiento
superficial de la literatura politológica sobre el particular. Véase Cansino
(2011b).
[3]
Véase, por ejemplo, Cansino (1994, 1997, 2000, 2004, 2007, 2009a, 2009b y
2011a); Cansino y
Covarrubias (2006 y 2007) y Cansino y Nares (2011).
[4]
La categoría clásica de “partido hegemónico” se debe a Sartori (1976), la
definición del presidencialismo mexicano como un “poder ilimitado con enormes
facultas constitucionales y metaconstitucionales” se debe a Carpizo (1978),
aunque también resulta ilustrativa la definición aportada por Krauze de “presidencialismo
imperial” (2002). Con todo, el primero que sostuvo que el PRI y el
presidencialismo constituían los pilares de dominación del régimen
posrevolucionario en México fue Cosío Villegas (1972).
[5]
Véase, por ejemplo, Morlino (1980 y 2007), Schmitter y O’Donnell (1986) y
Cansino (2002).
[6]
En transiciones desde dictaduras militares, estos regímenes suelen considerase
estados de excepción destinados a disolverse tarde o temprano una vez que se
hayan logrado los objetivos que propiciaron su irrupción, como poner orden en
la economía, suprimiendo para ello derechos y garantías ciudadanas. Obviamente,
este no es el caso del régimen político mexicano posrevolucionario que, sin ser
democrático, nunca se concibió como excepcional o transitorio, sino como un
régimen formalmente democrático, aunque por sus componentes autoritarios, fuera
más bien una “democracia de fachada”. Véase Cansino (2009a).
[7]
Sobre este tema, véase Cansino (2004), Cansino y Nares (2011) y CERE (2004).
[8]
Está por aparecer un libro de mi autoría donde evalúo los saldos del panismo en
el poder del 2000 al 2012 (Cansino, 2012b).
[9]
Sobre el tema del narco en México, véase Cansino y Molina (2010).
[10]
Sobre el tema de la cultura política en México remito a los interesados a
Cansino (2012a).
[11]
El impeachment
es una figura del Derecho
anglosajón (específicamente en Estados Unidos y Gran Bretaña) mediante el cual
se puede procesar a un alto cargo público. Para ello, el Parlamento o Congreso debe aprobar el
procesamiento y encargarse posteriormente del juicio del acusado (normalmente en la Cámara Alta). Una vez que un
individuo ha sido objeto de un impeachment tiene que hacer frente a la
posibilidad de ser condenado por una votación del órgano legislativo, lo cual
ocasiona su destitución e inhabilitación para funciones similares.