¿Votar o no votar?
No existe una regla aceptada por
los expertos que dé cuenta con certidumbre del comportamiento electoral y sus
variaciones en las democracias modernas. Tanto una copiosa concurrencia en las
urnas como un marcado abstencionismo se pueden deber a un sinnúmero de causas
tanto coyunturales como estructurales. En virtud de ello, no hay encuesta
confiable ni cálculo infalible para anticipar con precisión quién o qué partido
va a ganar una elección, cuál será el grado de participación o de
abstencionismo de la población, qué campaña será exitosa y cuál, un desastre.
Con todo, una cosa es cierta: en aquellas democracias donde se ha registrado al
menos una vez una concurrencia elevada a las urnas por parte de la ciudadanía,
un repentino descenso en dicha participación o un incremento considerable del
abstencionismo, no se explica por razones de una cultura política escasamente
democrática que aleja a los ciudadanos de las urnas, sino todo lo contrario, o
sea a la existencia de una ciudadanía lo suficientemente madura e informada
como para discernir que la oferta política que se le presenta es pobre y por
tanto no merece ser respaldada en las urnas. Algo similar se puede decir de los
indecisos, o sea que un número elevado de indecisos para una elección no se
debe necesariamente a desinformación o apatía, sino que el electorado se toma
muy en serio el hecho de votar por lo que se toma el tiempo necesario para
madurar su elección.
Consideraciones de este tipo son
importantes, porque es muy frecuente descargar en los ciudadanos las
insuficiencias de los propios partidos y candidatos para conectar con sus
potenciales seguidores. Por esta vía, el abstencionismo vendría a ser la
expresión de una ciudadanía poco participativa y políticamente apática.
Obviamente, pintar las cosas de ese color resulta muy cómodo para los políticos
profesionales, pero no hace justicia a los hechos. Así como no hay una regla
que explique puntualmente las variaciones en el comportamiento electoral de una
elección a otra, tampoco el abstencionismo es sinónimo de una pobre o escasa
cultura democrática, sino de una ponderación más o menos razonada de la mayor o
menor utilidad del voto.
El argumento aplica perfectamente
para el caso de México, que no obstante tratarse de una democracia joven, ha
mostrado patrones de comportamiento bastante irregulares, desde la afluencia
masiva a las urnas, sobre todo en algunas elecciones presidenciales decisivas,
como de marcado abstencionismo, sobre todo en elecciones federales intermedias
y en muchas elecciones locales. Y si bien, por lo mismo, no se puede establecer
una tendencia neta sobre el comportamiento electoral dominante en el país, una
cosa parece cierta: los mexicanos se preocupan y se ocupan cada vez menos de ir
a votar.
Teóricamente, las razones del
abstencionismo pueden ser muchas y muy complejas, desde un creciente malestar
hacia la clase política en general, o un desencanto con la democracia y un
consecuente hartazgo hacia los partidos, hasta, por el contrario, la existencia
de un umbral bastante elevado de confianza o aceptación de la democracia
electoral que en lugar de motivar la participación la mantiene en niveles
mínimos. En ambos casos —el malestar y la confianza básica—, aunque
contradictorios entre sí, tienen algo en común: nacen de la sensación o
percepción de que gane quien gane, para bien o para mal, con la democracia no
pasa nada, o al menos nada decisivo y trascendental como para involucrarse
activamente. Obviamente, la primera razón del abstencionismo —el malestar— es
más frecuente en democracias poco consolidadas y con fuertes tradiciones
autoritarias no muy lejanas en el tiempo, mientras que la segunda —la confianza
básica— es típica de democracias consolidadas y da larga data.
De acuerdo con lo anterior, no es
descabellado anticipar que el principal protagonista en las próximas elecciones
federales de 2012 y en la gran mayoría de las elecciones locales concurrentes
será el abstencionismo. Podrá ganar un partido la presidencia y hasta la primera
mayoría en el Congreso; otro, alguna plaza estatal o municipal; un tercero
caerá en sus cálculos más optimistas. Pero en todos los escenarios, los
ciudadanos nos sentiremos menos estimulados que en otros años para asistir a la
cita. Y entre las razones posibles, como veremos, la que prevalece en México es
el malestar hacia la clase política en general más que la confianza básica con
la democracia. A riesgo de ser muy general, la lectura prevaleciente entre muchos
electores se acercará a la siguiente: el PAN tuvo su oportunidad, pero ha sido
un fracaso en el poder; el PRD merece su oportunidad, pero sus elites se la
pasan destruyéndose entre sí; el PRI está siendo prudente y busca capitalizar
el desgaste de los demás, pero no deja de ser el inefable “partidazo” de la era
autoritaria; la chiquillada, por su parte, ha exhibido una y otra vez grandes
dotes de oportunismo y falta de compromiso con las causas nacionales. En
consecuencia, diremos muchos, “¿para qué votar? Todos los partidos son un asco,
y además no tienen ningún compromiso con la ciudadanía”. A ello hay que sumar
factores coyunturales igualmente desalentadores, tales como el deterioro socioeconómico
que vive el país, la delicada situación de inseguridad y violencia, la ausencia
de reformas estructurales que provean un horizonte de futuro más optimista a
los mexicanos...
Las cifras del abstencionismo
Que el abstencionismo vaya ser el
gran protagonista de las elecciones federales y locales concurrentes de 2012 no
es una novedad y tampoco un asunto por el que debamos desgarrarnos las
vestiduras, como vociferan muchos políticos alarmistas. Si revisamos las cifras
de abstención tanto en los comicios presidenciales como en los de diputados
federales de los últimos veinticinco años (cuadro 1), ambas muestran una clara
tendencia al alza (ver gráficas 1 y 2), con todo y que el comportamiento
electoral en algunos comicios parece escapar a toda lógica, lo cual bien puede
deberse a la falta de instituciones electorales confiables en el país, sobre
todo antes de la reforma electoral de 1996. Considérese, por ejemplo, la
elección presidencial de 1982, con una abstención según las cifras oficiales de
apenas 32.55 por ciento, en una coyuntura de crisis económica, con una
competencia partidista todavía incipiente y con un “candidato oficial” con
escasas dotes para movilizar al electorado pero que terminó arrasando en las
urnas. Pero más sorprendente aún resultan las elecciones presidenciales de
1988, quizá las elecciones que más interés han concitado entre los electores,
pero que según las cifras oficiales arrojaron la abstención más alta de la que
se tenga registro hasta el día de hoy: 54.80 por ciento. Y como estos hay
muchos ejemplos más, lo cual sólo nos sugiere una cosa: debemos tomar con
pinzas las cifras oficiales, al menos las existentes hasta bien entrados en los
años noventa, para no generar espejismos.
Cuadro 1
Porcentaje de abstencionismo en
elecciones federales (1982-2009)
Fuente: Instituto Federal Electoral/*Proyección
No obstante ello, como decíamos,
la tendencia a la alza del abstencionismo en elecciones federales es bastante
clara en el país. Mientras que en las elecciones presidenciales de 1982 a 2006
tenemos un abstencionismo promedio de 39.37 por ciento, las elecciones más
recientes —las de 2006—, pese al enorme interés que concitaron, arrojaron un
abstencionismo de 2 puntos por arriba de dicho promedio. En las elecciones para
diputados, por su parte, el promedio de abstencionismo para el mismo período es
de 46.10 por ciento, cifra que se eleva considerablemente a 51.55 por ciento si
contemplamos únicamente las elecciones federales intermedias. De acuerdo con
una estimación tendencial simple es posible establecer en alrededor de 51.22
por ciento la abstención para las elecciones de diputados de 2012, cifra que
sentaría un precedente histórico muy significativo para este tipo de comicios,
y cuyas consecuencias analizaré más adelante. Mención aparte merecen los
resultados de comicios locales a nivel municipal e incluso estatal, donde ya se
registran niveles de abstencionismo de hasta un 70 por ciento, como en
elecciones no muy distantes celebradas en Baja California y Oaxaca. Para las
elecciones locales de julio de 2012, pese a ser concurrentes con las elecciones
federales, no existen indicios de que se pueda revertir en ningún caso la
tendencia al alza del abstencionismo. Cabe señalar que sumando el conjunto de
las elecciones municipales en todo el país, concurrentes y no concurrentes con
elecciones federales, celebradas durante el sexenio de 2000-2009, la abstención
alcanzó un 49.5 por ciento, cifra que aumenta a 54.5 por ciento si sólo se
consideran las elecciones locales no concurrentes.
Gráfica 1
Evolución del abstencionismo en
elecciones presidenciales
(1982-2006)
Gráfica 2
Evolución del abstencionismo en elecciones para diputados federales
(1982-2009)
Causas y consecuencias
En la
perspectiva de un triunfo arrollador del abstencionismo en las elecciones
federales y estatales concurrentes del 2012, habría que desechar por obsoletas
aquellas interpretaciones según las cuales un creciente abstencionismo es
sinónimo de incultura política y una fuerte tasa de participación solo es
posible es naciones con culturas democráticas maduras. En efecto, pese a que la
democracia mexicana está apenas dando sus primeros pasos, no se puede decir que
la cultura política de los mexicanos sea escasamente democrática. Por el
contrario, el abstencionismo constituye una expresión de creciente apatía o
malestar social hacia la política institucional, lo cual nada tiene que ver con
el grado de cultura democrática existente sino con el pésimo desempeño de las
autoridades y la pobre oferta política de los partidos en contienda.
En realidad,
este diagnóstico vale para prácticamente todas las democracias del planeta, pues
hoy presenciamos en todas partes una crisis de la representación política; es
decir, un creciente extrañamiento de las sociedades y sus representantes
elegidos democráticamente. En lo personal, prefiero leer el fenómeno del
abstencionismo en las democracias actuales asociado a este contexto global de
crisis de la política representativa, que quedarme en la superficie de nociones
como “fatiga” o “saturación” electoral con las que los politólogos y los “electorólogos”
suelen referirse al asunto, pues no sólo subestiman la magnitud de la crisis de
la política institucional de fondo sino que suponen que basta perfeccionar las
campañas electorales o la imagen de los partidos ante el electorado para
revertir las tendencias a la baja de la participación electoral, cuestión que
por lo demás la propia realidad se ha encargado de desmentir una y otra vez. Es
decir, estas lecturas terminan haciendo apología de esa bazofia que es el
“marketing político”.
Por lo
demás, no puede decirse que la cultura política de los mexicanos es pobre
cuando han sido precisamente los ciudadanos los que marcaron la diferencia en
las urnas para que finalmente terminara de manera pacífica y no traumática el
viejo régimen priista y fuera sustituido por otro distinto sustentado en la
libertad y la justicia. Por ello, tampoco extraña que los electores no
concurran ahora a las elecciones en la misma proporción que en el 2000 o el
2006, o incluso antes cuando la expectativa de cambio era un ingrediente
adicional en los comicios, pues la mayoría de los mexicanos nos sentimos ahora
defraudados o frustrados ante una expectativa de transformación que no se ha
concretado en los hechos. La percepción dominante entre los ciudadanos es que
ninguno de los actores políticos, pero sobre todo el gobierno federal, los
partidos y el Congreso, ha estado a la altura de las enormes expectativas de
transformación que se abrieron entonces. Otra cosa es calificar el tipo de
cultura política dominante en México, o ubicarla en una escala de mayor o menor
cercanía a los valores democráticos de tolerancia, pluralismo, participación,
etcétera. Pero incluso aquí seguramente nos llevaremos una sorpresa si se
contrasta la cultura política de los ciudadanos con la de sus propios
políticos. Basta pues de menospreciar a los ciudadanos. En México tanto el voto
como el no voto son hoy en la mayoría de los casos elecciones individuales
absolutamente racionales, maduras.
La elección
de no votar o de anular el voto, cuando es consciente, es también una elección
legítima, es decir, tiene un significado
que quiere proyectarse políticamente. Tampoco comparto aquellas
interpretaciones que consideran que el desencanto de los ciudadanos más que con
los partidos o con los políticos es con la propia democracia, pues han
descubierto con pesar que ésta no resuelve milagrosamente sus problemas
inmediatos de todo tipo. Nuevamente se etiqueta aquí a los electores y se
presume que su apatía en las urnas nace más de la ignorancia y el
desconocimiento de lo que verdaderamente es la democracia, pues la cargan de
significados que no tiene. En realidad, este supuesto candor no aplica, pues lo
que la mayoría de los ciudadanos en México pretende de la democracia es que sus
representantes los representen adecuadamente, quiere mejores leyes y garantías,
quiere vivir en un verdadero Estado de derecho. Ni más ni menos.
Pero, ¿qué
consecuencias puede tener un abstencionismo creciente para el desarrollo
democrático de un país, y en particular para México? Ante todo no hay que
alarmarse. La mayoría de las democracias en el mundo, consolidadas o no,
conviven cotidianamente con este convidado de piedra. Eso no significa que su
presencia no advierta de un distanciamiento cada vez más visible de los
partidos y las autoridades con respecto a los ciudadanos, un distanciamiento
nacido de la inconformidad o la insatisfacción hacia la política institucional.
Cabe precisar que en democracias consolidadas esta insatisfacción suele
acompañarse de algunas percepciones según las cuales la democracia está bien
como está y participar o no en las urnas no cambia nada las cosas, o la
democracia está maltrecha pero votar o no votar no modifica nada, o gane quien
gane las elecciones las cosas seguirán iguales. Obviamente, se trata en todos
los casos de posiciones que desalientan la participación. Las cosas en una
democracia joven, no consolidada o que no ha podido sacudirse el peso del
pasado autoritario, como México, son más burdas. Un ciclo de alta participación
seguido de alto abstencionismo electoral sólo puede ser explicado por un hecho:
la mayor o menor expectativa de cambio o de ruptura con el pasado autoritario.
Más
específicamente, una afluencia masiva a las urnas estaría revelando una cierta
confianza en la ciudadanía de que las cosas pueden cambiar, mientras que el
abstencionismo indicaría lo contrario. Dicho de otro modo, la gente se moviliza
cuando considera que es necesario hacerlo para avanzar en la democracia, y deja
de hacerlo cuando ha dejado de creer en esa posibilidad. Lamentablemente, en
México el abstencionismo llegó muy temprano en su vida democrática. No
terminábamos de transitar a la democracia por la vía de la alternancia cuando
el malestar y la frustración ya empezaban a campear en muchos ciudadanos. Pero
como he venido sosteniendo, el alejamiento de las urnas no es una condición
cultural sino una consecuencia del pésimo desempeño de las autoridades. Es la
constatación de una ciudadanía capaz de cuestionar con su silencio la pobre
oferta política de los partidos en competencia o de castigar a una clase
política ineficaz y timorata, o simplemente de enviar señales de malestar y
desencanto a sus representantes con la esperanza de que algo cambie finalmente.
En México el abstencionismo está muy lejos de ser como en varias democracias
consolidadas una expresión indirecta de complacencia con la política
institucional del país en cuestión; una manera de decir que todo está tan bien
que ni siquiera tiene caso ocuparse en votar. Por el contrario, en México la
arena electoral ha sido en los tiempos recientes y sigue siéndolo aún el
principal espacio de contestación a la política oficial, el ámbito genuino de
expresión de la ciudadanía.
Por todo
ello, el abstencionismo creciente debe alertar sobre todo a los partidos
políticos y a los gobernantes en general. Para empezar, debe quedar claro a los
políticos que la mercadotecnia no aplica en nuestro país, que nuestra
ciudadanía es lo suficientemente madura como para dejarse engañar por espejitos
o retóricas vacías. Debe quedar claro para los políticos que el único criterio
válido para aspirar a contar con las preferencias de los ciudadanos son sus
propias acciones, la congruencia entre sus promesas y sus decisiones. La
ciudadanía en México está más alerta y despierta de lo que los políticos
sospechan. Ya es tiempo de que los partidos y los gobernantes se tomen en serio
el “¡No nos falles!” del 2 de julio del 2000. Una consigna más que elocuente
del nuevo México que hasta ahora muy pocos políticos han alcanzado siquiera a
atisbar.
En esta
perspectiva de cuestionamiento general a la partidocracia, abstenerse de votar
o anular el voto no marca mayores diferencias. Al final, ambos se suman a la
expresión generalizada de descontento social hacia nuestros representantes.
Así, por ejemplo, una abstención/anulación total del 60 o más por ciento en las
elecciones presidenciales del 2012 sería la mejor manifestación de que la
ciudadanía ha dejado de confiar completamente en lo que proponen los partidos y
candidatos. Por su parte, quien así llegue finalmente al poder lo hará
sumamente deslegitimado, sabiendo que gobernará en términos prácticos con el
respaldo de una minoría poco representativa de la pluralidad que cruza a la
sociedad, una minoría de 15 a 25 por ciento del padrón en su conjunto.
En ese
escenario, contrariamente a lo que sugiere cierta lógica, el abstencionismo creciente
puede propiciar transformaciones interesantes en el sistema de partidos y
cambios positivos en las agendas y la fisonomía de los partidos en busca de
permanecer como opciones electoralmente viables en futuras contiendas. Es decir, puede tener un efecto positivo:
estimular y acelerar tanto la renovación política y la autocrítica que hasta
ahora han desdeñado todas las fuerzas partidistas como la celebración de
acuerdos interpartidistas efectivos en el seno del Congreso y en otras
instancias con el objetivo de avanzar, ahora sí, en una verdadera Reforma del
Estado, tan necesaria para el país.
Por otra
parte, no falta quien descalifique la abstención o el voto nulo con el
argumento de que proceder así le daría una enorme ventaja al puntero en las
tendencias, y sí éste es el PRI pues estaríamos en la antesala de una regresión
autoritaria. No es este el lugar para discutir si el regreso del PRI significa
una regresión, un restablecimiento del autoritarismo o simplemente una
alternancia de regreso, pues de ello me he ocupado profusamente en otros
ensayos (aunque aclaro que mi perspectiva al respecto es poco halagüeña), pero
sí para señalar que si el PRI “arrasara” en 2012 no sería por culpa del
abstencionismo sino por la decepción, frustración o rechazo que provocan las
otras opciones, las cuales serían mucho más castigadas por el electorado que el
propio PRI. En esa perspectiva, o sea de un triunfo abrumador de un partido sobre
los otros, quizá tenga un mayor peso simbólico que dicho triunfo vaya acompañado
de un muy alto abstencionismo, como manifestación fehaciente de repudio y malestar,
que de un bajo abstencionismo. Dicho de otra manera, en ese escenario vale más manifestar
el descontento no votando o anulando el voto que votando por los abajeños, sabiendo
de antemano que no alcanzarán al puntero. Obviamente, las cosas serían distintas
en un contexto donde las tendencias se cierran y nadie puede anticipar el resultado.
En ese caso y sólo en ese, el “voto útil” sí valdría más que el no voto o el voto
nulo. Ya veremos…